La espada de unión y muerte
Nagore nos envia un relato de fantasía en el que descubriremos cómo una espada unió a Zöra y Krachek

I

El sol de mediodía clareaba la rojiza melena lisa de Zöra. Avanzaba aprisa pero con cautela y prudencia a través del denso y espeso bosque. Sabía cual era su destino pero desconocía el camino para llegar a él. A pesar de ello, no tardó en encontrarlos.

Un numeroso grupo de jóvenes soldados practicaban el complejo arte de la espada. Formaban un espectáculo imponente; cientos de movimientos unánimes componían una excelsa y majestuosa danza de guerra. Las brillantes espadas cortaban el aire a ras de tajantes y rotundos gestos bien estudiados.

Los ojos de Zöra, ávidos por aprender, observaban con sumo interés aquel espectáculo; absorbiendo cada gesto, posición o movimiento desconocido para ella.

Entonces su mirada recayó en el joven que encabezaba todo el montón. Su torso desnudo, dejaba a la vista su escultural cuerpo y sus músculos bien formados, que se contraían y relajaban en función del movimiento que llevaba a cabo. Su rostro, tenso y concentrado, era apuesto y gentil. Mantenía los ojos levemente rasgados, cerrados con fuerza y abundantes gotitas de sudor perlaban su frente. Zöra se lo comía con los ojos. Era tal la curiosidad y la atracción que sentía hacia aquel hombre, que durante unos minutos fue incapaz de apartar los ojos de su persona. Poco sabía sobre él; se llamaba Krachek Udal y proviniente de Orón, había llegado el día anterior a Onar. Su habilidad, destreza y sapiencia en el dominio de la espada era tal, que no había tardado en hacerse eco en toda La Región. Siendo consciente de la necesidad de una dura instrucción para sus reclutas, el capitán de todos los ejércitos de La Región, le había pedido humildemente, el grandísimo favor de instruir a los suyos. Krachek había aceptado con mucho gusto, y en esos momentos era lo que se encontraba haciendo. Zöra ignoraba la edad de Krachek, pero la juventud se reflejaba en su rostro; no sobrepasaría lo 25 años.

Pero no sólo el joven la mantenía hipnotizada, también la espada; esa arma blanca con su familiar contacto frío y pesado que tan bien conocían sus manos. Cuando cumplió los 8 años su padre comenzó a instruirla en el manejo de las armas. Su madre jamás lo aprobó, no había día en que no le echara en cara que las armas no eran cosas de mujeres y que ningún hombre desearía casarse con ella. Algo que bien poco preocupaba a Zöra. Su padre siempre había anhelado tener un hijo. Sin embargo, su deseo jamás se vio cumplido por lo cual tomó a su primogénita Zöra, como tal y la trató siempre como el hijo que nunca tuvo. A pesar de su condición femenina y del escepticismo paterno, Zöra demostró una sorprendente habilidad con las armas que progresivamente fue mejorando hasta convertirse en una excelente espadachina. Empero, su familia lo mantenía en celoso secreto. No sería bien visto en la ciudad y preferían evitar habladurías dolorosas e impertinentes. Su padre y Zöra se retiraban a lejanos lugares para sus prácticas clandestinas. Hoy en día Zöra contaba 16 años y a su corta edad alardeaba de ser superior a su padre. Éste sonreía al escucharlo y trataba de negarlo pese a saber que su hija estaba en lo cierto.
Si bien su madre siempre había temido que el manejo de la espada masculinizara el cuerpo de su hija, no sabía cómo se equivocaba. Las muchas horas empleadas en aquella afición, había desarrollado un cuerpo vigoroso y atlético que ni mucho menos restaban gracilidad, feminidad y sensualidad a sus gestos y movimientos. Su voluminosa melena cobriza, siempre recogida para mayor comodidad y por obligación, reflejaba el mismo fuego y poderío que anidaba en su corazón. De facciones suaves y delicadas, Zöra gozaba de una extraordinaria belleza.

Entonces, los jóvenes comenzaron a disiparse. Echando un último vistazo a Krachek, emprendió el camino de vuelta a casa con el mismo sigilo con el que  había venido.

Segura de que nadie percibía su presencia, empezó a venir los días siguientes, deleitándose con cada movimiento nuevo que aprendía y que después practicaba con su padre.
Ni un sólo día se perdía aquella fabulosa escena y ni un solo día regresaba a su hogar sin aprender algo nuevo. Pecando de aquella invisibilidad, se permitió ciertas confianzas arriesgadas.

Sin embargo, el fino y eficaz olfato de Krachek no le falló y pronto fue consciente de la presencia de la joven. Aún así, decidió esperar y darle un pequeño susto.


II

Como cada tarde desde hacía un mes, Zöra acudió a su cita diaria del entrenamiento. En cuclillas sobre una manta de hierba que ya había adoptado la forma de sus rodillas, abrió una estrecha hendidura entre la maleza y espió.

Pero sorprendentemente, nadie había allí. Distraída por la preocupación de no ser vista, no se había percatado siquiera de la ausencia del grupo. Extrañada, asomó ligeramente el rostro. Entonces, se topó con la oscura mirada de Krachek. Zöra se sobresaltó y con un pequeño salto se incorporó. El joven comenzó  a acercarse a ella, no obstante, Zöra retrocedía a cada paso que éste daba. La miraba, mudo e inmóvil. Zöra deseaba huir pero era tanta su curiosidad que prefirió esperar a ver que ocurría a continuación.

Repentinamente, Krachek corrió hacia ella con la espada en alto.

El choque de puntas de hierro pilló por sorpresa a Krachek. Aquella joven, con el desafío y el orgullo bailando en su mirada, sostenía una afilada daga entre sus manos. Krachek tan sólo pretendía asustarla un poco pero cuando descubrió el coraje de la joven, sonrió gratamente sorprendido. Zöra le devolvió una sonrisa altiva.
De improviso, Krachek  lanzó un golpe lateral que Zöra volvió a frenar. Sin descanso, atacó el lado izquierdo de la joven que ésta esquivó con una grácil vuelta sobre sí misma.
Krachek volvió a atacar. Estaba perplejo con la destreza de la muchacha. El combate duró un par de estocadas más que no sirvieron más que para corroborar la habilidad de la joven desconocida. Para mayor sorpresa del joven, con un fiero mandoble, Zöra le encaró. Empero, la experiencia de Krachek no tardó en aflorar. Viéndola venir, con su espada golpeó la daga que la joven mantenía entre sus manos, la cual salió por los aires y cayó a los pies de éste. Zöra suspiró resignada y vencida, aún así, el orgullo se mantenía intacto en ella. Presuntuoso, giró a su alrededor, sin dejar de mirarla en ningún momento. A continuación se situó frente a ella. Zöra mantuvo fija su mirada. Krachek se acercó más.

- ¿Cual es vuestro nombre? – Inquirió.
- Zöra.
- Zöra....bien. ¿Cuantos años tenéis? – Volvió a preguntar.
- 16.

La sorpresa se reflejó en el rostro de Krachek, pero rápidamente la disimuló.

- Desde hace unos días, soy consciente de vuestra presencia, ¿lo reconocéis u os atrevéis a negarlo?
- Lo reconozco.
- Veo que conocéis bien el manejo de la espada...
- Desde muy pequeña he sido instruida en ella.

Krachek nada dijo. Se limitó a recorrerla con la mirada. Zöra sintió el calor que aquellos ojos azabache desprendían.

- ¿Os gustaría que durante mi estancia aquí, os impartiera alguna clase que otra?
- Oh... – En todo momento, Zöra había mantenido la compostura y había adoptado una actitud serena y solemne. Sin embargo, al escuchar tal proposición, no pudo evitar sonreír y emocionarse -  ¡Me encantaría!

Krachek sonrió.

- Bien, pues mañana al atardecer venga por aquí; la estaré esperando.
- Gracias, muchas gracias – Hizo una leve reverencia y se dispuso a marchar.
- Esperad, olvidáis esto – Krachek le ofrecía su daga.
- ¡Qué cabeza la mía! Gracias de nuevo – A continuación y sin pudor alguno, alzó el faldón hasta la altura del muslo y envainó la daga en una funda que bien podía confundirse con un liguero. La sensual vista de su esbelto y torneado muslo desapareció tras el faldón. Con una cálida sonrisa, se alejó de allí.

Krachek no salía de su asombro.