La última amenaza
Hacía mucho tiempo que estaba dormida. No perdió la cabeza cuando todos a su alrededor lo hacían, y ahora ellos se pudrían en los abismos de la tierra mientras ella reposaba inmóvil en una cueva.
En sus sueños se agitaban imágenes de furia y dolor inmensurables. Y luego estaba el hambre. El hambre que no había dejado de sentir desde el comienzo de su letargo. Durante sus buenos tiempos, si existía tal cosa, había saciado su voracidad sin preocupación. Ahora solo quedaba un hueco oscuro en su estómago, un hueco que la enloquecía.
Pero debía aguardar un tiempo, lo suficiente para que todos aquellos que la habían conocido hubiesen desaparecido. Solo entonces podría levantarse y devorar todo lo que quisiera, en secreto, sin ser más que un horror suspirado.
Así transcurrieron los largos años, hasta un día frío y opresivo como el granizo. El viento soplaba distinto y las hojas no murmuraban. El mundo entero se estremecía y esperaba, inquieto. Fue entonces cuando ella se agito en sueños, y fue consciente del hambre. Un grito frenético desgarró la mañana, un grito de muerte y de furia. Las aves escucharon y echaron a volar, aterradas. Todos los animales huían, atacados por un miedo desconocido.
Cuando el grito hubo cesado, abrió sus ojos velozmente, como una bestia salvaje. Inspeccionó el lugar, estaba tal cual lo había dejado, pero no le importó. Buscó en su cuerpo heridas, y no las encontró. Estaba sana, aunque debilitada. Ya pondría remedio a eso.
Ella-Laraña, de la estirpe de Ungoliant, había despertado, para azotar el mundo una vez mas.
Mablung estaba sentado frente a su escritorio. Ultimamente no tenía trabajo, así que leía todo el día. Habían pasado unos cuantos años desde la muerte del Rey, Aragorn II Elessar, y los trovadores aún encontraban sustento cantando historias de su linaje y de los Medianos. El no podía competir contra historiadores que cantaban, porque él no podía cantar ni para salvar su vida. Tampoco habían muchos interesados por la historia en aquella ciudad.
De no haber sido por el Rey, ahora estaría trabajando la tierra. Por fortuna, la biblioteca pudo conseguir una copia del Libro Rojo, junto con varios relatos de tradición élfica. Sí, fue extraordinariamente afortunada, pues fueron uno de los pocos libros escritos en Imladris que no se perdieron en un archivero de Minas Tirith. Estos textos le habían inspirado a estudiar la historia de la Tierra Media. Aunque a veces se arrepintiera de haber optado por una ciencia tan poco valorada, estaba agradecido por el conocimiento que poseía.
Mientras pensaba en estas cuestiones, una persona entró en su estudio. Lucía como un vagabundo, así que Mablung se puso a la defensiva.
–Hola– dijo el extraño con voz huraña –Necesito los servicios de un historiador y cartógrafo–
–Este es el lugar indicado– dijo Mablung receloso –¿Qué servicio requiere y cuánto me pagará por él?–
–El precio no es problema– replicó, y al instante arrojo un bolso repleto de monedas, más que suficiente por lo que sea que quisiese saber.
–¡No se qué información necesite, pero le aseguro que tendrá todo lo necesario!–exclamó Mablung, perdiendo la desconfianza de golpe.
–Bueno, necesito saber sobre la araña de Sauron– dijo sin inmutarse.
El historiador se quedó paralizado. Espero un momento antes de recobrar su aire intelectual. Luego, con calma, respondió:
–En realidad, su nombre es Ella-Laraña. Sobre su origen, poco se sabe, pero se dice que fue creada por Sauron. Los elfos, sin embargo, indican que es la hija de un ser llamado Ungoliant, una araña gigantesca que destruyó los Árboles de Valinor. Se sabe con seguridad, sin embargo, que habitó Ered Gorgoroth durante los Días Antiguos, y en un momento desconocido viajó a su morada actual en la Tierra Oscura. ¿Está familiarizado con los nombres?– preguntó Mablung.
–Sí lo estoy. Sé de la historia que narran los elfos y los hombres. Por favor, continúe–
El vagabundo estaba mostrando su verdadero rostro. Más allá de sus harapos, había un hombre culto en la materia. La pregunta era ahora por qué interrogaba a un historiador si tenía todo el saber conocido acerca de Ella-Laraña.
–Por el Libro Rojo, que escribieron los famosos Medianos, se sabe que guardaba un paso por las montañas. Ese fue el paso que tomaron para entrar en Mordor y destruir el Anillo. En su encuentro, se narra la valiente lucha de uno de dichos medianos con Ella-Laraña, del que salieron victoriosos, mientras que ella tuvo que retirarse con una herida espantosa en su cuerpo. Nada se supo de ella desde entonces– terminó Mablung
–Un excelente relato, tengo que felicitarlo– concedió el desconocido, –Ahora solo preciso una cosa más–
–Cualquier cosa que requiera, estoy a su servicio– dijo el experto.
–Necesito un mapa de la región, de Torech Ungol y donde libró la batalla Sam Gamyi, sí, he leído el Libro Rojo – añadió con una sonrisa, ante la cara de sorpresa de Mablung, –O al menos una pequeña parte, estaba muy echado a perder. Necesito un mapa que indique cómo llegar a dicha zona–
–Usted está loco, ir a Mordor es una locura, aún cuando el Señor Oscuro haya desaparecido. Los soldados del Rey montan guardia día y noche en los puentes de Osgiliath, es imposible llegar hacía allí– El historiador estaba ahora aterrado. ¿Quién era este extranjero? El bolso repleto le había hecho bajar la guardia. Si tan solo pasara un oficial o soldado por allí, podrían apresarlo e interrogarlo.
–Si no me equivoco, fue Boromir quien dijo esa frase, y ya ve que se equivocó– comentó el extraño, levantándose de su asiento y apoyando los brazos extendidos sobre el escritorio, –Ahora entrégueme el mapa y olvídese de mí. Ya le pagué más que suficiente por su silencio. Y si no fuera suficiente, me llevaré mi dinero y su lengua– amenazó, sacando un puñal brillante y afilado.
Mablung se puso pálido. Sudando, se acercó a un armario y sacó la copia pedida. Marcó con tinta las posiciones pedidas, y se la entregó al vagabundo, suplicando por su vida.
–Odiaría matar a un historiador, pero si tengo que hacerlo, lo haré.–aseguró, mientras clavaba el cuchillo en el escritorio.
Dicho esto, se levanto y se fue, no sin antes lanzar una mirada amenazadora en Mablung, que se quedó quieto un par de horas antes de correr en busca del guardia.
El extraño se deslizó por la noche de Osgiliath en dirección a Minas Morgul. Ya estaba entrenado para pasar sin ser visto por las personas. Era ladrón, pero no como sus congéneres, sediento de oro y joyas. El apenas si reparaba en el dinero. Lo que ganaba servía para perseguir sus propios fines, y los víveres podía hurtarlos. Ahora tenía todo lo necesario para concretar sus planes. Ya había eliminado dos cartógrafos que habían negado. Los cartógrafos, pensó, son poco inteligentes, así que decidió elegir alguno que supiera otro oficio. La estrategia había resultado, y el mapa reposaba en una vaina de cuero engrasado.
Su aspecto no había mejorado desde aquel día, pero no le importaba en absoluto. Jamás le había interesado la vestimenta, y quizá era mejor que fuese andrajoso, por la tarea que le tocaba realizar. Además de su ropa, traía un sedante fuerte, hecho especialmente para la ocasión.
Divisó los puentes de Osgiliath en construcción y se alejó al Norte, donde la vigilancia se aligeraba. Media hora más tarde, colocó todo su equipo en su mochila, y se lanzó al río. Nadando con velocidad, logró llegar a la otra orilla rápidamente. Encendió un fuego allí mismo, y se colocó de espaldas al Sur, para ocultar con su cuerpo cualquier luz que lo hubiera delatado. Una hora más tarde, apagó el fuego, escondió los restos de la fogata y prosiguió viaje.
Finalmente, llegó a Torech Ungol, el Antro de Ella-Laraña. Sabía lo que tenía que hacer. Tomó un enorme trozo de cerdo ahumado, le insertó el sedante en su interior, se introdujo unos metros en la caverna pestilente, colocó la carnada, y gritó. Cuando se hubo extinguido el eco, sonrió ligeramente. La bestia debía de haber oído el grito y estaría en camino, así que se escondió en una piedra cercana y observó. Unos minutos después, la gigantesca araña apareció, con hambre en sus ojos. El cerdo atrajo toda su atención al instante, y en tres segundos lo devoró. El somnífero causó efecto enseguida, aunque inapreciable para el ojo no entrenado. Levantándose de su escondite, se arrodilló frente a Ella-Laraña, y comenzó su discurso:
–Salve, descendiente de Ungoliant. Vengo a servirte y a darte consejo– saludó el hombre.
Obviamente, lo habría atacado enseguida si la droga suministrada no la hubiese apaciguado. Además, ahora lo veía como una mosca insignificante. Así que escuchó al vagabundo atentamente.
–Tengo una noticia de suma importancia para ti,–continuó el vagabundo,–relacionada con tu madre y el poder que podrías conseguir. Has de saber que Ungoliant la grande adquirió su poder consumiendo la luz de los Árboles de Valinor. Ahora la luz se encuentra solo en los Silmarils–
La cabeza de Ella-Laraña estaba dormida, así que escuchaba sin poder desviar su atención.
–Mucho se ha hablado de la Piedra del Arca, que se encuentra al Norte de esta región, cerca del alguna vez llamado Bosque Negro, donde moran tus hijas. La descripción de la Piedra del Arca no deja lugar a dudas: es uno de los Silmarils. Así que, si quieres ganar poder y fuerza, deberás comerte el Silmaril– terminó el extraño.
La bestia abrió sus ojos desmesuradamente. ¿Este ser insignificante le estaba diciendo que se tragara una joya para ser más poderosa? Era increíble, pero sedada como estaba, no dudó en aceptar la sugerencia. Había dado en la tecla. Y como hiciera con Gollum lo envolvió en un halo de oscuridad, vinculándolo a ella. –Lleeevvaammeee...– escuchó el vagabundo en su mente. No esperaba que le hablara, pero pensó que era mejor a adivinar las intenciones del arácnido.
Lo primero sería, entonces, llevarla a Ithilien y encontrar alimentos para ella. Luego, proseguirían su camino. De esta forma, hombre y bestia, abandonaron Torech Ungol.
Noticia Fatídica
Radagast despertó agitado. Los últimos días no había dormido bien, debido a la inusual actividad de sus protegidos. Las aves le traían noticias día y noche acerca de un animal monstruoso. Por supuesto, existía la posibilidad de que no fuera importante. En una ocasión, una bestia de los Sureños se extravió y logró llegar con vida hasta los lindes del Bosque Negro. Estos acontecimientos, aunque infrecuentes, lo perturbaban, y si pensaba en el hecho de que cada vez eran más los pájaros que viajaban al Norte, su inquietud era más grande.
Había una forma de resolver el dilema. Las águilas investigarían la fuente del problema sin huir aterradas. Llamó a un cuervo, y le pidió que trajera a Meneldor, pues lo necesitaba en una misión urgente. En cuanto despegó, sonrió ligeramente, porque estaba seguro que aceptaría sin dudarlo. Y no se equivocó: a las pocas horas, el Aguila se encontraba junto a él, mirando con altivez.
–Salve, veloz Meneldor, te he mandado llamar porque hay un asunto de extrema gravedad que debemos resolver por el bien de todos– anunció Radagast, sin pérdida de tiempo.
–¿Qué deseas que yo haga? A las Aguilas no les gusta ser molestadas, y tu, Radagast el Pardo, lo sabes mejor que nadie– respondió con tono arrogante, aunque su declaración escondía un gran interés.
–Mis aves abandonan el Sur aterrorizadas. Temo que algún mal se esté gestando. Necesito que investigues la fuente del problema. Aunque comprenderé si no deseas emprender el viaje– añadió astutamente el mago.
–¡Yo no huyo ante nada!–dijo furioso Meneldor, mientras sacudía las alas con vehemencia,–¿Acaso no fui yo quién rescató a uno de los Medianos que destruyeron al Señor Oscuro, a pesar del volcán? No pongas en duda mi valor. Yo mismo volaré hacia el Sur para buscar la causa, y no vendré como uno de tus gorriones, llorando por motivos inciertos–, y luego de este discurso, levantó vuelo.
–Volverá para la medianoche, o una hora antes– susurró con voz apagada, cuando el Aguila partió. Eso le daría tiempo para intentar descifrar los balbuceos de la bandada que acababa de llegar a su morada. Si bien apaciguarlos le demandó toda el día, no se arrepintió de haberlo hecho, porque había llegado su momento favorito del día. En el ocaso, las aves diurnas cantaban junto con las nocturnas por unos momentos, tal como los Arboles mezclaran sus luces, en Valinor, cuando era joven. Suspiró, recordando aquellos días, antes que lo enviaran a la Tierra Media.
Este momento eligió Meneldor para descender junto a un sorprendido Radagast.
–El título de veloz te queda corto en verdad–dijo asombrado.
–Radagast, los elogios pueden esperar. Lo que he visto me ha helado el corazón. Esto solo pudo ser el resultado de décadas de planificación, quizá poco después de la caída de Sauron. Porque una bestia, con forma de araña, está avanzando hacía aquí. La escolta un hombre, envuelto en harapos, y una niebla oscura rodea a ambos. Los motivos que pretenden, me son desconocidos– anunció gravemente Meneldor.
–Estas son en verdad noticias funestas. Con respecto a la araña, sé su nombre y su parentesco. Si un hombre la acompaña, no puede significar nada bueno. ¿Qué pretenden? Debemos meditar sobre esto ahora mismo– respondió Radagast.
–Hablaremos después. Ahora debemos montar guardia sobre ella. Llama a las Aguilas y ordena que vengan a ayudarnos. El tiempo es cruel, e iría yo mismo, pero prefiero seguir al monstruo, porque sus pasos son veloces– y dicho esto, Meneldor partió otra vez.
–Aquí es, mi señora, el Bosque Negro. Aquí está lo que buscamos–dijo el hombre andrajoso.
–Ssuuuubbeeee...–susurró en su mente Ella-Laraña.
Era la primera vez que alguien se subía sobre ella, pero no podía perder más tiempo. Estaban siendo seguidos de cerca, lo sabía muy bien, aunque su compañero de viaje no lo sospechara. Ese humano la intrigaba de verdad. Primero, porque sabía donde se encontraba y que estaba viva; segundo, porque ella no se lo había comido de inmediato, a pesar del hambre que tenía. No sabía porqué había aceptado de inmediato su ayuda, aunque ya no le importaba. Esta mosca le había dado mejores planes para su futuro. ¿Por qué quedarse en una montaña cenicienta, cuando el bosque ofrece mejores y apetitosos banquetes? Además, este bosque en particular ofrecería una jugosa recompensa.
El viaje a la región septentrional duro dos días, tan grande estaba luego de haberse alimentado. Cuando llegaron a un claro, supo que estaba en el lugar correcto. Aunque era de noche, divisó unas hebras plateadas que solo podían ser hechas por alguien de su estirpe. No necesitó anunciarse, porque a los pocos minutos unas cincuenta arañas se encontraban junto a ella, y en la lengua de esas bestias, les contó su plan.
Poco después, el claro quedó vacío, y todas las arañas del Bosque Negro partieron hacía el Este junto a Ella-Laraña.
La Defensa
Thrar, el Rey bajo la Montaña, acababa de oír la pésima noticia. Un Aguila había bajado del cielo anunciando guerra inminente, y no solo a él. Se aseguró que los hombres de Valle y de Esgaroth se enteraran. Ambos pueblos enviaban sus habitantes hacia la montaña.
Era evidente que querían que la batalla se celebrara en Erebor, no solo por la seguridad que tendrían allí, sino también porque no querían arruinar sus ciudades con un asedio. No los podía culpar, es lo que hubiera hecho él. Las relaciones de amistad, salvo con el Bosque Negro, se habían echado a perder, aunque seguían manteniéndose relaciones comerciales.
No le preocupaba en lo más mínimo que asediaran la montaña. Cerca de la cima, había hecho construir una catapulta. Maravilla de la ingeniería enana, era puesta a punto día y noche. Era tan poderosa, que la piedra debía ser lo suficientemente dura como para soportar el jalón inicial sin destrozarse. La joya de su Casa, la llamaba Thrar.
El trabajo que había asignado a los enanos era ahora el de proteger la Montaña Solitaria con cientos de barricadas y pozos que pudieran entorpecer la llegada de quien sea que quisiera atacarlos. El Rey bajo la Montaña estaba seguro de que el asedio sería corto, y nuevos lazos de amistad brotarían entre los pueblos. Esta batalla es lo mejor que le podría pasar a esta región, pensó Thrar.
–No hay nada que temer. No seremos derrotados, y con la ayuda de la catapulta y de los ejércitos que nos refuerzan, ganaremos aliados y riquezas– susurró el Rey bajo la Montaña.
Dos días más tarde, todas las Aguilas de las Montañas Nubladas viajaron a Erebor, trayendo a Radagast el Pardo y a unos cuantos beórnidas.
–Quizás no me conozcas. Soy Radagast el Pardo, un mago como Gandalf. Temo que haya llegado demasiado tarde– anunció Radagast con voz grave.
–De ningún modo, mago. Hemos estado preparando barreras para detener a los agresores, como bien puedes ver– anunció Thrar, orgulloso.
–¿No comprendes el riesgo que corres? Son arañas gigantes las que te atacan, no un puñado de trasgos. Escalarán fácilmente tus barricadas y la Montaña si es necesario–le espetó Radagast.
–¿Arañas gigantes?–dijo incrédulo el Rey.
–Es necesario acabar con la mayoría de ellas antes de que irrumpan en la fortaleza. Una vez que estén adentro, no tendrán oportunidad– añadió el Pardo con ímpetu.
–Deja eso a nosotros. Tengo métodos para aplastar tus arañas– respondió Thrar, sonriendo.
Toda la montaña estaba en silencio. Los arqueros de Valle y Esgaroth estaban apostados en las cientos de torres y las Aguilas sobrevolaban la cúspide. Todos estaban tensos y expectantes.
De repente, tal como todo el mundo la imaginaba en sus pesadillas, Ella-Laraña, el último azote del mundo, apareció, rodeada de varias docenas de sus hijas. La catapulta lanzó una piedra con violencia. La contienda había comenzado.
La piedra golpeó con fuerza una de las arañas menores, aplastándola de inmediato, y el temblor tiró a las que estaban cerca al suelo. Los arqueros arrojaban flechas a las arañas, pero no parecía causarles daño. La catapulta causaba estragos entre los arácnidos, pero no era suficiente.
Tal como Radagast había anunciado, las arañas escalaron las trincheras sin mayores complicaciones, y comenzaron el ascenso a la montaña. Ya no arrojaban piedras, sino que las rodaban cuesta abajo, arrasando a todas las alimañas que se cruzaban en su camino. Cuando ingresaron en la fortaleza, quedaban un cuarto de las arañas iniciales. Fue entonces cuando comenzó la matanza.
Las arañas arremetían con furia sobre los enanos, con sus colmillos venenosos derramando tóxicos por todas partes. Se trepaban a las paredes y los techos. Y siempre adelante iba Ella-Laraña, que recibía cientos de golpes sin flaquear.
Los enanos no se arredraban y seguían luchando con fiereza. Thrar les infundía ánimos como solo un Rey de los enanos puede hacerlo. Si no hubiese sido por Radagast, que contenía sus bríos y los instaba a replegarse cada vez más, habrían muerto todos en unos momentos. Al final, se retiraron al corazón de la montaña: la cripta de Thorin Escudo de Roble.
–¡Coloquen una barrera en la entrada!–gritó el mago con frenesí, y al momento decenas de enanos reforzaban la puerta de roble con lanzas y estatuas.
–¿Por qué siguen luchando? Ya todo está perdido– preguntó una voz desde las sombras.
Todos giraron la cabeza alarmados para descubrir a quien acababa de hablar.
–El vagabundo andrajoso–susurró Radagast.
–¿Esa es la forma de tratar a alguien de tu estirpe, Radagast el Pardo?–se burló el extraño, y sacando sus harapos, descubrió una túnica azul marino y la Piedra del Arca envuelta en un paño.
Era Alatar.
–¿Alatar? ¿Un mago como tú? ¿Por qué? ¿Pallando también está metido en esto?–preguntó.
–Pallando ha vuelto a los Salones de Espera, donde siempre le gustó estar. No era lo suficientemente sensato como para vislumbrar el poder que tenía a su alcance. Nadie, salvo yo y él, descubrió que la Piedra del Arca era el Silmaril que arrojara Maedhros a las entrañas de Arda, ¡Y en cuanto la bestia se lo devore, dominará toda la Tierra, y yo seré su lugarteniente!–gritó Alatar con locura.
En ese momento, la entrada se derrumbó, y Ella-Laraña entró sola en la cripta. No quería que una de sus hijas le arrebatara el poder. Alatar le arrojó la Piedra del Arca, y ella la comió en un instante. Durante cinco segundos, Radagast quedó petrificado. Luego, Ella-Laraña se empezó a sacudir y agitar en espasmos incontrolables, como si un fuego le estuviera consumiendo las entrañas.
–No puede ser, no, ¡Imposible!–gritó Alatar.
–¡Ahora, mis enanos, ahora o nunca!–exclamó Thrar, y todos se arrojaron contra la araña gigante. Como si el Silmaril la hubiese despojado de poder, las hachas silbaban y la desgarraban. Con último temblor, Ella-Laraña murió, y toda la montaña quedó en silencio, tal como había empezado todo. Una sombra de asco y miedo se deslizo por los pasillos de la ciudadela, y al instante languideció y se fue. Las hijas de Ella-Laraña perdieron la voluntad y la inteligencia, y las que pudieron escapar se retiraron a los bosques, donde menguaron hasta convertirse en las minúsculas arañas de hoy.
–Por supuesto, la protección de Varda, lo había olvidado por completo. Me temo que has sido el artífice de tu propia destrucción. Pagarás por la muerte de Pallando y los hombres y enanos que pelearon aquí– declaró Radagast, y pidió a los enanos que lo encadenaran.
Sin embargo, apresarlo no sería suficiente. Sólo había una forma de que no causara más daños.
–¿Estás seguro de que quieres hacer esto?– preguntó Elladan.
–Sabes que no podrás regresar– dijo Elrohir.
–Estoy seguro– contestó Radagast.
Se encontraban solos, junto a la barca que los elfos habían preparado, y que se mecía suavemente en el agua. El sol acababa de desaparecer bajo el horizonte, y Eärendil, la Estrella de la Tarde, iluminaba el camino. En pocas horas, las estrellas iluminarían el cielo nocturno de los Puertos Grises.
–Quizás intenten el viaje ustedes también. Este mundo se vuelve cada vez más frío y apagado– suspiró Radagast.
–Sí, pero igual que tú, nos demoramos en la Tierra Media, porque la amamos tanto que no queremos abandonarla– le recordó Elrohir.
–Y yo porque la amo tengo que dejarla. Alatar debe ser llevado antes de que produzcan más daños. Pero lamentaré siempre haber dejado estas costas ¿Quién protegerá a las aves ahora?– se lamentó el mago.
–Recuerda que existían antes de que llegaras, noble Radagast– contestó sonriendo Elladan.
Radagast sonrió a su vez. Si se habían valido por sí mismas antes, podrían hacerlo de nuevo. Se subió a la pequeña embarcación.
–No queda creación de Morgoth ni de Sauron, no quedan Istari, ni bestia legendaria. No queda nada que pueda vincularse al principio de los tiempos. Temo que todos nosotros seamos olvidados algún día– dijo el mago.
–Cuando los humanos nos hayan olvidado, partiremos– prometieron los gemelos.
Radagast desamarró su barca. Antes de zarpar, miró a ambos fijamente:
–¿Puedo hacer algo por ustedes?– preguntó.
–Puedes. Toma esta carta, por favor. Entrégasela a nuestro padre– pidió Elrohir.
Radagast el Pardo guardo la misiva en su túnica. Alzó las velas y se despidió de los hermanos. Un viento suave sopló del Este y, guiado por Eärendil, el último de los Istari en la Tierra Media navegó hacia las Tierras Imperecederas. Y aunque no hubiese cumplido con Yavanna, fue admitido en Valinor. Vivió desde entonces en los jardines de Lorien, añorando sus aves y la Tierra Media, la tierra que abandonó por amor.