El abatimiento de Gilglin

Mención especial del Jurado en el I Concurso de Relato Corto "La Tierra Media" de Elfenomeno.com
Hacía ya varias horas que Gilglin había desmontado de su caballo Herum para descansar. Habían comido y bebido y contemplaban estupefactos las estrellas que parecían caérseles encima desde el cielo abovedado. Esa noche la luna no había hecho su aparición, por lo que todo estaba tan oscuro que parecían estar flotando en el vacío. Se encontraban en una llanura al sureste de Eithel Sirion, y a poca distancia se discernía la oscuridad mucho más penetrante de un pequeño bosque. Gilglin la contempló durante unos instantes hasta que un sonido atronador irrumpió desde la mismísima tierra y resonó en las alturas como los rayos de una tormenta. Tres veces escuchó al cuerno y las tres veces se estremeció. Pero el elfo tenía un corazón valiente y gran coraje, y al ver que Herum no mostraba temor, sino más bien todo lo contrario, lo montó y cabalgó hacia el bosque a galope tendido. Antes de adentrarse vio un caballo plateado de una belleza y bravura majestuosa que iluminaba el camino por donde pasaba, y montado en él había alguien que sujetaba con una mano un enorme cuerno plateado y con la otra un arco de la altura de tres elfos.
      -¡Oromë! –gritó Gilglin. Y cabalgó tras él, pues deseaba de todo corazón conocer a quien guiase a los suyos desde Cuiviénen en el principio de los días. Pero el Valar cabalgaba más veloz, ya que su corcel tenía un gran poder que no podía ser igualado por ningún otro de la Tierra Media, ni siquiera por los criados en Mithrim.
      Atravesaron el bosque y las llanuras, subieron montañas y laderas, pero no le pudo alcanzar y le perdió de vista. Entonces el  cuerno Valaróma volvió a sonar, y así supo por dónde continuar. Así fue que llegó a un bosque de pinos poco espeso que bordeaba la ladera norte de un pequeño valle, al noroeste de Taur-Nu-Fuin. Su caballo Herum, como todas las criaturas no pervertidas por Morgoth, sentía gran alegría al saber que Oromë volvía a pisar estas tierras. Y fue este leal caballo quien, descendiendo por el bosque, llevó a Gilglin hasta el Manantial de Rivil. Bajó del caballo y contempló subido en un árbol las decenas de criaturas que se habían reunido en torno a la llamada de Oromë. Esperó así durante bastante tiempo, pues no consideraba apropiado entrometerse en los asuntos de un Valar sin más. Pero el respeto se volvió desconfianza pues, en las copas de los árboles cercanos al lago, percibió a criaturas que rara vez habían hecho caso a las llamadas de quienes habitaban en Valinor. Pensando que podrían ser espías de Morgoth, bajó de su escondite en el árbol. No se había dado cuenta, pero había permanecido sentado allí arriba varias horas y se había olvidado de Herum. Le llamó con un susurro, pero Herum no contestó. No quería volver atrás sin él sobre todo porque habían recorrido muchas leguas de distancia como para volver sólo y a pie.
      Mientras seguía llamándole de todas las maneras posibles que evitaran desvelar su presencia, una risa poderosa sonó detrás de él. De un salto se dio media vuelta y desenvainó su poderosa espada Glînel, de empuñadura de oro hilado y  con la hoja del más poderoso acero forjado por los herreros elfos de Fingolfin. Ahora un ciervo de tres metros de altura se alzaba sobre él con una sonrisa burlona. Tenía dos enormes cuernos que se elevaban y ramificaban en otros más pequeños, todos ellos de un color plateado y brillante a la luz de las estrellas: parecía como si en ellos se reflejasen las canciones de los Ainur y un halo de armonía envolviera sus notas en bellos colores cristalinos. Los ojos de la criatura eran negros opacos, pero llenos de sabiduría y sus fuertes seis patas sujetaban todo el peso de su tronco y cabeza. Su pelo era como la seda y se confundía con el paisaje, y todos los animales que se reunían en torno al Manantial de Rivil le mostraban un gran respeto.
      El ciervo dejó de reírse y se acercó al elfo, quien seguía aferrando a Glînel.
      -Puedes dejar la espada, valiente elfo. Aquí no tienes enemigos, a no ser que tu mismo te los crees –habló el animal -. ¿Eres acaso también un animal amigo de Oromë o ha sido tu corcel quien te ha traído hasta aquí como si él mismo guiase tu destino?
      -Tal vez mi destino camine junto a mi caballo Herum, pero no le corresponde a él estos poderes mayores. Mi nombre es Gilglin, hijo de Thôlthalion y en verdad he venido seducido por la majestuosidad de Oromë. Pero me he encontrado aquí con algo que todavía no comprendo. ¿Qué es esta reunión? ¿Y qué criatura eres tú?
      El ciervo se giró y miró a la multitud que observaba atentamente.
      -Sígueme hasta el Manantial.
      Anduvieron hasta una piedra del tamaño de tres hombres y le invitó a que se sentase allí. Entonces el ciervo comenzó a hablar.
      -Yo soy Maniaur, cuidador y líder de todos los seres de buen corazón que habitan y luchan en esta zona contra los ataques del Señor Oscuro. Has venido a lomos de tu caballo Herum, aunque no sabes que en realidad ha sido él quien te ha traído a la llamada de nuestro Señor.
      Todos los animales aguardaban en silencio, escuchando las palabras de la criatura. Ahora Gilglin entendió que éste era un amigo y no un enemigo, no como pensó en un principio. Maniaur continuó hablando:
      -Oromë nos ha convocado para que huyamos hacia el sur. No nos ha dicho nada más, y sus motivos tendrá para hacerlo, así que por la mañana seguiremos el curso del Sirion. Sospecho que Morgoth pretende una guerra en estas tierras.
      -Yo he visto por sobre las copas de estos árboles criaturas que no conocía. Los han debido de enviar desde Angband como espías. Me inquietó bastante y por eso me bajé de donde estaba escondido.
      Los ojos de Maniaur se iluminaron de furia y exclamó:
      -¡Frente a mis ojos se ocultan seres malditos y no he sido capaz de descubrirlos! Demasiado tiempo se ha dejado crecer el poder de Morgoth, y sin embargo él no ha cesado ni un instante en renovar sus artes oscuras. En verdad prepara algo terrible y no tenemos más tiempo que el necesario para huir. Mis poderes se ven eclipsados por una sombra mayor.
      Maniaur se giró hacia el resto de los animales y los contempló con ojos entristecidos. No todos servían para luchar en una batalla: había lechuzas, ardillas, zorros, y también criaturas de grandes colmillos y garras afiladas, pero estos eran los que más escaseaban. Bebió agua del manantial y se arrancó un pedazo de cuerno del tamaño del antebrazo de Gilglin. Se lo entregó y le dio consejo.
      - Gilglin, hijo de Thôlthalion. Este cuerno que te entrego no es un cuerno cualquiera. Esgrímelo como a tu espada Glînel y pocos enemigos se te podrán resistir. Fórjalo como metal, pues tiene ese don, y tendrás una espada que no se quebrará nunca. Pero ten cuidado: está ligado a mí, yo soy ante todo su auténtico dueño, a quién él mostrará lealtad hasta el final. Deberás avisar con presteza a los tuyos para que se preparen ante el mal que Morgoth tiene preparado. Monta a tu caballo y no te fíes de las sombras de esta noche, pues cualquiera de ellas puede ser un enemigo. Mira –levantó la cabeza hacia el cielo-, faltan pocas horas para que amanezca. Pero me temo que ni la luz del día es suficiente para evitar tantos peligros.
      - No me dan miedo la oscuridad ni los enemigos, aún menos con este preciado regalo cuya luz los enemigos confundirían con los mismísimos Silmarils de Fëanor. Partiré ahora mismo hacia mi destino y para salvar el de los míos. Adiós.
      Así se despidieron Gilglin y Maniaur en el Manantial de Rivil, rodeados de montañas y acechados por un oscuro bosque. Al partir, Gilglin alzó el cuerno brillante y todos los animales junto al lago entonaron una canción triste en un idioma desconocido.
     
      La mañana tardaba en llegar y el frío golpeaba en la cara del elfo.
      -Amigo Herum, gracias a ti tal vez tengamos tiempo de salvar a nuestra gente. ¡Cabalguemos deprisa, como tu sabes hacerlo!
      Cruzaron el bosque cuesta arriba y siguieron el afluente que llevaba hasta el Pantano de Serech. Pero antes de salir a la llanura de Ard-Galen, una bandada de pájaros y algo más tenebroso que volaba junto a ellos asustó a Herum. El caballo relinchó y se puso sobre las patas traseras, encabritado y fuera de control.
      -¡Herum!¡Guarda la compostura, sólo son aves! ¡Ten valor!
      Pero Gilglin sabía que había algo más, porque era un caballo de una raza poderosa y criado en las fértiles llanuras de Mithrim. Y fue así cómo cayeron en una emboscada a sólo pocos metros para salir de Taur-Nu-Fuin. A ambos lados se elevaban altos montes como gigantes oscuros que guardaban la salida. Entre ellos, el riachuelo manaba dulcemente, inocente de los hechos que se sucedían en el mundo. Fue así que, por ambos lados, apareció una hueste de orcos con antorchas que habían permanecido escondidos entre los recovecos de las piedras. Y viendo que eran mayores en número y que el tiempo apuraba, agarró a Herum por las crines, ya que no llevaba ni riendas ni monturas, y le mandó galopar. Pero Herum no pudo moverse porque le habían disparado varios dardos envenenados en las patas, y así comprendió que su caballo no se había asustado en ningún momento.
      Terminó desplomándose en el suelo y Gilglin saltó. Con los ojos bañados en lágrimas y el rostro transformado por la ira, desenvainó a Glînel y empuñó el cuerno de Maniaur cuando tenía ya a varios orcos encima. Al ver el brillo y el poder del cuerno muchos de ellos se alejaron atemorizados, pero otros tantos se lanzaron hacia el elfo. De una sola vez degolló a cinco con el cuerno y a uno con la espada, y así se dio cuenta del poder que tenía éste primero. Así hizo una y otra vez, sin fatiga y ciego por el dolor de haber perdido a su fiel compañero. Pero los orcos parecían salir de debajo de las piedras y cuando daba muerte a seis, aparecían siete. El combate duró horas y horas, y los orcos pensaban que era invencible, hasta que el cansancio hizo que Glînel se le cayera de las manos. En ese momento varios orcos se envalentonaron lanzándose sobre Gilglin, y acabaron abatiéndole. Pero no quisieron matarle en ese momento y prefirieron someterle a torturas hasta su muerte. Le amarraron con cuerdas y se lo llevaron a rastras cuesta arriba por el mismo camino que habían tomado el elfo y su corcel.
      La humedad del bosque y las hojas que le acariciaban la cara le hicieron volver en sí, pero prefirió esperar hasta reunir fuerzas para escapar. Pero al poco tiempo el sonido de una batalla a poca distancia de donde estaban ellos le perturbó. Le pareció recordar el lugar en donde estaban, a poca distancia del manantial. Tenía las manos y los pies atados y no había manera de soltarse. Gritos enfurecidos y olor a sangre. Cruzando unos arbustos asomaron al claro en el que estaba el manantial, pero donde en un tiempo hubiera paz y armonía, había ahora una batalla campal: los lobos atacaban a los zorros, cientos de orcos atacaban a pequeños animalillos que trepaban por ellos como pulgas, y feroces felinos arrancaban cabezas de un solo zarpazo. Pero al mando de todos, imponente, enfurecido y aterrador, se encontraba erguido sobre cuatro patas el ciervo Maniaur. Sus cuernos se convirtieron en un brillante faro inmaculado en el temporal de la batalla y sus ojos en fuego. Aplastaba a decenas de orcos, atravesaba a los lobos con sus astas y espantaba a otros tantos con su mirada. Fue  entonces cuando vio a Gilglin atado de pies y manos y mandó a varias ardillas para que le desatasen.
      Los animales iban ganando la batalla, pero del bosque apareció un jefe orco que había combatido en terribles combates. Nadie se le podía comparar en las técnicas de guerrillas y emboscadas. Se llamaba Brazkurkh y no tenía piernas, pero conservaba el brazo izquierdo. Montaba un gran licántropo de fauces asesinas, y los dos provocaron grandes bajas, consiguiendo herir incluso a Maniaur.
      Ahora bien, las ardillas liberaron al elfo y este se soltó; y, viendo que un orco llevaba consigo una bolsa de piel que brillaba intensamente, se la arrebató y le mató con el cuerno que guardaba en su interior. Pero mató muchos más y llegó a poner la batalla a favor de los enemigos de Morgoth.
      Viendo que Brazkurkh, el feroz capitán orco, no daba tregua a Maniaur, el elfo le atacó con gran ferocidad con el cuerno y le partió el cuerpo por la mitad, e hirió de muerte al licántropo. Un torrente de sangre negra le bañó el rostro y se le coló en los ojos, de manera que el escozor le hizo llevarse las manos a la cara. Por unos instantes perdió la visión de todo cuanto estaba pasando: sólo escuchaba sonidos de muerte y horror y de orcos acechándole por todas partes. Así que, a ciegas, intentó buscar el cuerno, pero en vez de éste, cogió la espada negra de Brazkurkh: forjada con hierro de las entrañas de la fortaleza de Angband, este arma maldita nubló hasta tal punto el corazón de Gilglin que le hizo tambalear su valor. Sus manos se le oscurecieron como quemadas por un fuego nocivo, así que arrojó la espada bruscamente, con tan mala suerte que en ese momento se encontraba en medio el ciervo Maniaur. La espada le atravesó la cabeza y cayó desplomado al suelo, manchando la hierba con la sangre de la esperanza. Un silencio inundó el lugar junto al manantial y acto seguido los orcos vociferaron toscos gritos de triunfo. Al darse cuenta de lo que había hecho, Gilglin se llevó las manos a la cara, aunque ya no tenía fuerzas para seguir luchando, pues la espada negra le había arrebatado todas las esperanzas y el coraje.
      Los animales dejaron de luchar y escaparon sin orden ni control, excepto alguna que otra fiera de gran arrojo que todavía vengaba el nombre de su dirigente. El elfo seguía de rodillas, totalmente abatido por su mala fortuna cuando distinguió a pocos metros de él, junto al cuerpo destrozado del jefe orco, el cuerno de Maniaur. Pero ahora estaba negro, al igual que los que llevaba en su cabeza aquella entrañable criatura. Recordó la advertencia que le había hecho el ciervo sobre su cuerno, por lo que no se atrevió a tocarlo, pues sabía que buscaría la venganza de quien dio muerte a su dueño.
      Todo era devastación alrededor. Los orcos con sus antorchas se apresuraban a quemar los cuerpos de las bestias abatidas y los que aún seguían vivos dejaron de luchar y terminaron por escapar. Uno de ellos miró a Gilglin sin resentimiento, pues parecían asumir con resignación todo cuanto estaba ocurriendo, algo que el elfo no conseguiría nunca..
      No sabía de dónde habían venido tantos servidores de Morgoth, pero supuso que los espías debieron de avisar a todos los que anduvieran por los alrededores. ¿O acaso tenían alguna guarida cerca? Gilglin sabía que no podría con todos ellos y además se encontraba muy débil, por lo que consiguieron apresarle fácilmente y llevársele hasta el lugar en donde habían matado a su caballo. Allí le colgaron de un árbol de tronco muy delgado, pero muy alto, y le sometieron a crueles tormentos, hasta que prendieron fuego a la madera. Frente a él, los orcos tiraron al suelo el cuerno de Maniaur, ahora oscuro y sediento de venganza.
      -Tal vez ahora pueda serte útil –le dijo mofándose uno de los orcos antes de que todos se marchasen, pues se estaba haciendo de día.
      Gilglin no pudo desligarse de sus ataduras a pesar de la furia que le provocaron estas palabras, así que el fuego consumió inexorablemente el tronco del árbol y éste se partió. Y con él cayó también el elfo, quien vio cómo se llevaba a cabo la venganza del cuerno de Maniaur, pues contempló cómo su filo le esperaba desde el suelo mientras él iba lentamente a su encuentro. Así que, antes de clavárselo, le otorgó el nombre de Cuerno del Desaliento.
      Y  fue de esta trágica forma, a pesar de tanto valor y empeño, como se perdió la única oportunidad de avisar sobre el ataque que Morgoth planeaba contra los Noldor y sus aliados, y que más tarde se conocería como la Batalla de la Llama Súbita.
      De estos hechos muy poco se habló y nada se cantó entonces, puesto que sólo lo presenciaron los animales del bosque; pero estos lo conservaron en la memoria, y los que más tarde pudieron comunicarse con ellos, llamaron a esta historia “El Abatimiento de Gilglin” o “El Cuerno de Maniaur”.