De amor y pérdida
Mención especial del Jurado en el I Concurso de Relato Corto "La Tierra Media" de Elfenomeno.com

Dedicado a Catalina, más allá de toda palabra y perdón.

Entre las historias de padecimiento y de calamidad que nos llegaron de la oscuridad de aquel entonces, hay desgraciadamente algunas que pasaron del resplandor cegador de la alegría a la más honda oscuridad de la muerte.
Así pues, fue Thingol quien gobernó a los elfos grises en aquella tierra agraciada llamada Doriath. Entre los sindar, había un elfo particularmente triste en aquellos días de guerra y desolación. En un viaje a Nargothrond su padre perdió la vida emboscado por una partida de orcos. Desde entonces Daeron no fue el mismo. Sus dotes artísticas e intelectuales ya eran por aquel entonces alabadas, pero como en algunas ocasiones, el dolor enfrentado a una muerte atroz hace que uno se obsesione con algo. Se concentró en el arte del canto, la escritura y las lenguas, y en no mucho tiempo se convirtió en uno de los mayores bardos de Arda. Su voz, se decía, hacía vibrar los corazones transformando la sangre en lágrimas o fuego, según su tono.
Hermoso entre los varones, y querido por muchos, Daeron se forjó la simpatía del rey Thingol así como su confianza. Ambos compartieron pensamientos, y un orgullo fraternal se apoderó de Thingol, que le regaló el emblema de su casa, que sólo portaban los miembros de su propia familia.
Allá por la Primera Edad, los habitantes de la Tierra Media se agitaban bajo la sombra del miedo y del odio del enemigo de los pueblos libres: Morgorth. Sólo las canciones de Daeron conseguían avivar las miradas abatidas y disipar los lánguidos suspiros al viento.

Ocurrió un día, que estando Daeron a las orillas del río Esgalduin algo cambió su vida. Bardo era, y bardo moriría, pero por encima de todas sus canciones y su arte poético, se volvió a encontrar con Lúthien, hija de Thingol y de Melian. Sólo la había visto una vez antes, ya que raro era encontrarla en Menegroth; espíritu libre como ella misma, prefería la libertad de los bosques y errar sola sin más compañía que las canciones que esparcía como semillas en la foresta. El recuerdo de aquel primer encuentro seguía vivo en su memoria. Una retentiva punzante que emanaba una sangre cálida que recorría cada recoveco de su ser:
Cantaba Daeron ante Thingol y algunos cortesanos, cuando hasta ellos se acercó Melian. Tras ella caminaba una figura pintada en los colores violáceos y blancos de los pensamientos. Su piel nívea como la espuma del mar contrastaba con sus cabellos azabaches como el vacío que se estaba formando en Daeron. Un vacío provocado por la repentina aparición de alguien que debiera haber estado antes allí. Ante el repentino e incómodo silencio – algo insólito en la labor de trovador – Lúthien le devolvió una mirada bañada en pupilas grises como las brumas del amanecer, acompañada de la sonrisa más radiante que su vida inmortal había contemplado jamás. Daeron continuó entonces cantando, con su voz conmovida ante la belleza y la súbita aparición de un sentimiento desconocido para él durante siglos: el amor. Tarde terminó de cantar con el fin de conservarla allí; tarde se dio cuenta que aquella había sido su mejor interpretación; tarde se percató que ella ya no estaba allí. Desde aquel día, Daeron puso en sus canciones y su danza todos los pensamientos de amor que había brotado aquel día.

Su mirada, bañada por los vapores del recuerdo y el ensueño volvió a posarse sobre la dama que se acercaba a él. Aranel la llamó en alto, que significa princesa. Le rodeaba el aromático romero que por aquel entonces lucía sus flores azules y que embriagaba la escena con su perfume embaucador. Desde el día que la conociera años atrás en Menegroth, nadie ni nada más había reinado en sus pensamientos. Daeron sintió como su pulso se aceleraba y cómo su respiración se entrecortaba como si acabase de escalar una montaña: Lúthien le estaba sonriendo. Tan fácil gesto bastaba para romper las tinieblas del mundo y hundir en lo más profundo del mar todo el dolor y la negrura de aquellos tiempos.
- Saludos Daeron LinnodLim, que la blancura de tu voz nos ilumine como lo hacen las estrellas.
Petrificado por sus propios pensamientos, Daeron fue incapaz de decirle nada en aquel momento y le respondió con un ramo de aquellas flores azules que le rodeaban. Ella arqueó sus hoyuelos otra vez y Daeron le habló:
- Me alegra verte Aranel… ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
La locuacidad de las mentes ingeniosas muchas veces se ve truncada ante la presencia de una singularidad. La concurrencia fortuita de varios eventos o de una persona que rompe todas las leyes de la lógica y de la razón con gestos cotidianos. El pensamiento encierra un laberinto de intrigas, y cuando la obsesión por alguien se convierte en veneración, la personalidad se encoge ante su presencia real. Así se sentía Daeron, el gran bardo. Disminuido al tamaño de una gota de lluvia sobre el gran mar.
Lúthien empezó a cantar una balada alegre mientras contemplaba las aguas del río. Daeron la observaba con la boca abierta, con los labios arqueados en una sonrisa bucólica. De repente, tan pronto como llegó, Lúthien volvió a sonreírle, y se marchó a saltos por el bosque. Él fue incapaz de seguirla, seguía bajo el embrujo de su visión.
Pese a ser ambos inmortales, para él, ella estaba más cerca de la divinidad. Aquella voz suave y a su vez profunda como la propia voz del río gravaba cada una de sus palabras en huecos ocultos y sagrados de su memoria. Él la veneraba. Y más allá de una figura sentimental, sensible y sensitiva... ella representaba el deseo.

Todos los días a partir de aquel último encuentro, Daeron vagaba por el bosque de Neldoreth buscando forzar un encuentro fortuito con Lúthien. El rey Thingol empezó a echarle en falta, así como tantos otros que disfrutaban de sus canciones y su lírica.
Como un cazador, mañanas y tardes merodeaba en busca de su presa. Daeron desarrolló entonces gran maña en esconderse en el bosque y espiar a Lúthien sin ser visto. Rara era la vez en que se encontraba ella, y sus conversaciones solían ser escasas. Ella le veía más como a un amigo de la familia, alguien de confianza, sin sospechar en lo más mínimo sus sentimientos. Y él… El no podía verla sin sentir un estremecimiento.
En una tarde calurosa de verano, ambos se sentaron sobre hierbas secas sin mediar palabra. Al poco, un par de pajarillos se posaron en una rama cercana. Lúthien comenzó a silbar. Una melodía continua, aguda y repetitiva. Al momento, una de las aves le miró moviendo la cabeza de lado a lado y batiendo en pequeños impulsos la cola, como si quisiera mostrar su alegría. Lúthien miró a Daeron con los ojos bien abiertos y una sonrisa pueril. De repente, ambos pájaros levantaron un vuelo rápido y se posaron en el suelo, justo en frente de la pareja. Lúthien se arrodilló, y comenzó a acercarse lentamente hasta ellos. Los animales hicieron lo propio hasta subirse en sus manos. Ella rió, y tras escuchar aquella risa, Daeron juró para sí mismo que nunca más amaría a otra persona. Aquella cálida y sincera risa se convirtió en el pacto que sellaría su vida.
Desde aquel día siempre le fue fiel en sentimientos. Su proteccionismo era el mismo que el de un sabueso tontorrón, cegado por la empatía hacia un dueño desconocido que le daba anónimamente de comer. Sin dilación, día tras día Daeron recorría los bosques en busca de aquella princesa élfica que le había robado más que el corazón, ya fuera para hablar con ella o el simple hecho de espiarla en la distancia y contemplarla.
Algunas veces la descubría corriendo y cantando por el bosque, y tras llamarla, corría en su busca como si quien caza humo. Otras veces, al doblar una colina, ella desaparecía de su vista y Daeron se frustraba. A lo lejos siempre le parecía oír, transportada por sombras del viento, aquella risa de cristal.

Y en una colina verde, en vísperas de primavera, Daeron divisó a Lúthien cantando a las flores animándolas a lucir su esplendor. De repente, un grito rompió la armonía del bosque: ¡Tinúviel! – que significa ruiseñor. Lúthien se detuvo, y Daeron se acercó sigilosamente con una mezcla de miedo y curiosidad. No permitiría que nadie le hiciera daño. Con la respiración entrecortada llegó hasta unos zarzales donde se escondió. Oculto pudo ver a un maltrecho humano que se acercaba a su querida princesa. Lentamente comenzó a desenfundar la daga que llevaba en el cinturón. Algo detuvo la mano de Daeron; la mirada de Lúthien, hija de Thingol y Melian, contenía unas palabras que jamás había visto. El mundo comenzó a derrumbarse en su interior.
Supo en aquel momento que la había perdido. El humano la tocó, y ella desapareció como huyen al viento los molinillos de muchas flores. Él cayó a tierra como desmayado y cuando Daeron comprobó que Lúthien se había marchado, se acercó hasta él. Sus vestimentas y mugre indicaban que había estado largo tiempo herrando, huyendo. Pensó que se trataría de un simple proscrito, un ladrón o quizás algo peor. Por un instante estuvo tentado a desenfundar otra vez su daga y acabar con él con la puñalada de los cobardes. Thingol le había hablado de los humanos, no sin jactancia, y la visión de aquel individuo no mejoró su opinión respecto a ellos. Pero algo en el recuerdo de la mirada de Lúthien le hizo avergonzarse de sí mismo: ella le amaba. Sobre ella había caído la maldición de la mortalidad.

Entre dientes de león y margaritas paseaban juntos, ajenos al mundo que les rodeaba. Daeron les espiaba, como llevaba haciendo desde el día en el que Lúthien tocó a aquel humano. Temía por ella, y esperaba en silencio a que él sólo fuese un capricho menor. Un día, la pareja corrió riendo hasta el río Nindeb, al oeste del bosque de Neldoreth. Chapotearon juntos salpicándose. El miedo y la curiosidad se habían transformado en algo muy distinto para Daeron. Envidia y odio estaban formando una sustancia pegajosa que impregnaba cada vez más su vida. Ya no podía verlos sin fruncir el ceño, sin suspirar con reproche con miedo y rechinar de dientes. Él amaba a Lúthien más allá de la cordura, y puesto que no podía estar con ella, deseaba que terminara la breve vida de aquel mortal. Entre oscuros pensamientos, llegó hasta sus ojos una imagen que sería el detonante de tanta rabia: Lúthien y aquel hombre, empapados hasta la última prenda, estaban abrazados besándose. Daeron comenzó a respirar frenéticamente como una bestia enfurecida. Corrió un par de pasos, pero se detuvo. Las lágrimas corrían en torrentes negros por sus mejillas. Con un gruñido se decidió y empezó a correr, pero no hacía aquella pareja, sino hacia Menegroth. Beren se giró entonces y le pareció ver a alguien merodeando. No era la primera vez. Entre tanta sinrazón, la cordura volvió a la mente ingeniosa de Daeron y supo cómo podría acabar con aquella relación de la forma más honorable.

Daeron contó su historia, y las piedras magistrales del palacio de Elu Thingol le escucharon, así como su dueño. La audiencia privada fue breve, y el rey creyó cada una de las palabras que su bardo le dijo. Él confiaba en Daeron; los siglos le habían hecho confiar. Daeron se sintió satisfecho, aunque no sin la duda de la traición. Una nube que intentaba apartar pensando que había hecho lo mejor.
Thingol montó en cólera ya que amaba a su hija por encima de cualquier otra cosa. El hecho de que aquel desconocido fuera un mortal no hacía sino incrementar el hastío del monarca, que tenía a los mortales en una estima menor a la de meros sirvientes. Thingol habló con Lúthien, pero ella se negó a revelarle nada. Daeron que estaba presente en aquella conversación, no le desveló que había sido él quien había alertado a su padre, por miedo a perder su confianza y estima. Pese a que el rey había prometido no dar muerte a aquel hombre, envió en secreto sirvientes a buscarle. Lúthien, cuyo sentido de la premonición era mayor que el de cualquier elfo, se adelantó, y llevó a su amado ante el trono de Thingol.
Lúthien desveló la identidad de aquel hombre, diciendo: Él es Beren hijo de Barahir, señor de los Hombres, poderoso enemigo de Morgoth; la historia de sus hazañas se canta aún entre los Elfos. Una chispa de arrogancia punzó el corazón de Daeron, que cerca del trono del rey, escuchaba con atención. El atardecer cerró aquel encuentro con el intercambio de palabras orgullosas por parte de Beren y del rey. Finalmente Thingol impuso su condición, Beren debería traerle uno de los Silmarils de la corona de Morgoth si así él quería poner su mano sobre la de su hija. Beren solemne creyó reconocer a uno de los elfos como la figura que había creído merodear en sus encuentros secretos con Lúthien. Daeron se ocultó en las sombras y rió ante la gesta imposible que tenía por delante: robar uno de los Silmarils de Morgorth, que a su vez éste hubiera robado mucho tiempo atrás. Aquello no era una prueba de valía, ni un intercambio de joyas. Aquello era una sentencia de muerte.

Habiendo pasado ya semanas desde que Beren partiera a cumplir su destino, una desazón negra como un foso se abrió camino en el corazón de Lúthien. Por boca de su madre se enteró que Beren estaba cautivo en las mazmorras de Sauron y que su esperanza era nula. Decidió pues la bella Lúthien escapar y ayudar a su amado. Pidió ayuda a Daeron, que según sus pensamientos, jamás le había traicionado. Le relató sus planes mientras él esperaba paciente. Daeron intentó convencerla de lo arriesgado del plan, de lo imposible que sería aquella empresa aún y todo llevando con ellos un regimiento de elfos. En las mazmorras de Sauron, en Tolin-Gaurhoth solo podía esperar la muerte. Comprendió Lúthien en aquel momento que había espinas clavadas en los sentimientos de Daeron que le impedirían cumplir con su fidelidad. El amor es como un río que tan pronto calma la sed como ahoga. No sin dudas ni remordimiento, Daeron reveló al rey los planes de su hija. Éste sintió miedo y encerró a su hija en una casa construida en el árbol más alto del reino de los bosques. Mas poco duró su confinamiento. El amor siempre encuentra una salida. Apelando a sus artes de hechicería, Lúthien escapó de la prisión del viejo árbol y se dispuso a cumplir sus planes.
Una pena sin nombre se adueñó de Daeron cuando se enteró de la huída de Lúthien. Pensó que todo había sido en vano. Todos aquellos años amando en silencio se perderían con la sentencia de la muerte. Cobardemente lloró a los pies del gran haya, sabiendo que ella se había encaminado hacia su propio fin.

Pasaron los días, y tristes noticias llegaron desde Nargothrond. Su rey Finrod Felagund había muerto. Se decía que había sido enterrado en Tolin-Gaurhoth y que aquel funesto lugar había recuperado su luz. Junto con aquellas nuevas, llegó también el rumor de que Lúthien y Beren seguían vivos. Un sentimiento agridulce coaguló en Daeron. Una infinita alegría porque su amada siguiera viva, y la cruel insatisfacción del mezquino porque Beren conservara la suya.
No muy lejos de allí, en el Bosque de Brethil situado en los confines de Doriath, Beren y Lúthien herraron felices de su mutua compañía. Tuvo que elegir entonces Beren hijo de Barahir, cumplir su misión y acercarse a la muerte que acompañaba a aquel que atesoraba los silmarils, joyas de maldición. Tal y como cuenta la Balada de Leithian, Beren cumplió su destino. Con la ayuda de Lúthien, arrancó de la corona de Morgoth uno de los Silmarils. Pero poco de esto sabía Daeron… El dolor que sentía en el pensamiento de que Lúthien había muerto, le dotó de un valor desesperado. Así, cuando todo el mundo buscaba a Lúthien en vano, Daeron partió de Menegroth con el corazón abatido. La pérdida era una palabra que martilleaba el aire. Él había amado a Lúthien y se había obsesionado con ella poniendo toda su voz y pensamientos en aquel amor imposible que le carcomía. Sus pasos le guiaron por caminos extraños y erró sobre las montañas bajando al este de la Tierra Media, donde por mucho tiempo lamentó junto a las aguas oscuras la suerte de Lúthien.
Lejos de Daeron, Beren cumplió su gesta en la que perdió su mano aún con el Silmaril dentro, recibiendo el nombre de Erchamion, que significa el Manco. Herido, Beren caminaba por el umbral de la sombra y la muerte. El amor de Lúthien y su canto de luz le devolvieron a la vida. Grandes fueron los hechos que sucedieron entonces y que consiguieron juntar finalmente a Lúthien y a Beren en los finos lazos de la mortalidad, juntando así la sangre de los dos linajes.
Como hombre y mujer, Beren y Lúthien viajaron hacia el este y vivieron en Tol Galen, más allá del río Gelion. Fue allí donde nació su hijo Dior Eluchíl, heredero de Thingol. Éste creció, así como la belleza que había heredado de su madre. Dior gustaba de pasear por el bosque, ya fuera para cazar o por el simple contacto con la espesura. Un día se encontró con alguien que merodeaba por aquellos parajes inhóspitos. Dior se asustó y se escondió, pero aquel elfo errante se detuvo allí donde se habían encontrado. El desconocido intentó hablar, pero los largos años de vagabundeo sin hablar con nadie le habían roto el habla. Dior se acercó conmovido le ofreció agua y comida. El individuo se lo agradeció, y finalmente Dior se marchó, sin embargo aquel elfo gris permaneció inamovible en aquel lugar. Les contó a sus padres lo sucedido y ellos le advirtieron que se mantuviese alerta. Quizás se tratase de un espía del enemigo. Pero Dior, intrépido y movido por el fuego de la juventud volvió unos días más tarde a aquel lugar donde se habían encontrado. Volvió a ofrecerle comida y a cambio, el desconocido le regaló la hebilla que sujetaba su capa, descolorida y desgarrada.
Dior marchó, pero la figura solitaria sé quedó allí, viendo marchar a aquel joven en el que había identificado la mirada gris de alguien a quien conoció en otro tiempo. Cuando Lúthien y Beren vieron el regalo de aquel desconocido, ambos se alarmaron. Conocían aquel emblema. Era el escudo de Thingol, que no lo ostentaban sino las personas más cercanas a él. Dior volvió a aquel pequeño claro del bosque, y encontró de nuevo a aquel elfo sucio y con las pinceladas en la cara de quien lo ha perdido todo.
- Sé quién eres. Mi madre me lo ha dicho.
El desconocido mudo hasta aquel momento, se sorprendió y pegó un grito de alegría. Sus sospechas se habían hecho realidad y lloró de alegría al saber que aquel muchacho compartía la sangre de Lúthien. Su amada. Él creía haberla perdido para siempre, pero lo único que había perdido era a él mismo. De improviso, huyó hasta las montañas, seguido por Dior. Él conocía mejor que el joven aquellas tierras, pero la alegría que sentía se transformó en locura. Llegó pues al pie de un acantilado donde no había salida.
Dior se acercó a él como quien se acerca a un animal asustadizo. El desconocido miró al vacío del acantilado y supo que ese era su destino. Una pareja de pajarillos trinaron pasando cerca de Daeron. Tendría que cumplirlo su final para devolver la confianza a aquel amor que perdió tiempo atrás traicionándolo. Dior gritó, pero fue demasiado tarde. Mientras el cuerpo se perdía en aquel abismo.

Semanas más tarde, Beren, Lúthien y Dior estaban en aquel acantilado. Lúthien lloraba. Se sentía culpable y se despidió de aquel que durante tanto tiempo había sido un desconocido:
- Adiós Daeron. Que tu voz bañe las costas de los mares del oeste con la misma luz con las que hacías florecer Doriath. Nunca te olvidaremos.
Lanzó al vació un ramo de flores azules de romero que se perdieron más allá del fondo. El viento trajo un susurro en forma de canción, que recordó a Lúthien la primera vez que había conocido a Daeron y su primera canción de amor.