Eldarion estaba tumbado al lado del Árbol Blanco con los ojos azules entornados para evitar que le molestase el ardiente sol del mediodía. Había pasado toda la mañana estudiando y practicando con las armas, por lo que estaba realmente agotado y sólo quería descansar.
De repente, sintió un golpe en la cabeza, oyó unas risas burlonas por encima de él y abrió los ojos de golpe. Tres jóvenes algo más mayores que él estaban mirándole, de pie a su lado, y tenían sonrisas mordaces en el rostro. El joven príncipe soltó un bufido de impaciencia y se incorporó sacudiendo su pelo negro.
-¿Qué queréis ahora? –preguntó.
-Sólo queríamos ver a nuestro futuro rey partiéndose la espalda de esfuerzo por sacar a su reino adelante –dijo el más grande de los tres irónicamente-. ¿Sabías que la pereza es la madre de todos los vicios?
-Dejadme en paz –dijo Eldarion. Hubiera podido quedarse un buen rato discutiendo con ellos, pero justo entonces vio que su padre acababa de llegar y, abriéndose paso entre los tres muchachos, corrió a recibirle.
-¡Padre! –exclamó-. ¿Dónde has estado?
-Aiya, Eldarion –dijo el rey Elessar con una sonrisa-. Siento no haber estado aquí esta mañana para daros vuestra lección con las armas, pero tuve que atender un asunto.
-Ataniel y yo estuvimos practicando solos con las espadas, pero nos preguntábamos dónde te habías metido.
-Quería hablar con ambos sobre ello, ¿dónde está tu hermana?
-¿Ataniel? Estaba en la biblioteca hace unos minutos, creo.
-Ve a buscarla e id a la sala del trono. Yo os esperaré allí –Elessar caminó hasta la puerta del palacio y, cuando estaba a punto de entrar, se giró hacia los tres jóvenes fornidos que estaban junto al Árbol Blanco-. Buenos días, caballeros.
-Salve, rey Elessar –dijeron los tres al unísono, haciendo una reverencia. Eldarion les miró, furioso de que fueran tan hipócritas, y les dirigió una mirada cuando su padre desapareció por la puerta.
-Esto no se ha terminado –dijo el más grande de los muchachos, agarrando a Eldarion de la ropa-. Te dije algo ayer y espero, por tu propio bien, que no habrás olvidado mis palabras.
-Las recuerdo perfectamente, Gesthor –dijo Eldarion-, y ya sabes mi respuesta. Antes prefiero morir que mentir y traicionar a mi propio padre.
-Tú lo has querido –dijo Gesthor, soltándole de golpe-. Recordarás esa elección dentro de poco… puedes estar seguro.
-¡Adiós! –gritó Eldarion, alejándose de allí con una expresión de furia. ¿Por qué no le dejaban en paz aquellos envidiosos? ¿Por qué el heredero al trono de Gondor tenía que rebajarse al nivel de unos impertinentes hijos de soldados? Mientras caminaba, suspiró y se respondió a la última pregunta: porque él era más débil físicamente. “No es justo”, pensó.
Llegó a la puerta de la biblioteca de Minas Tirith y, después de golpearla suavemente con los nudillos, la abrió lentamente. Allí estaba Ataniel, su hermana menor, echada sobre la alfombra leyendo un grueso libro de páginas amarillentas y a su lado, sentado con las piernas cruzadas, se hallaba Elboron, el hijo del Senescal y el mejor amigo de Eldarion, hojeando unas cuantas hojas que parecían mapas. Los dos adolescentes levantaron la vista y sonrieron cuando le vieron entrar.
-Hola, Eldarion –dijo Elboron levantando la mano en un gesto de saludo.
-¿Qué hay de nuevo? –preguntó Ataniel incorporándose-. Porque supongo que no has interrumpido tu sagrado descanso para honrarnos con tu presencia, ¿me equivoco?
-Muy graciosa –dijo Eldarion al tiempo que esbozaba una sonrisa-. Habría venido en cualquier momento para acompañaros, pero ahora tengo algo de prisa. Nuestro padre ha llegado y dice que quiere hablar con nosotros cuanto antes. No querrás hacerle esperar, ¿no es así?
-Por cierto que no –respondió la muchacha cerrando el pesado volumen en cuya tapa su hermano alcanzó a leer el título: Historia de Gondor. Se puso de pie y lo guardó en una estantería-. Vamos ya mismo y luego saldremos un rato a la calle. ¿Qué os parece?
-¿A la calle con este calor? –preguntó el hijo del Senescal con una sonrisa.
-No sé si es buena idea -corroboró Eldarion.
-Hombres… no pensáis en otra cosa que en vuestra propia comodidad –Ataniel sacudió la cabeza como con resignación-. Venga, animaos. Podríamos ir a Osgiliath, o subir a la Torre Blanca, o echar una carrera con los caballos, o…
-¡Para, para! –dijo Elboron, poniéndose de pie mientras reía-. Me estás abrumando con tantas ideas. Primero id a ver qué quiere vuestro padre y luego veremos qué hacemos, ¿vale?
-De acuerdo –dijo Ataniel-. Nos vemos dentro de quince minutos en el Árbol Blanco.
-Genial. Hermanita, ¿quieres adelantarte un momento? –sugirió Eldarion-. Padre está esperándonos en la sala del trono. Yo hablo un segundo con Elboron y te alcanzo enseguida.
Ataniel fue a la puerta y salió pero, antes de cerrarla del todo, miró a Elboron con una sonrisa que la hizo lucir todavía más hermosa de lo que ya era. La joven princesa tenía una larga melena oscura como la de su madre y los mismos ojos grises de su padre, y se decía que, bajo el sol que iluminaba el reino de Gondor, sólo la reina Arwen tenía una belleza mayor. Pero al mismo tiempo, Ataniel tenía rasgos severos y una fortaleza que la convertía en una luchadora hábil en el combate cuerpo a cuerpo. Pocas veces se había visto algo igual en una niña de trece años.
Cuando finalmente se fue, Eldarion miró a su amigo y su faz se volvió seria de repente. Elboron leyó en su mirada lo que quería decir y resopló:
-¿Te han molestado otra vez? Eldarion, no puedes darles lugar por más tiempo a esos ambiciosos. No me digas que han vuelto a insistirte en lo del anillo.
-Sí –dijo Eldarion con un suspiro-. Gesthor dice que me acordaré de él si no le robo a mi padre el anillo de Barahir y se lo entrego en mano antes de esta tarde. No sé para qué lo quiere, pero el caso es que tengo miedo, Elboron, aunque odie reconocerlo.
-Pues no dejes que ese miedo te domine, ¡recuérdalo! –dijo Elboron poniéndole una mano sobre el hombro-. ¿Qué podrían hacerte? Te prometo que nada, al menos mientras yo esté a tu lado.
-Temo que hagan algo más que pegarme o atacarme con sus espadas –confesó Eldarion. Al instante calló. No podía declararle a Elboron lo que Gesthor le había insinuado la tarde anterior, pues su amigo se pondría hecho una furia-. No quiero que hagas nada por mí, amigo mío, yo me he metido en esto y yo debo arreglarlo.
-No puedes salir de esto tú solo. Yo te ayudaré a enfrentarles mientras me queden fuerzas. ¿No eres tú mi mejor amigo, y mi futuro rey? Además, recuerda que esto también me concierne a mí. Nos odian a los dos… sólo porque tenemos un origen diferente.
-Lo sé –dijo Eldarion-. Elboron, no sé cómo podría aguantarles si tú no estuvieras a mi lado.
-Yo tampoco podría hacerlo sin ti –dijo Elboron sonriendo-. No nos dejemos caer, amigo. Somos más fuertes que ellos. Y no nos vencerán.
-No nos vencerán… palabra de Eldarion hijo de Elessar.
-No nos vencerán, palabra de Elboron, hijo de Faramir.
Eldarion, tras separarse de su amigo, se dirigió rápidamente a la estancia real, donde encontró que su padre y su hermana ya estaban esperándole.
-Al fin llegas –dijo Elessar sonriendo-. Te mando a buscar a tu hermana y por poco tengo que enviarla a ella a por ti.
-Me entretuve un poco –aclaró el chico sin más explicaciones-. ¿Qué era eso que tenías que decirnos, tan importante?
El rey se sentó en el trono y sus hijos se quedaron de pie frente a él, mirándole con un gesto interrogativo.
-Escuchad esto. Envié hace poco una carta a la Comarca –empezó diciendo-. Escribí a Samsagaz Gamyi enviándole saludos y –les miró fijamente- anunciándole que les haremos una visita.
Los ojos de Ataniel brillaron de felicidad al escuchar aquélla noticia, pero Eldarion miró a su padre con un gesto de evidente fastidio. Odiaba salir de su país, y tener que irse tan lejos, hasta la Comarca, le produjo un sentimiento de agobio tan grande que le dieron ganas de salir corriendo.
-Y… eso de “haremos” supongo que os incluye sólo a madre y a ti, ¿verdad? –preguntó sin mucha esperanza.
-Claro que no –negó rotundamente Elessar-. Iremos todos, y no quiero quejas al respecto, Eldarion.
-Pero padre –el joven príncipe trató de buscar argumentos para evitar aquel viaje-, tú mismo dictaste una ley que dice que ningún Hombre puede cruzar los lindes de la Comarca. No puedes quebrantar tu propia…
-Ya lo sé –dijo Elessar firmemente-. Y no iremos hasta la Comarca, como yo mismo establecí, pero llegaremos hasta el Puente, y Samsagaz y su familia irán hasta allí y nos encontraremos. Esta mañana fui a preparar el viaje. La visita es el ocho de abril, es decir, pasado mañana. Así que ya lo sabéis, y podéis iros preparando.
-¡Qué alegría, padre! –exclamó Ataniel, a quien, al contrario que a su hermano, le encantaba viajar-. Será maravilloso, estoy segura.
-Me reconforta tu buena actitud, hija –dijo Elessar-. Espero que después de este viaje, Eldarion, te parezcas un poco más a tu hermana.
-¡Ya! –bufó Eldarion-. Justo lo que me faltaba: comparaciones.
-De ninguna manera os estoy comparando –dijo el rey-. Pero ya tienes catorce primaveras. Eres demasiado mayor para seguir protestando como un niño por una tontería semejante, sobre todo teniendo en cuenta que algún día heredarás el trono, y tu hermana aún puede darte unas cuantas lecciones de humildad aunque sea menor que tú.
Eldarion comprendía que a su padre no le gustaría verle decaer por culpa de su orgullo, como muchos de sus antepasados. Así que decidió callarse de inmediato.
-Eso es lo que tenía que deciros –concluyó Elessar-. Podéis marcharos.
-Namárië, padre –dijo Ataniel-. Vamos, hermanito, Elboron debe estar esperándonos ya.
-De acuerdo –dijo Eldarion con un suspiro de resignación, comprendiendo que nada le evitaría aquel viaje. Pensó que, de todas formas, su padre tenía razón, así que decidió ocultar sus quejas bajo el manto del conformismo-. Lo siento, padre, por haber protestado tanto. Espero no haberte disgustado.
-Vete en calma, hijo –dijo Elessar con una leve sonrisa-. Ser un adolescente es más difícil que gobernar un reino, puedes estar seguro.
Elboron esperaba a sus amigos paseando alrededor del Árbol Blanco, sumido en sus pensamientos. Pensaba, sobre todo, en lo agradable que había sido aquel rato en compañía de Ataniel, y este recuerdo le hacía casi levitar por encima del suelo y cantar con voz de enamorado.
Pero de repente, una sombra de preocupación le nubló el rostro cuando sus ojos ensoñadores descubrieron que no estaba solo. Se acercaban rápidamente tres figuras corpulentas que el joven reconoció como Gesthor y sus amigos. Se mordió el labio inferior y se quedó quieto, esperándoles. Cuando llegaron a su altura, Gesthor sonrió con burla y dijo:
-Esperábamos encontrar aquí a nuestro Rey semi-elfo echándose una siesta al sol. Pero mira por dónde, ¡resulta que en lugar de eso nos encontramos con el Senescal Cabeza-De-Paja! En fin… supongo que serás capaz de darle un mensaje a tu amigo, ¿verdad?
Elboron no respondió.
-¿O es que te has quedado mudo? –rió Gesthor-. A lo mejor ese pelambre amarilla que tienes encima de la cabeza se te ha metido en la boca y se te ha atragantado.
Elboron apretó los dientes y no dijo nada, pero apoyó la mano derecha en la empuñadora de la espada que llevaba colgada al cinto.
-Las cabelleras doradas como la tuya quizá gusten en tu país, pero aquí… -continuaba Gesthor.
-Éste es mi país –dijo Elboron, incapaz de callar por más rato-. Mi padre es un Hombre de Gondor.
-Ya -dijo el otro mirándole con una sonrisa malvada-. ¿Y vas a negar que tu madre es una ramera de Rohan?
Los ojos de Elboron se llenaron de cólera y estuvo a punto de saltar encima de su oponente. Pero se detuvo en el mismo instante en que acababa de sacar la espada al oír la voz de Ataniel que le llamaba por su nombre. Se giró y la vio a ella y a Eldarion acercándose al lugar. Éste último se quedó quieto en cuanto vio a sus enemigos enfrentados con Elboron y agarró del hombro a su hermana para impedirle que siguiera caminando. Ella le miró extrañada.
-¿Qué sucede? –preguntó.
-Ataniel, vete de aquí –dijo Eldarion con voz firme. Miró el sol y se dio cuenta de que había llegado la hora de saldar cuentas con Gesthor-. Escóndete.
-¿Qué me esconda? ¿Es que te has vuelto loco?
-Hazme caso –dijo su el muchacho empujándola con dureza sin perder de vista a Gesthor, que miraba a Ataniel con ojos de serpiente-. Vete, ¡VETE!
Aturdida y desconcertada, pero dándose cuenta de que la insistencia de su hermano iba en serio, Ataniel retrocedió sobre sus pasos y se fue corriendo hacia la muralla del séptimo nivel. Eldarion se acercó a Gesthor y lamentó no llevar ningún arma a mano.
-Vaya, al fin llegó el semi-elfo –dijo Gesthor al tiempo que se reía burlonamente-. ¿Por qué has despedido a tu preciosa hermanita? Si no tienes ese anillo no te va a servir de nada protegerla.
-¿Para qué quieres el anillo de Barahir? –exclamó Eldarion con furia y desesperación-. ¡No lo necesitas para nada!
-Pero tu padre sí, ¿verdad?
Entonces Eldarion comprendió las intenciones de Gesthor y abrió unos ojos como platos. No quería para nada ese anillo… simplemente quería meterle en líos a él. Hacerle quedar como un ladrón, un traidor, la vergüenza de su linaje. Su cara se encendió de ira.
-No tengo el anillo –dijo con voz fuerte-, y no te lo traeré. Puedes matarme si quieres, cobarde.
-Sabes perfectamente que no necesito llegar al asesinato para enseñarte una lección.
Elboron intentó interponerse, pero los dos compañeros de Gesthor le sujetaron de los brazos, inmovilizándole mientras observaban divertidos cómo Eldarion caía bajo los golpes y patadas de su adversario. El hijo del senescal pataleaba y se sacudía como una fiera, pero no podía resistirse a la fuerza de los que le sujetaban. Su espada había caído al suelo. Gesthor la recogió y acercó la punta de la misma a la cara de Eldarion, que yacía derrotado en el suelo, boca arriba. Le hizo un corte en la mejilla y le puso el pie sobre el pecho diciendo:
-Aún tienes la oportunidad de recapacitar. ¿Traerás el anillo?
-¡No! –gritó el joven príncipe.
-Tú lo has querido. Cuéntaselo luego a tu hermanita.
Y después de darle una brutal patada en la nuca, le dejó allí desplomado y se volvió a mirar a Elboron, a quien los otros dos soltaron de inmediato. Con una sonrisa malvada, Gesthor le empujó haciéndole caer al suelo y ambos se enzarzaron en una pelea que Elboron habría ganado si no fuera porque su enemigo tenía la espada. Le hizo un corte profundo en el brazo que le hizo soltar un chillido de dolor al tiempo que el otro le sujetaba fuertemente del hombro, inmovilizándole de nuevo, y le decía al oído:
-Eres un cabeza-de-paja hijo de ramera, y lo sabes.
Dicho esto, le arrojó contra el suelo y salió corriendo en la dirección por la que se había marchado Ataniel, con sus dos amigos siguiéndole. Unos segundos después, Elboron y Eldarion se incorporaron con un esfuerzo, y éste último tenía lágrimas en los ojos.
-Ataniel –balbuceó-. Tengo que ayudarla.
-¿Qué pasa? –preguntó Elboron-. ¿Qué hay que aún no me has contado?
-Perdóname por no decírtelo, Elboron –dijo el joven-. Gesthor me dio a entender que, si yo me negaba a su exhortación, sería mi hermana quien pagaría las consecuencias. Temo… temo que vaya a deshonrarla. No te lo dije porque sé que la amas y que te encolerizarías cuando lo supieras, siendo capaz de cualquier locura.
Elboron se quedó boquiabierto de asombro y furia y, temblando un poco, se levantó y ayudó a su amigo a hacer lo mismo.
-Corre –le exigió-. ¡Corre!
Ataniel estaba apoyada de espaldas en la muralla viendo a Gesthor acercarse a ella peligrosamente, como un león a su presa. Estaba desarmada e indefensa, y un sudor frío la recorrió de arriba abajo. Los ojos inyectados en sangre que estaban clavados en ella revelaban perfectamente las intenciones de aquel rufián. Gimió.
Entonces aparecieron corriendo Elboron y Eldarion. Gesthor, al verles, aferró a Ataniel y le sujetó los brazos en la espalda. La joven pateleó y escupió soltando maldiciones, pero no conseguía desprenderse. De pronto se dio cuenta de que algo frío le rozaba el cuello: era el acero filado de una espada. Tragó salivo y dejó de moverse de inmediato. Aunque trató de impedirlo, una lágrima cayó por su mejilla sudorosa.
-Un paso más –dijo el muchacho-, y le rajo el cuello.
Los chicos se quedaron parados a dos pasos de él.
-Suéltala, Gesthor –exclamó Elboron, que tenía una mano en el hombro y sentía correr la sangre caliente por su mano-, o te las verás conmigo.
-Ah, sí –dijo el truhán irónicamente-. ¡Qué miedo! Un medio Rohirrim con un agujero en el brazo me está amenazando. Parece que no has tenido suficiente pelea.
-¡Déjales en paz! –dijo Eldarion-. Tu lucha es conmigo.
-Sí, efectivamente –dijo Gesthor como si meditara algo-. Buena idea.
Le lanzó al joven príncipe la espada de Elboron y sacó su propia espada de la vaina que llevaba colgada al cinto.
-Vamos a batirnos, semi-elfo –dijo con una voz cruel-. Si tú me vences, dejaré en paz a tu preciosa hermanita y no volveré a molestarte. Pero si yo gano… -no dijo nada más, simplemente soltó una carcajada.
Los dos se quedaron el uno frente al otro con las espadas en la mano y Eldarion miró su imagen en la hoja. Vio el miedo reflejado en sus ojos azules y luego levantó la mirada hacia Gesthor. Y finalmente, sus ojos se posaron en su hermana llorando e intentando liberarse de los otros dos, quienes la sujetaban ahora. Y aquella visión llenó su espíritu de algo que no había sentido hasta entonces: un deseo de sacrificarlo todo por aquellos a quien amaba. Oyó como distorsionada la voz de su oponente, que decía:
-Uno… dos…
Y justo entonces, Eldarion arrojó el arma a los pies de Gesthor y, ante el asombro de todos, se dejó caer de rodillas y dijo sollozando:
-No puedo pelear contigo. Por favor, te lo suplico, deja libre a Ataniel y haré cualquier cosa que me ordenes. Sólo déjala a ella.
Y entonces, en medio del silencio sepulcral que se hizo, Ataniel abrió la boca y dejó escapar un grito estremecedor, un grito que rompió la tranquilidad de la ciudad, un grito que llegó a escucharse desde el primero hasta el séptimo nivel de Minas Tirith. Fue lo último que Eldarion escuchó antes de caer inconsciente, eso y el sonido de las armas de los soldados que llegaron inmediatamente al lugar, y la voz de Elboron llamándole: “¡Eldarion, despierta!”
A la mañana siguiente se despertó en las Casas de Curación bajo los cuidados de Éowyn, la madre de Elboron (el cual también estaba allí), y pasó todo el día descansando, pensando en todo lo que había pasado la tarde anterior. Su madre fue a verle, pero no le hizo preguntas. Simplemente dijo que se alegraba de ver que estaba mejor.
A la noche llegó su padre y estuvo conversando con él de lo que había pasado, del castigo que recibiría Gesthor, pero sobre todo de aquella vergüenza que había sufrido al negarse a luchar contra él.
-Creo que decidí no decirle nada a nadie sobre su acoso porque quería probarme a mí mismo, demostrar que no soy un debilucho, que puedo aspirar al trono de Gondor. Todo me salió al revés y acabé vencido y humillado. He perdido mi honor. Fui un cobarde –suspiró Eldarion.
-Te equivocas, como de costumbre –replicó Elessar-. ¿No lo ves, hijo? Anoche ganaste una batalla. La victoria fue tuya.
El chico le miró asombrado y confundido.
-Pero si me rendí antes de pelear. No te entiendo.
-Fuiste vencedor, no sobre un hombre, pero sí sobre tu propio orgullo –afirmó el rey-. Estabas convencido de que perderías esa lucha y no te importó perder tu honor, lo que más estimabas, por salvar a Ataniel. Eres un valiente, Eldarion. Estoy orgulloso de ti.
Eldarion sonrió, pues se dio cuenta de que su padre decía la verdad, como siempre. Se sintió mucho mejor. Miró las relucientes estrellas a través de la ventana y, mientras sus pensamientos rodaban de un lado a otro, recordó el viaje que tenía que hacer al día siguiente. Curiosamente, aquel recuerdo no le molestó, al contrario. Miró a su padre y dijo:
-¿Sabes?, estoy deseando que llegue mañana y salir de esta tierra por un tiempo.