Los últimos días de los grandes bosques
Unas horas antes de romper el alba del primer día de primavera, Nergend, hijo de Hálor, oteaba el horizonte con la mirada perdida, de pie en una de las escasas colinas que asomaban sobre los otrora amplios bosques de Minhiriath.
De repente notó como el viento cambiaba de dirección bruscamente y comenzaba a soplar desde el oeste, desde el mar, y por un momento el olor a quemado, omnipresente en los últimos tiempos, pareció haberse esfumado. En el este, casi imperceptibles contra el cielo aún nocturno, oscuras columnas de humo se recortaban sobre las copas de los árboles y ocultaban las estrellas.
Volvió instintivamente la cabeza hacia la espesura donde, apenas visible desde allí, se encontraba el pequeño poblado en el que vivía junto con su mujer Lyftaet y sus tres hijos, que, pese a todo, crecían saludables y fuertes como las raíces de la tierra.
Las nieblas del tiempo habían borrado la época en que celebraban la llegada de la primavera con alegres fiestas durante toda la noche y ya ni tan siquiera era seguro encender una hoguera fuera de las casas. Habían sobrellevado la llegada de los hombres del mar, que con su voracidad y la muda complicidad del viejo Aguada Gris habían esquilmado la madera de los vetustos bosques para aplacar la sed de su insaciable maquinaria naval. No se habían arredrado ni alterado sus ancestrales costumbres cuando los de Númenor, ante las incursiones de los habitantes de otras aldeas, habían avanzado implacables hacia el norte, dejando sólo eriales tras de sí. Pero ahora, tras años sin cuento morando en las tierras entre el Brandivino y el Gwathló, desde que sus antepasados se establecieran allí procedentes del sur, la guerra que devastaba Eriador se había extendido de tal forma que se habían visto obligados a adoptar la difícil decisión de abandonar su hogar en busca de un incierto refugio.
Tan pronto como empezó a clarear, comenzó en la aldea un lento movimiento silencioso, como el despertar de un gran animal. Las mujeres y los niños, ayudados por algunos de los hombres, casi sin mediar palabra, reunían al escaso ganado y empacaban sus cosas sobre pequeños carros de mano. Así, poco a poco, las viviendas fueron quedando vacías.
- Nergend- llamó Leodfrum-. Debemos irnos. La gente ya está preparada.
Nergend asintió. La rabia y la congoja le oprimían el pecho y no pudo articular palabra.
Pasando junto a los viejos túmulos en los que sus descansaban sus difuntos, caminó hacia la que había sido la casa de sus ancestros desde muchas generaciones atrás, remozada y ampliada una y otra vez, donde había vivido los últimos años con su familia y con las de sus hermanos. Lyftaet, de pie junto al umbral, contemplaba también con gesto adusto aquellas paredes de madera raída que se disponía a abandonar, posiblemente para siempre.
La tomó con fuerza entre sus brazos y posó sus labios sobre su frente con delicadeza.
- Te prometo que nos encontraremos en Eryn Vorn - musitó-. Te lo prometo.
Ella sonrió débilmente y le miró con los ojos inundados de lágrimas que pugnaban por escapar.
Poco después de la alborada, casi todos los pobladores partieron con sus pertrechos hacia el oeste, al encuentro del mar, única salida desesperada. Llegarían hasta la costa y allí aguardarían. Entre tanto, Leodfrum, Nergend y sus dos hermanos, Hadung y Feogad, junto con Rándbeah y Behydig, tomaron el camino del sureste, hacia otro asentamiento que se encontraba a casi un día de camino de allí.
Leodfrum abría la marcha conduciéndolos por un serpeante sendero que corría desdibujado entre la fronda. Marchaban en silencio, apesadumbrados, y sólo el sordo golpear de sus pies sobre la hojarasca rompía la inusual quietud de la mañana. Sin más sonido que el sibilante y casi imperceptible susurro de unas alas cortando el aire, un gran cuervo dejó su rama en lo alto de un haya y planeó raudo como una negra estrella fugaz, cruzando por delante de los caminantes y desapareciendo de nuevo en la espesura. Se miraron inquietos antes de proseguir, y Nergend no pudo evitar sentir un escalofrío que le recorrió toda la espalda.
Casi al caer la noche vislumbraron al fin, en un claro algo más adelante, la cerca que rodeaba la veintena de casas hacia las que se dirigían. Un grupo numeroso de personas se acercó a recibirlos. Leodfrum saludó con gesto serio a Gebrosnod, que los condujo hasta una gran sala. En ella habían preparado una larga mesa y abundante comida les esperaba, aún humeante en grandes cuencos de barro. Como era costumbre, dejaron sus armas y escudos a las puertas del gran cobertizo de madera y tomaron asiento junto a media docena de hombres del lugar.
Durante un rato cenaron casi en silencio a la luz de la lumbre, charlando sólo lacónicamente con sus anfitriones sobre asuntos intrascendentes, hasta que Gebrosnod inquirió a Leodfrum:
-Entonces, ¿qué decisión habéis tomado?
-Creo que no hay alternativa posible, deberíamos partir hacia Vinyalondë sin demora -respondió Leodfrum, levantando la vista.
-¿Y una vez allí? ¿No os dais cuenta de que esa no es la solución? -le preguntó con vehemencia.
Hadung y Feogad se miraron con nerviosismo.
-Pediremos refugio a los hombres del mar -intervino Nergend-. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
-¿Los Númenóreanos? ¿Creéis que os escucharán? Llevan siglos diezmando nuestro bosque, destruyendo nuestros hogares y empujándonos hacia el Brandivino con crueldad. Sólo les interesan sus barcos y nuestra madera. No os escucharán. Os matarán antes de que podáis abrir la boca. Durante años hemos asaltado y quemado sus almacenes, pero no somos más que una mosca molesta en su lomo a la que aplastarán sin miramientos -negó con la cabeza, apretando los labios con rabia hasta que se tornaron en una fina línea entre su hirsuta barba-. No me rebajaré a implorarles ayuda. Jamás –siseó.
Durante un momento, las respiraciones agitadas de los presentes fueron lo único que podía oírse en la sala. Todos los comensales habían dejado de comer y aguardaban en tensión que alguien replicase.
-El fuego está ya a las puertas de vuestra aldea. Sauron la arrasará como ha hecho con tantas otras -comenzó a decir Leodfrum-. No podemos quedarnos en el bosque, y todo Eriador está sometido. Sólo los Altos Elfos resisten a duras penas al otro lado del Lhûn, pero los ejércitos de Sauron no tardarán en cruzarlo y acabarán con ellos como acabaron con los elfos de Eregion.
-Los Númenóreanos no han acudido siquiera a la llamada de Gil-Galad. Probablemente ya habrán abandonado Vinyalondë. ¡Dejarán que Eriador sea pasto de las llamas y permanecerán en su maldita isla! ¡Nunca les ha importado otra cosa de nuestras tierras que no sean nuestros árboles! Sólo podemos ponernos del lado vencedor y esperar clemencia. ¡Nosotros nos uniremos a Annatar!
Leodfrum se puso en pie mirando furibundamente a Gebrosnod, que también se incorporó con brusquedad arrojando la silla al suelo. Nergend trató de contener a su compañero aferrando con fuerza su muñeca, pero en aquel preciso instante la puerta de la estancia se abrió súbitamente con un fuerte golpe.
-¡Es una trampa! -trató de gritar Nergend, pero la voz salió como un graznido de su garganta, mientras se levantaba y una turba de hombres armados irrumpía como un vendaval.
Rechazó a uno de ellos con el hombro y en medio de la confusión consiguió abrirse camino a duras penas hasta el exterior, donde ya la noche había tendido su manto azabache sobre el mundo. Giró la cabeza, buscando con desesperación y vana esperanza sus armas, pero no estaban donde las habían dejado. Entonces, sin mirar atrás, echó a correr hacia la espesura, consciente de que varios hombres le seguían a escasa distancia. Pensó por un breve instante en sus hermanos y deseó que hubiesen podido huir, mas tuvo la terrible certeza de que no saldrían con vida de aquel banquete, y luego todo su esfuerzo se concentró en correr más y más rápido entre troncos y ramas que azotaban su cara.
No iba armado, pero sin duda sus perseguidores sí lo estaban, así que resolvió tratar de aprovecharse de aquello y dejarlos atrás. Durante largos minutos sin fin, creyó oír el tintineo metálico de espadas o armaduras a sus espaldas. Luego, sólo el tronar de su dificultosa respiración y los latidos de su corazón golpeándole con fuerza en los oídos. Cuando sintió que la vista se le nublaba y que no podría dar un paso más, se dejó caer al suelo, extenuado. Esperó, con los ojos fuertemente cerrados, que lo alcanzasen y acabasen con su vida allí mismo, pero no sucedió nada. Lentamente, abrió los ojos. Entre las hojas levemente mecidas por el viento asomaban algunas estrellas. Permaneció en silencio, escuchando, pero no pudo oír nada. Cuando recobró las fuerzas justas para ello, se irguió despacio. Con tremendo esfuerzo trepó por el tronco de un gran roble, tan alto como pudo, y se sentó a horcajadas sobre una gruesa rama, apoyando la espalda contra el inabarcable tronco. Allí permaneció, oculto e inmóvil, hasta que tuvo la seguridad de que había despistado a los hombres de Gebrosnod.
Se mantuvo despierto tanto tiempo como pudo, pero finalmente el sueño hizo presa en él y se quedó dormido escondido en medio del ramaje.
De improviso, se despertó sobresaltado. Tuvo que ahogar un grito que brotaba hacia su boca al percatarse de dónde se encontraba. Intranquilo, con el corazón saltando furioso en su pecho, miró en derredor. Al principio creyó no ver nada. Pero luego, entre las sombras que se extendían a sus pies, vio una figura confusa que se deslizaba en sobrenatural silencio, embozada en una capa de seda púrpura oscura como la sangre seca. Repentinamente, el manto se deslizó hacia atrás, dejando al descubierto el rostro de la aparición, como si hubiera sido empujado por una invisible ráfaga de viento, pese a que ni la más mínima brisa agitaba las hojas de los árboles. Nergend, estremecido y atenazado por un pánico irracional, tan sólo pudo vislumbrar, antes de desvanecerse, una enorme cicatriz que cruzaba el cuello de aquel hombre como un ancho y horrendo cordón.
Cuando volvió a despertarse, el sol ya se había alzado bastante sobre el horizonte y penetraba entre la maraña de hojas. Recordando de pronto lo ocurrido durante la noche, se apretó contra la rama sobre la que se encontraba, sintiendo la dura corteza contra el rostro y escudriñó subrepticiamente en todas direcciones.
Una vez que se hubo cerciorado de que no había nadie en los alrededores, venció su temor inicial y descendió furtivamente hasta el suelo. Agazapado, inquieto, siguió escrutando con recelo hasta que finalmente pudo sosegarse en cierta medida.
Se dio cuenta entonces de que no sabía en qué dirección había escapado de la aldea en la que habían sido emboscados. Debía regresar en dirección a su poblado y tratar de alcanzar a su gente. Se orientó y comenzó a caminar hacia el oeste, buscando cualquier señal que le resultase familiar y que le permitiera saber con exactitud dónde se encontraba. Pensó que, en cualquier caso, no podía hallarse a demasiada distancia, unas millas quizás, del asentamiento de Gebrosnod y sus hombres, así que avanzó con sigilo.
Después de un rato, se detuvo e hizo acopio de algunas raíces y frutos para calmar el hambre. Cuando se disponía a continuar, un ruido apenas perceptible le sobresaltó. Se ocultó tras el tronco de un gran árbol y contuvo la respiración. Parecían pasos. Y entonces, algo más lejanos, le llegaron también los ladridos contenidos de los perros. No le quedaba otra alternativa que escapar antes de que encontrasen su rastro y le dieran alcance.
Salió de su cobijo y echó a correr, trastabillando, en dirección contraria a los gañidos de los perros. Pero justo delante, tan sorprendido como él por un momento, un hombre le cortó el paso. Alzó una gran espada de hoja mellada y la hizo descender con fuerza sobre Nergend. Éste, con un gesto instintivo, se hizo a un lado, y el acero se clavó profundamente en el suelo. Nergend propinó una patada en la muñeca a su contendiente, desarmándolo, y continuó su desesperada carrera.
Fue consciente, mientras se alejaba, de cuándo su contrincante consiguió arrancar su arma de la tierra con un gruñido gutural y de cómo se aproximaba velozmente a grandes y ruidosos trancos entre un crujir de ramas y hojas.
De pronto, el suelo se abrió bajo sus pies y se precipitó en una profunda sima. Cayó, golpeándose contra las paredes del pozo tachonadas por las raíces del bosque, durante un tiempo que le pareció interminable. Finalmente, su cuerpo fue a dar contra un lecho blando de barro y plantas en putrefacción. Se quedó allí tendido, dolorido y magullado, mirando hacia la lejana luz que, muchos metros más arriba penetraba por la abertura que se lo había tragado.
Pronto se dio cuenta de que no podría ascender de nuevo por aquellas paredes resbaladizas, pero también reparó en que, desde donde se encontraba, un túnel estrecho se deslizaba sinuoso hacia las entrañas de la tierra. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, resolvió internarse en aquella fría negrura en busca de otra vía hacia la superficie.
La marcha se hizo pesarosa. Durante largo rato la galería serpenteó, estrechándose y abriéndose intermitentemente, en la más profunda de las tinieblas. Avanzaba con lentitud, palpando las húmedas paredes rocosas para encontrar asidero y afianzando cada paso que daba para no caer de nuevo.
Así continuó durante muchos días, alimentándose tan sólo de las escasas viandas que había podido recoger en el bosque, y que iba racionando mientras la esperanza se iba desvaneciendo. En algunos tramos, el apagado fulgor verdoso que emanaba fantasmalmente de algunas piedras le hacía más sencillo el camino. Recibió con alegría el callado murmullo de una corriente de agua, apenas un famélico arroyo, que le acompañó durante el resto de su deambular, proporcionándole consuelo para su sed.
Con el paso de las jornadas, y tras muchos intentos de descansar incómodamente acurrucado entre las rocas, el riachuelo fue aumentando su caudal y, poco a poco su rumor fue creciendo de intensidad, confundiéndose en la lejanía con un rítmico tronar que no fue capaz de identificar. Quiso la fortuna que cuando Nergend alcanzó al fin el extremo de aquella interminable gruta, la noche cerrada se cernía sobre el mundo. Así que sólo una ligera brisa salada le puso sobre aviso, casi más paladeada que sentida, de que su liberación se aproximaba.
Casi a rastras, se asomó hasta el pequeño hueco por el que el arroyo se precipitaba, desde varios metros de altura, sobre un mar agitado que sacudía los acantilados, mucho más abajo, con furia impertérrita. Tomó una gran bocanada de aire fresco, tumbado sobre el lecho rocoso y no pudo evitar dibujar una sonrisa cansada.
Al abrir los ojos de nuevo, vio que la luna, que había permanecido oculta tras un telón de densas nubes, había asomado su nívea faz. A su luz, cientos, quizás miles de naves tejían un manto estrellado sobre la mar, con las blancas velas refulgiendo sobre las olas hasta donde alcanzaba la vista. Bajo los velámenes, la luna arrancaba destellos de azogue a los millares de yelmos y armaduras de sus tripulantes, apostados sobre las cubiertas, en un espectáculo sobrecogedor que Nergend contemplaba aturdido. Y en las embarcaciones más cercanas pudo distinguir, también brillantes sobre los estandartes, las estrellas de plata de Elbereth, ondeando al viento.
Abandonado súbitamente por las escasas fuerzas que le habían mantenido en pie durante los últimos días, recostó la cabeza sobre las rocas suavemente lamidas por el agua y cerró los ojos, convencido de que, ante aquello, el ejército de Sauron sería barrido como una hoja seca zarandeada por la tormenta, preguntándose tan sólo si la tierra misma podría resistir la ferocidad de la conflagración que se avecinaba.