Temblando de miedo tuvo que partir esa fría mañana en su carreta hacia el este, al pueblo de Ettel, a entregar los cinco sacos de verduras que le correspondía como impuesto para mantener a los guardias del pueblo. Zarmo, como el simple campesino que era, no debía pagar en dinero, si no que en especies. El sistema de guardias lo habían implementado en el pueblo hace menos de un año, al existir temor y preocupación general por las continuas compañías de orcos que comenzaron a vagar por la región, y los robos y asesinatos que estaban cometiendo. Al principio, los vigías aseguraron que los orcos sólo se estaban desplazando lejos al oriente, cruzando las montañas, hacia alguna guerra remota a la que habían sido llamados. Pero muchos de ellos desertaron y se escondieron en las arboledas y en las montañas cercanas, formando pequeñas bandas que se dedicaban a asaltar caminos, sobre todo de noche. La no muy extensa región entre Landas de Etten y el Fontegrís ya no era segura, la osadía de los orcos iba en aumento y pronto se dedicaron a robar haciendas, e incluso a saquear pequeñas aldeas, asesinando a la gente y quemando y destruyendo todo lo que no podían llevar. Por este motivo en Ettel habían decidido crear guardias que velaran por la seguridad del pueblo y, claro está, debían ser mantenidos por sus habitantes. Zarmo no vivía en el pueblo, sus tierras estaban algunos kilómetros al oeste, pero era el pueblo más cercano a su hogar, por lo que estaba incluido en los cobros. Los guardias no hacían mucho por él, simplemente de vez en cuando patrullaban los caminos, pero la mayor parte del tiempo estaban en el pueblo. Cada tres meses Zarmo debía hacer su entrega, y aunque la cantidad era casi irrelevante para él, el camino hacia Ettel se había vuelto muy peligroso.
Regresando a su hogar luego de su última visita al pueblo había sido asaltado por cinco orcos, que al ver que no llevaba nada más de valor que su carreta y su caballo, lo golpearon hasta dejarlo inconsciente, dejándolo tirado en el camino hasta que despertó, varias horas después.
Todavía recordaba el dolor y el miedo que sintió aquella vez, tropezando y arrastrándose toda la noche hasta llegar al amanecer, sangrando y al borde de la muerte, a su hogar donde fue atendido por su esposa y sus dos hijos. Afortunadamente logró recuperarse en poco tiempo, y nuevamente estaba enfrentándose a otro peligroso viaje al pueblo ya que no podía permitirle a su esposa hacerlo, aunque ella insistiera.
Era temprano aún, y aclaraba muy lentamente. Zarmo había tomado un camino alternativo, que consistía en un atajo atravesando un pequeño y oscuro bosque. No tomaba ese camino usualmente ya que temía que fuera el refugio algunos orcos, pero esta vez consideró su situación y se decidió a correr el riesgo. Realmente no se sentía preparado para viajar por el camino nuevamente.
No debía de faltar mucho para atravesar el pequeño bosque, y Zarmo comenzó a tranquilizarse y a pensar que, tal vez, todo saldría bien ahora. Había temblado de miedo durante todo el trayecto, y no dejaba de mirar hacia los lados por cada pequeño ruido o movimiento de hojas, por lo que estaba muy tenso, asustado y con los nervios destrozados. De pronto, sintió un feo y desagradable grito a su espalda. Tres orcos corrían hacia él, armados con dagas y palos. El campesino se defendió fieramente y, usando su azadón como arma, dio muerte al orco que había gritado y que parecía ser el jefe, pero un golpe en la cabeza le hizo caer y pronto fue superado por los otros dos orcos que comenzaron a golpearlo con sus garrotes, mientras él intentaba defenderse. Le habrían dado muerte si no hubieran escuchado un fuerte y cercano galopar que los asustó, y pensando que era la guardia del pueblo salieron arrancando hacia la espesura. A duras penas logró Zarmo ponerse en pie buscando al jinete que le había salvado la vida, pero sólo vio a un viejo mendigo que venía ingresando al bosque en su caballo.
- Ven, déjame curarte esas heridas. – Dijo el anciano amistosamente. Zarmo, bastante sorprendido, dejó que lavaran y vendaran sus heridas y pronto, más reconfortado, se sorprendió a sí mismo contándole sus problemas al viejo, luego de presentarse y haber agradecido reiteradamente el haber sido salvado y curado.
- Yo soy Radagast, soy un mago. – Dijo el anciano luego de escuchar con paciencia a Zarmo.
- ¿Un mago? – Respondió el campesino con desconfianza. No se hablaba muy bien de los magos y brujos en las cercanías de Ettel. – No pareces ser peligroso, ni malvado – Continuó. Radagast se rió de buena gana al oír eso.
- Puedo llegar a ser peligroso, si me provocan., pero malo no soy. Vamos, iré contigo al pueblo y luego me acompañarás a las montañas, tengo una misión que cumplir ahí.
Zarmo decidió no contradecir al mago por el momento, esperaba sentirse más seguro y calmado en el pueblo para negarse, no quería dejar sola a su familia en momentos tan peligrosos como ese y no le llamaba mucho la atención mezclarse en asuntos de brujos, sean buenos o malos. Aceptó, eso sí, de buen grado la compañía de Radagast, ya que eso aumentaba las posibilidades de llegar a salvo a Ettel.
Un par de horas más tarde, cerca del mediodía, llegaron al pueblo donde fueron acogidos por el mismo alcalde, ya que últimamente no llegaban muchas provisiones ni viajeros por causa del terror que provocaban los orcos, que prácticamente se habían adueñado de los caminos. Mucho lamentaba el alcalde esta situación, pero lo único que podía hacer – decía – era asegurar la defensa del pueblo.
Luego de un no despreciable almuerzo con el alcalde y de un pequeño descanso, Radagast comentó a Zarmo la necesidad de partir pronto a las montañas, que estaban bastante cerca algo más al este.
- No puedo dejar a mi familia, estarán desprotegidos y se preocuparán si no llego al anochecer – dijo por fin el campesino, decidido.
- Estarán bien, te lo aseguro. Debes acompañarme, recuerda que te salvé la vida. No demoraremos más que unos días y te llevaré a salvo, si es posible, de vuelta a tu hogar.
El “si es posible” no le dio mucho consuelo a Zarmo, pero comprendió que no podía negarse a acompañar a un mago cuando éste se lo pedía, aunque pareciera bueno.
Partieron esa misma tarde en la carreta del campesino por un viejo camino que llevaba al este, hacia las montañas, que cada vez se hacía más accidentado. Por alguna razón últimamente el día oscurecía cada vez más temprano, y al anochecer llegaron a los lindes de un bosque que, según se alcanzaba a ver, ascendía un buen trecho por las montañas. No habían hablado mucho por el camino, pero al cabo de un rato Zarmo se dio cuenta de que no valía la pena seguir por ese camino.
- Bien, no podemos seguir con la carreta, al menos que exista algún camino mejor que éste que bordee el bosque y se interne en las montañas, cosa que dudo – dijo.
- Espérame un momento - Respondió el mago mirando fijamente hacia delante, como si estuviera buscando algo. Pronto se bajó y se perdió en la oscuridad, dejando a Zarmo solo, bastante asustado.
Al cabo de pocos minutos, Radagast regresó silenciosamente y se acercó al caballo del campesino. Le habló despacio en un extraño idioma que más parecía un antiguo y reposado canto, y luego lo tomó por las bridas y lo dirigió desviándose del camino hacia los árboles. Zarmo los seguía, caminando, y preocupado por su carreta que era arrastrada por un terreno pedregoso y accidentado. Al parecer el mago se dio cuenta de la preocupación del campesino – conozco un sendero no muy usado que se interna en el bosque, donde la carreta podrá andar sin problemas, al menos por un tiempo – le dijo.
Y era cierto. Pronto estuvieron nuevamente en la carreta, ya dentro del bosque, recorriendo un camino recto y oscuro, pero el caballo parecía guiarse bien y adelantaron un buen tramo antes de decidir detenerse a dormir. Acamparon refugiándose entre unas rocas y la carreta, y Radagast encendió un fuego pequeño, ya que el frío era bastante agudo en esa región. Comieron y bebieron, conversando muy poco, algo sobre la agitación de los últimos tiempos, y pronto se quedaron profundamente dormidos ya que estaban muy cansados, sobre todo Zarmo que había sido duramente golpeado ese día.
Despertó temprano, según era su costumbre, se levantó y miró a su alrededor. El amanecer era oscuro y frío, pero pudo observar que se encontraba a pocos pasos de un amplio claro de hierbas y rocas, donde vio al mago sentado junto a su caballo, cantando suavemente con algunos pájaros. Zarmo tuvo la impresión de que conversaban, pero desechó rápidamente la idea. Luego de comer algo rápido y recoger agua de un arroyo cercano continuaron su camino.
- Pronto será necesario continuar a pie. Hay un lugar que considero seguro donde podremos dejar la carreta y el caballo, un lugar no muy visible resguardado por algunas rocas – dijo Radagast al cabo de un par de horas.
- Dejo a mi familia sola, arriesgo mi vida, mi carreta y mi caballo. Es prácticamente todo lo que poseo, así que creo que es necesario saber, al menos, hacia dónde nos dirigimos – respondió el campesino, dispuesto por fin a sacarle más palabras al mago.
- Vamos a la montaña plateada, como la llaman en esta región, que ya está cerca. Debo juntarme con las águilas a escuchar algunas noticias y a llevarles un mensaje. Es todo lo que te puedo decir al respecto. Si pedí tu compañía es porque necesitaré tu ayuda en la montaña, y porque estos bosques son guaridas de las bandas de orcos más grandes y peligrosas, las que bajan frecuentemente a asaltar aldeas cercanas a Ettel. Es peligroso para un mago viajar solo entre tantos orcos, por eso decidí contar con el mejor y más valiente luchador que pude encontrar en esta región, y ése eres tú.
- Yo... no soy un luchador – dijo al fin Zarmo intentando asimilar todas las palabras del mago.
- Simplemente dije que eres el mejor de la región. Las aves me lo dijeron y en el pueblo lo comentan. Yo mismo te vi defenderte fieramente cuando los orcos se aprestaban a matarte, luego de que diste muerte a su jefe clavándole tu azadón en el pecho. Y sé que no es la primera sangre que derramas.
Zarmo pensaba e intentaba comprender. Era cierto que no fue la primera - ni segunda - sangre que derramaba, pero prefería no recordar ciertas cosas. También era cierto que en Ettel se vio envuelto en algunas peleas, siempre en defensa propia o por alguna buena causa, y que nunca perdió. Pero esto era muy distinto.
- ¿Tiene este viaje alguna relación con la guerra que comentan en el pueblo?
- Me temo que sí – El mago miró al campesino. No quería preocuparlo en exceso sobre los peligros que esperaba encontrar cuando tuvieran que dejar el camino del bosque, y menos aun sobre el terrible peligro en que estaba envuelta la Tierra Media y la importancia crítica de la misión a la que se dirigían. Vio temor en los ojos de Zarmo, pero también el deseo de comprender, al menos en parte, la situación a la que se enfrentaban.
- Debo convencer a las águilas de que partan inmediatamente al este, a la guerra. Su ayuda será muy importante, si llegamos a ganar. Ésa es la misión que debo llevar a cabo en la montaña plateada, como supondrás.
Lo único que suponía Zarmo en ese momento era que Radagast definitivamente debía ser de los magos buenos, y que al parecer habían más como él.
- En ese caso, mago, espero ayudarte en todo lo que pueda.
- Gracias.
- ¿Eres... eres un mago muy poderoso? – Se atrevió por fin a preguntar Zarmo.
El mago estaba dispuesto a responder, y lo hizo lentamente, como recordando, con la mirada perdida en el camino, y hablando como para sí mismo pero lo suficientemente alto para que escuche el hombre.
- Soy el viejo y simple Radagast, el irrelevante mago preocupado de sus propios asuntos y de sus absurdos animales.
El bosque era cada vez menos espeso y abundaban los claros. El amplio sendero por el que andaban terminó de pronto en una gran pared de piedra, el fin abrupto de una estribación de la montaña plateada.
Ocultaron la carreta lo mejor que pudieron en una abertura no muy amplia que había en una cara de la pared de piedra y la cubrieron con ramas. Radagast llevó al caballo bordeando la pared en dirección sur, hacia un sitio de grandes pinos y piedras, cerca de un arroyo que aparecía bajo las rocas. Pese a la insistencia de Zarmo, el mago dejaría ahí al caballo, sin ninguna atadura. Puso su mano en la cabeza del fiel animal y le habló despacio, cosa que ya no sorprendió al campesino, aunque seguía asustado y preocupado por la seguridad de su caballo, que quedaría expuesto a los orcos y a las fieras, o simplemente a perderse.
Bajo la atenta mirada del caballo, Radagast fue hacia uno de los pinos, el más cercano a la pared. Con la ayuda de Zarmo logró subir, y se encaramó hacia una rama muy alta pero bastante gruesa. Zarmo tomó su azadón, era su única arma, y subió también, hasta llegar cerca del mago, que dio un pequeño salto hacia la pared. Había un espacio de no más de un metro de ancho en la piedra, que avanzaba levemente un trecho y pronto se convertía en un inseguro sendero que subía hacia la montaña plateada. Abajo, no muy lejos, vieron entre los árboles humaredas, inequívoca señal de que estaban cerca de algún campamento orco. Caminaron largo rato, subiendo casi siempre y resbalando otras cuantas, y Zarmo tuvo que socorrer en varias ocasiones al mago que estuvo muchas veces a punto de caer.
Unas horas más tarde no quedaban rastros de sendero alguno, pero siguieron subiendo lentamente, y pronto llegaron a una pared de piedra, que en su parte más baja tenía poco menos de tres metros de altura.
- Bien, debes quedarte aquí, esperando – dijo Radagast, jadeando de cansancio - yo subiré un poco más, a la gran piedra de las águilas, donde me reuniré con ellas para hablarles. Debes esperar acá, intenta no ser visto por las águilas. Mejor aún, ni siquiera mires hacia arriba. Entre otras cosas, debo informar al rey de las águilas la muerte de su hermano a mano de los orcos, y ni el mago más sabio podría prever cómo van a reaccionar. Ahora necesito que me ayudes a subir sobre esta pared, no podré hacerlo solo.
No eran más de las 5 de la tarde y ya estaba bastante oscuro. En aquellas alturas Zarmo sentía mucho frío, junto con una buena dosis de miedo. En el horizonte, lejos hacia el oeste, todavía se veía algo de claridad con el resplandor rojizo de una lejana puesta de sol. El hombre tomó firmemente su azadón y se sentó en una roca, muy pegado a una fría pared de piedra negra que se elevaba algunos metros sobre él, y pronto comenzó a sentir la llegada de las grandes aves. Aún sin la advertencia del mago, nada le hubiera hecho mirar hacia arriba. El sonido de aquellas grandes y poderosas alas rompiendo el helado viento de la montaña le hacía estremecer, y lo único que pensaba en ese momento era evitar ser visto por las águilas. Sintió a algunas de ellas volar directamente sobre su cabeza, muy cerca de él, pero hasta que dejaron de llegar, un par de horas más tarde, seguía sano y salvo. Cansado, lo último que escuchó antes de caer profundamente dormido fue el agudo y poderoso grito de un águila a lo lejos, arriba. Seguramente el rey de las águilas se había enterado de la muerte de su hermano.
Le despertó un certero guijarro pequeño que cayó sobre su cabeza. Era Radagast, por supuesto, que pronto pudo bajar con la ayuda del campesino. El mago se veía muy cansado, pero satisfecho y dispuesto a seguir con el descenso. Estaba amaneciendo, pero seguía muy oscuro y pudieron ver algunas fogatas de campamentos orcos, bastante cerca para el gusto de ellos. Bajaron lo más rápido que la prudencia permitía en el peligroso sendero y se sintieron mejor cuando llegaron al pino grande desde donde lograron ver al caballo de Zarmo, pastando cerca del arroyo.
Por fin descansaron brevemente y comieron lo poco que les quedaba. Viajarían sin pausas hasta llegar a Ettel, ya que sin duda los orcos no desaprovecharían un día tan oscuro.
- Las águilas ya vuelan a la guerra, es hora de irnos. Rápido – dijo el mago mientras subían a la carreta.
- ¿Y de qué servirá todo eso?.
Radagast lo miró fijamente, sin duda preparándose para una corta y obvia (para él) respuesta. Zarmo lo advirtió, así que rápidamente reformuló su pregunta.
- Digo ¿para nosotros, de qué habrá servido todo esto?.
- ¿Para nosotros? – respondió el mago, reprimiendo una sonrisa – Que tú seguirás siendo un simple campesino... y yo un simple mago.