Las lágrimas de Anarwën
Mención especial del Jurado en el I Concurso de Relato Corto "La Tierra Media" de Elfenomeno.com

- ¿Qué te trae por aquí, Anarwën? Dudo que sean solamente ganas de visitarme.- Dijo el Anciano Éprimon, al ver entrar en su recinto a la joven princesa.
- Hay rumores sobre una profecía.- Dijo ella recibiendo como respuesta una rotunda negación.
- ¿Rumores infundados?- Preguntó con intriga.
- O estupideces simplemente, nunca se sabe.
- ¿quién querría inventar esas cosas? Deben tener algún fundamento.
- Nada, te lo aseguro. Además las profecías no son asuntos para los jóvenes, los ancianos estamos para pensar en ellas.
- Éprimon, sabés que no me importa si es asunto mío o no, quiero saber de qué se trata.
- No puedo decirte, no le dedico tiempo a las tonterías.
- ¿Y si no fueran tonterías?
- Lo son, te lo aseguro. Y, Anarwën, estoy ocupado.- Fue la tajante respuesta del hombre, que no daba lugar a réplicas. Sin embargo, la princesa indagó aún más:
- Nunca respondés a mis preguntas. Siempre tenés cosas que hacer.- Protestó.
- Lo lamento, no es culpa mía. Quizás algún día seas una Gran Anciana, entonces me vas a entender.
- No quiero ser Anciana, no me interesa reflexionar sobre todo y no dar explicaciones a nadie, ¿De qué sirve?
- De mucho, pero sos demasiado joven para comprender.
- Y cuando crezca voy a ser muy vieja, nadie me explica las cosas.
- Anarwën, sos una persona muy curiosa, eso es bueno, pero para satisfacer tu curiosidad debés valerte de tus propios medios. - Dejó la frase en el aire, haciendo eco en los rincones de la habitación en penumbras. Se amodorró en su manto y se recostó en el sillón, ya no quería responder mas preguntas.
- ¿Qué querés decir?
- Nada.
- Siempre querés decir algo, Uds. no hablan en vano.- Insistió la muchacha, pero
el venerable hombre no volvió a abrir la boca.
 Anarwën se retiró, enojada. Estaba harta de que al trataran de nena. Sola no llegaría a nada, fue a buscar a Lomber, su primo y amigo. Lo encontró a orillas del río, haciendo reflejos en el agua con su espada.
- Otra vez soy muy joven.- Dijo al llegar. Se sentó también y sacó a Epsilon, su propia arma, para poder acomodarse. La miró con atención.
- ¿Qué pasa? - Le preguntó su compañero, observando también el arma.
- Nada, no sé... - Respondió la joven.- Hace tiempo que la veo rara, algo tiene, puede ser que halla cambiado de color?
- Lo dudo. La mojaste mucho en el Anduin? El agua puede tener óxido.
      Ella respondió que no. La observó con más detenimiento. Era una pieza inigualable. De mithril, el material más resistente de la Tierra Media. Sólo una incrustación de diamantes claros en la empuñadura; por lo demás, totalmente plateada. El filo perfecto había rasgado muchas túnicas, hasta había quitado vidas. Había pertenecido a Nárendil, madre de Anarwën, la mujer más hermosa jamás vista, muerta hacía ya mucho tiempo en tierras lejanas. No tenía una sola ralladura, pero había algo raro, no era igual que antes.
Lomber volvió la vista al agua y preguntó:
- ¿Qué te dijo Éprimon?
- Nada, como siempre. Al final, me dijo que pensara... En que soy muy curiosa, pero debo valerme de mis propios medios, no molestarlo a él en sus importante meditaciones.- Explicó en un irónico reproche.
- Y la profecía?
- Dice que son estupideces, no le creo. Los ojos de Éprimon no saben engañar, le noté la preocupación cuando me vio entrar. Y no le gustó lo que le pregunté. Hay algo que no nos quiere decir, pero no entiendo por qué.
- Nunca se sabe, por ahí quiere que lo descubras sola...
- Tal vez. Siempre habla con enigmas y se refiere a algo totalmente distinto a lo que significan las palabras, te deja pensando horas sobre lo mismo.
- Y te ayuda...
- No, al contrario, empeora las cosas. Me termino volviendo loca de tanto pensar, y nunca llego a nada. Solamente después de que pasa todo me doy cuenta de lo que me había querido decir. No entiendo por qué habla así, me molesta.
- Lo sabios se creen que hablar fácil es de tarados, ellos, los importantes, hablan con enigmas... Les gusta dejarte pensando, te toman de estúpido.
 Se quedaron largo tiempo discutiendo el tema a la orilla del río y volvieron al palacio después del anochecer. El Rey de Gondor, Sornedil, esperaba desde temprano a su hija y la recibió en la puerta.
- ¿Porqué tan tarde, Anarwën?
- Nos quedamos en el río, papá. ¿Algún problema?
- No, hija, nada.- Sin embargo mantenía el ceño fruncido. Lomber saludó a su tío y se retiró, dejando a los dos solos.
- Hija... - Comenzó el hombre- Sabés que no me gusta que te quedes hasta estas horas con él. ¿Nair estaba ocupada?
- No.- Le respondió su hija- Pero quería estar con Lomber. ¿Pasa algo malo?
- No, simplemente... Ya es hora de la cena... andá a cambiarte que estás llena de barro.
 Anarwën se retiró, dejando solo al viejo Rey, mirando el cielo con ojos tristes y pensativos. Ultimamente estaba todo tan raro, pensó mientras entraba. No comprendía nada. Rumores en el sur sobre una nueva profecía, guardada en secreto por los Ancianos; Éprimon, más intrigante que nuca; su padre, preocupado sin razón por la compañía de Lomber. Algo extraño se olía en el aire, como esa extraña calma que precede a las tormentas, esa sensación de que todo va a estallar en cualquier momento, una tensión en la que el ambiente se podría cortar de tan espeso.
 Miró al oeste por la ventana de su habitación. No llegaba a ver el mar, a muchos kilómetros de distancia, pero al mirar en esa dirección le parecía oír el sonido de las olas. Un ave de gran tamaño cruzó la luna recién salida. Curiosamente pasó a escasos metros del palacio y Anarwën lo observó con detenimiento, sentía un gran interés por pájaros. Era un cóndor, pero no uno cualquiera, era uno de los Grandes Cóndores de las Montañas Nubladas, Señores de las aves. Se caracterizaban por su astucia y por la mirada inteligente de sus penetrantes ojos. Rara vez salían de sus guaridas en la cima de las montañas del norte. Cazaban en Gondor con bastante regularidad, pero aún así era extremadamente difícil verlos, pues lo hacían en la oscuridad de las noches de luna nueva. Por eso la princesa se extrañó de verlo surcar el aire nuevo de una noche tan clara. En esto pensaba, cuando un sonido hermoso la hizo volver a la realidad. Era un graznido, pero uno muy particular, como una música dulce y melancólica, pero a la vez inquietante. Era el grito de alerta de los Grandes Cóndores. Preocupó sobremanera a la joven muchacha, ya que no era común oírlo en tiempos de paz. No encontró más explicación al extraño comportamiento de las aves que la misma agitación que se sentía en el palacio. Esa sensación inquietante de que algo estaba por suceder, ese susurro de los arboles, ese rumor de los ríos, esa alerta que se percibía en el aire. Sólo compartió esta experiencia con Lomber, pues no quiso preocupar más a su padre.
 Durante la cena, Sornedil conversó en voz baja con Sáfiro, su consejero, y después se quedó meditando solo hasta la media noche.
 Amaneció frío y ventoso. Parecía otoño en pleno nénime. La princesa y su primo se levantaron tarde y se quedaron en el palacio para no preocupar al emperador. A la tarde, mientras entrenaban en el patio, Epsilon relució como nunca. Reflejaba el sol con fuerza, parecía esmerarse por brillar. La confusión ocupaba la mente de los dos muchachos y se equivocaron tanto que tuvieron que quedarse horas practicando rutinas aburridas y fáciles. A media tarde los acompañó Nair, la segunda hija del emperador, pero no de Nárendil sino de Náryelde, la nueva emperatriz.
- Hay algo en tu espada, Anar- Dijo- Estará cumpliendo su etapa? Te vas a tener que mandar a hacer otra.- Lo dijo con malicia, lo que ella más envidiaba de la muchacha era justamente Épsilon.
- No.- Le respondió su media hermana notando la mala intención.- Está bien, solamente brilla más. El mitrhil dura siglos.
 Era inútil seguir la discusión, Nair volvió a entrar y Lomber se quedó solo con Anarwën. Sentados en el pasto tierno de las colinas de Gondor, conscientes los dos de la presencia del otro, se sentían tan bien, tan cómodos. No dijeron una palabra en casi media hora, no era necesario; observando el sol ponerse a lo lejos, en el ondulado terreno del lugar más amado. Dos caballos pasaron al galope, uno era Norolim, un animal excelente que pertenecía a Lomber; de un negro impenetrable y el más rápido de la región, de la raza pura de Rohan. Era raro verlo sin la compañía de Gálaro, el corcel blanco de la princesa. Como era raro verla a ella sin su primo. Tenían una relación tan estrecha, una confianza tan ciega, cualquiera daría la vida por el otro sin pensarlo dos veces. Tenían además una especie de comunicación mental. A veces no era necesario hablar para saber lo que pensaban. Era un don extraño. En ocasiones se miraban a los ojos, una luz azul los cruzaba por un instante, y se habían dicho lo mismo que en horas de charla. Se separaban si era indispensable y nunca habían estado lejos más de un mes.
 Pertenecían a razas parcialmente diferentes. Por las venas de Anarwën corría la sangre de los grandes reyes de antaño. Lomber, en cambio, era hijo de Silmariën, tercera hija de Mirello, Rey de Rohan. Pero los dones de la realeza se hallaban, extrañamente, muy acentuados en él. Los músculos, bien utilizados durante toda su vida, habían adquirido una fuerza extraordinaria; el pelo, negro como la noche, contrastaba con los ojos grises y astutos. Poseía la entereza de un monarca y la sensibilidad de un poeta, una valentía osada y peligrosa, la experiencia de quien ha pasado por todo. Tenía también muchos rasgos típicos de los hombres de Gondor, alto, moreno, y una profundidad cautivadora en la mirada, muchas veces se preguntaba herencia de quién serían esos atributos. No había conocido a su padre, se decía que era un príncipe de Rohan, muerto en la Guerra. Pero como nadie estaba seguro, el tema era una especie de tabú.
 La princesa no tenía, sin embargo, nada que envidiarle. Era de linaje totalmente puro, pues todos sus ancestros habían sido grandes héroes. Lúthien Tinúviel parecía haber resucitado en ella. Tenía los mismos ojos azules, grandes y expresivos. La misma contextura, delgada, pero fuerte; las manos, blancas, ágiles, y los pies que apenas si tocaban el suelo cuando corría. Era astuta, valiente, pero no sin prudencia. Ambos, bien entrenados desde chicos en las artes de la guerra, jamás habían perdido la dignidad. Se sentían un amor extraño, profundo, físico y mental, pero no se atraían. Años atrás, Lomber había tenido una relación superficial con Lomber, la segunda princesa, pero duró poco, los celos habían consumido todo; era demasiado lo que Lomber sentía por Anarwën, y no podía dejar de demostrarlo.
 La princesa poseía además una extraña cualidad: nunca lloraba. Las lágrimas acudían a sus ojos, pero jamás las había derramado por nada ni nadie, ni siquiera por su madre, Nárendil, segunda hija de Mirello Rey y hermana de Silmariën. Su llanto, según había profetizado años atrás un adivino, sólo se completaría una vez, con la muerte de Náryelde, segunda esposa de su padre. Las lágrimas caerían en el rostro de la reina, para volverla a la vida. Esta especie de "poder resucitante", sólo se manifestaría en esa ocasión. Nadie estaba seguro de ésto, pero todos lo creían, incluso ella, aunque no estaba segura. Era un enigma sin resolver. Habían perdido horas de ocio discutiendo sobre él, pero no habían llegado nunca a nada.
 Allí, la princesa, observando las tierras que algún día serían suyas, se sintió inmensamente poderosa. Miró sus manos, allí había más poder del que imaginaba. Cerró los ojos, en ellos probablemente concentraba su mayor don, pero no terminaba de creerlo, apenas si empezaba. Al abrirlos nuevamente, se encontró con los de su primo, hermosos e inteligentes. Un trueno retumbó en las penumbras del atardecer, estremeciendo el cielo encapotado. Cuando lo siguió un relámpago dorado, una luz surcó los ojos de los dos. Se tiraron un poco hacia atrás, sintiendo una puntada en la cabeza. Con temor, volvieron a mirarse, lentamente. Había pasado otra vez. Ambos eran perfectamente conscientes de lo que pensaban. Habían hecho un acuerdo, sus pensamientos se habían encontrado, habían salido por sus ojos y penetrado en los del otro. Lomber sonrió y murmuró un "De acuerdo" débil e inseguro. Anarwën rió también, pero fuerte, con ganas, soltando todo el cariño al aire para que llegara a su primo. Efectivamente llegó, él lo sintió, algo tibio lo invadió, un amor renacido, una confianza, una ternura, no supo explicarse bien qué era, pero le gustó. Rieron los dos estridentemente, rieron de verdadera felicidad, de alegría de tenerse el uno al otro.
- Está pasando cada vez más seguido.- Dijo la princesa.
- Si, es divertido, - le respondió el muchacho- y cada vez me duele menos.
Se quedaron en silencio una vez más, intrigados, pero felices.
 El centinela los fue a llamar, estaba oscureciendo y el Rey les pedía que entraran. Se pararon y caminaron abrazados hasta el palacio.
 Sornedil estaba solo en su aposento, un recinto oval tapizado de azul. Más arrugas que de costumbre surcaban su rostro, comúnmente sereno. Sus ojos, que, como los del gran Anciano Éprimon, no sabían engañar, expresaban preocupación. La corona descansaba sobre la mesa y unos mechones grises le caían sobre las sienes arqueadas. Por la ventana, enmarcados en un cielo oscuro, poblado de nubes, vio llegar a su hija y su sobrino. Eran felices, pensó, ¿qué más podía pedir? No tenía nada de que preocuparse, todo estaba en orden, un monarca no debe prestar oídos a los rumores infundados. No. Su rostro se relajó un poco, le dolía la cabeza. Lomber era como un hijo para él. Lo quería igual que a las dos jóvenes princesas. Merecía su cariño, de eso estaba seguro, era absolutamente digno de él. Podría haber sido hijo suyo, lo recordaba muy bien. Silmariën, madre del joven, iba a casarse con él, hasta habían puesto fecha para la ceremonia. Pero él no estaba enamorado. Nárendil le había robado irreparablemente el corazón, ocultando todo el cariño que sentía por su hermana. Fue así que se casó con la segunda princesa en lugar de la tercera, naciendo a los varios meses Lomber, sin padre definido. Sornedil nunca se quitaría la culpa de haber traicionado a la mujer que lo amaba. Pese a que nadie lo acusaba ya, siempre estaría en deuda con la tercera princesa de Gondor. Por eso había adoptado al muchacho a los dos años, muerta la dama, víctima de una grave enfermedad. "Murió de tristeza" se decía a menudo, y sólo Nárendil había podido calmar su culpa; pero ahora que ella no estaba, Náryeldë jamás ocuparía su lugar. Al fin y al cabo, Lomber bien podría haber sido su hijo. ¿Y si lo era? Curiosamente, nunca lo había pensado. No recordaba bien las fechas pero, por lo que creía, podía serlo perfectamente. Recordaba sus encuentros prohibidos con Silmariën. ¿Y si el muchacho era el fruto de alguna de esas huidas? ¿Porqué no? Ignoraba si las fechas estaban anotadas con precisión en algún lado, pero lo averiguaría. La preocupación le subió al rostro nuevamente, aunque no pudo disimular (a sí mismo, pues se encontraba solo) una sonrisa.
 Se puso la corona y caminó pesadamente. Salió de la habitación, y se dirigió a los sótanos del palacio, donde se guardaban los documentos más antiguos del reino.
 La luna no se veía, tapada por las nubes, pero hacía rato que había salido y estaba bien alta. La lluvia no se decidía a caer y el suelo imploraba en vano. Lomber miró con cuidado el pasillo vacío y caminó, seguido por Anarwën, tratando de hacer el menor ruido posible. Llegaron al salón principal, se escurrieron por una pequeña puerta lateral en completo silencio. Una escalera, angosta y de piedra, llevaba a los sótanos. Bajaron, una puerta de madera oscura chirrió al abrirse. Se introdujeron en un recinto oscuro y sin ventanas. Las paredes se hallaban cubiertas de bibliotecas y estantes repletos de libros viejos y amarillos. Había lugares donde los papeles tomaban color ocre y daban la impresión de que se quebrarían al tocarlos. Lomber agarró uno con cuidado y lo sopló para quitarle el polvo. De alguna manera sabía que ese pergamino, y no otro de los cientos que había, era el que debía leer. Unos garabatos en Quenya muy antiguo se leían en el papel. Murmuró para sí mismo los primeros renglones y luego alzó la voz para que lo escuchara su prima, esforzándose por traducir a su lengua las complicadas frases. "Dúvatar de Rohan y las lágrimas de Anawën" era el título.
- "La princesa Anarwën de Gondor, la que nunca llora, descubre un poder extraordinario en sus lágrimas. El elixir de la vida, resucita a Náyelde para continuar su reinado. Pocas lunas después, es asesinada en su aposento por la dama magnífica. Sólo está en la princesa el poder de librarse de su destino. Ocurrirá antes de la mayoría de edad; existe una solución posible. Rumores oscuros sobre el único llanto dedicado (unas palabras ininteligibles)... Deben tentar al peligro. Con el peligro, la situación puede darse. Alguien, la alternativa. El amor, la alternativa. El adelantamiento, la alternativa. Sólo así la historia cambia, convicción, valor, entereza, amor."
 Los dos largaron una carcajada. Era lo más extraño que habían leído en su vida. Parecían palabras de Éprimon, pensaron. No los llevaba a ningún lado, ni siquiera creían en los vaticinios. Dúvatar.... recordaban haberlo oído antes, pero les daba igual. La princesa no sería asesinada por su madrastra, no la reviviría tampoco.
 Volvieron a sus habitaciones y se acostaron, pero tardaron en dormirse, aunque no habían creído una palabra de lo leído, los dos estaban intranquilos.
 La semana próxima Sornedil y su esposa salieron de viaje al Oeste, por negocios o algo similar, dijeron. La primera dama ingresó en el carruaje sin siquiera dirigir la mirada a su pueblo que la despedía; los últimos días prácticamente no había salido del palacio, por alguna razón se mostraba de un excesivo mal humor. El tiempo pasó rápido en Gondor y todo estaba tranquilo. Pronto se encontraron en mitad de una bondadosa tuilë que los abrigaba con la calidez del verano ya próximo.
 La víspera de la vuelta de los monarcas, el cielo estaba naranja a la puesta del sol. El horizonte lejano marcaba las montañas del norte y la princesa estaba sentada en la hierva fresca de la pradera, en la inevitable compañía de Lomber. Epsilon descansaba sobre una roca, el mithril relumbraba como nunca antes con un fulgor blanco a la luz del crepúsculo. Los dos la miraban con intriga, parecía estar esperando por algo, impaciente. Hacía tiempo que no tocaba la sangre de un insecto siquiera y los jóvenes lo atribuyeron a eso, aunque les sonara poco convincente. Desistieron por fin y trataron de alejar la espada de sus pensamientos.
- Podemos dividir el Reino es tres.- Dijo el muchacho de pronto, luego de un largo silencio, sobresaltando a su prima. Continuó sin esperar respuesta- A mí me gustaría el oeste.... más cerca del mar, Belfalas, los puertos....- No terminó de hablar porque al cruzar los ojos con los de la princesa, un punzante dolor en las sienes lo obligó a callar. Otra vez. El relámpago azulado, violáceo al mismo tiempo, o rojo. También amarillo, verde y blanco, todos los colores en un instante, todos juntos, aunque sin perder su pureza. Pero esta vez había sido diferente. Los había invadido un sentimiento de peligro, de oscuridad. Una penumbra negra y un terror, un extraño miedo, a todo y a nada. Lomber ahogó un grito, Anarwën no pudo, soltó al aire el sonido más aterrador, una aguda nota cargada de todos los horrores del mundo. Había visto a su madre en agonía, a su padre invadido de tristeza, a los animales huyendo de un peligro inigualable, el mar embravecido destruyendo los barcos de los elfos que viajaban al Oeste. En un segundo eterno había percibido el sentimiento más espantoso, el terror absoluto e irremediable a la muerte, a la caída de su Reino, de su mundo, de su vida y la de todos los hombres mortales.
 Lomber no pudo repetirse una sola imagen, solo sabía que había sido terrible. Se apretaron el uno contra el otro en una búsqueda desesperada de consuelo. La hierba les pareció fría y fangosa, el cielo se oscureció a sus ojos. Sólo en el otro encontraban el calor que tanto ansiaban. Se abrazaron, confundidos y aterrorizados. El joven muchacho se apretó en torno a su amada princesa, en un intento por salvarla del horror. Ella se tiró en sus brazos como una piedra, y el envión fue demasiado para él. Su espalda, fuerte pero indefensa, cayó de lleno sobre la punta helada de Épsilon, que descansaba expectante a su lado.
      Un grito desesperado desgarró el aire frío y oscuro hasta llegar a oídos de la Anarwën, que creyó no poder soportarlo. Las nubes taparon el cielo en un instante; el mar, a lo lejos, se despedazó en mil olas furiosas.
 Un torrente rojo manchó el sagrado suelo de las colinas, el césped se volvió negro y en el mundo entero sólo existieron el desconsuelo y la tristeza. Los corazones de todos los hombres mortales, los elfos y todas las criaturas sobre la Tierra Media se oprimieron en una angustia inmensa. Los árboles perdieron sus hojas en un polvo gris y muerto.
 La princesa, sin poder soportar el dolor, se arrodilló sobre el muchacho. Se sentía vacía e infinitamente triste. Él movió los ojos en un último esfuerzo, pero sólo logró pronunciar el nombre de su prima, y sus ojos perdieron irremediablemente el vigor y la fuerza. Sus músculos se relajaron, los dedos soltaron la delicada mano de la joven; y descansó por fin.
 Un magnífico carruaje llegaba en ese momento a pocos metros de allí. Los corceles rompieron sus ataduras y huyeron aterrorizados de algo que no comprendían, de algo ausente y abstracto. Sornedil, el Rey de Gondor, salió trabajosamente de entre las maderas y sedas del vehículo. Corrió hasta caer de rodillas al suelo muerto y con un hilo de vos murmuró:
- Mi hijo....- Pero nadie lo escuchó. El cochero había muerto atropellado por los caballos, y Náryeldë no lo acompañaba, ya nunca lo acompañaría. La corona cayó de su cabeza, rebotó en la tierra negra y fue a dar a los pies de Lomber, donde se posó suavemente.
 La túnica de Anarwën estaba manchada de su propia sangre, de la sangre de su hermano. Así la angustia y la desesperación la invadieron por completo. El peor sentimiento del mundo se apoderó de ella, la enloqueció. Quitó la cruel espada del cuerpo del príncipe y la acercó a su vientre. Tomó la empuñadura con fuerza....

....y la dejó caer. Porque la alternativa a su oscuro destino había cumplido su rol. Náryeldë no volvería de la muerte para asesinarla, se quedaría para siempre en su tierra natal y nunca volvería a pisar el suelo de Gondor. Porque la Alternativa estaba allí, en los ojos de la princesa. Una lágrima salada y cristalina brilló en la negra oscuridad y fue a dar al rostro del joven príncipe. Sólo una gota, la más poderosa de todas las aguas había surgido del interior de la legítima heredera de Gondor para salvar a su legítimo hermano. Los grises ojos del muchacho relucieron con una luz nueva de esperanza, de vida, y observaron a la hermosa princesa en una mirada de agradecimiento más valiosa que mil palabras. Sus dedos cobraron fuerza y apretaron los de Anarwën en una unión que ya nunca volvería a romperse.

 Los rostros de todos los seres sobre la tierra sonrieron, los ojos brillaron y la alegría salió de todos los corazones para inundar el aire de risas estridentes y felices. Las nubes oscuras se desvanecieron en el cielo, dejando a la vista el dorado sol del crepúsculo. Los árboles y las plantas reverdecieron como nunca y los animales saltaron de felicidad. Las oscuras manchas rojas del suelo y las ropas de los jóvenes simplemente desaparecieron. Le herida en el cuerpo del muchacho se cerró por completo dejando una suave marca en la piel. El príncipe se incorporó con dificultad y tomó la corona que se hallaba a sus pies. El Rey lo observó con orgullo cuando su mirada, poblada ahora de sabiduría, recorrió el metal sagrado. Las manos de la princesa se le unieron y, juntos, la posaron en su cabeza alta y digna. Al ponerse de pie notó que su estatura había aumentado y sus piernas eran más fuertes. Caminó lentamente, pero seguro de sí mismo, y tendió la mano a Sornedil, de rodillas a sus pies. El nuevo monarca, su padre y su hermana regresaron al palacio sin decir palabra, todos conscientes de los maravillosos sucesos que habían tenido lugar. No necesitaban hablar: cuando sus ojos se encontraban, un resplandor azul los cruzaba, ahora sin dolor, y así conocían el interior más oculto del otro.
 En aquél lugar, donde ahora se alza un árbol de hojas plateadas, sólo quedó de Epsilon un montículo de cenizas oscuras, pero acomodadas extrañamente. Formaron, hasta que el viento las llevó al mar, dos runas élficas: una E y una k muy adornadas, singularmente parecidas a la firma del enigmático Anciano Éprimon.