Doriath ha caído. Son las noticias que nos llegan desde oriente. Una de las últimas fortalezas en Beleriand, el Reino Guardado de los elfos grises, ha sucumbido. Ahora, el poder del Señor Oscuro se cierne sobre todas nuestras cabezas, y sólo queda una última esperanza: el rey elfo del reino escondido, lugar que nadie sabe dónde está ubicado y que nadie ha visto. Sólo mi señor y su hermano, dicen que, al parecer, en su juventud estuvieron allí; pero ellos han caído.
En esto se resume nuestro destino, en una débil y aparente salvación que no podemos ver, intangible, cerrada a nuestros ojos y a nuestras esperanzas.
Soy un proscrito venido de las frías tierras septentrionales, lugar donde en un tiempo prosperó un alto linaje de hombres, amigos de los elfos. En la Gran Batalla fui capitán de una hueste del Señor de esas tierras, mi Señor.
Ahora comando una banda de desterrados, guerreros valientes, sobrevivientes de la guerra, expropiados de sus hogares y apartados de sus hijos y mujeres. Hombres desmoralizados, hambrientos y macilentos, que sólo buscan dilatar su fin a manos del Enemigo Oscuro y Terrible.
- ¡Señor!- Una voz interrumpe mis pensamientos.
- ¿Qué pasa Arfin?
- Los exploradores han regresado. Una tropa de orcos merodea a orillas del río.
- ¡Malditos cerdos!. Alista los hombres, diles que preparen armas y pertrechos. Atacamos antes de que el sol se oculte.
- Como ordene- Se despide el hombre de talla alta y cabellos dorados antes de perderse en la penumbra de la caverna
Inmediatamente preparo mi armamento: una larga espada, Angren la llamo yo, y un escudo con el emblema de mi linaje. A la luz de la lumbre contemplo la espada y su fría hoja de hierro. Traigo a mi mente el recuerdo de épocas pasadas, mi entrenamiento cuando era apenas un niño, las primeras batallas rebanando cabezas de orcos, las incursiones a los bosques cubiertos de nieve en busca de jabalíes para la cena y . . . la Batalla Dolorosa. Una sombra cargada de tristeza, oscuridad, incertidumbre, pero sobre todo de miedo pasa por mi mente. Nuestro destino es incierto, así como el de toda la Tierra Media. El Mal del Norte avanza poco a poco, consumiendo, destruyendo todo lo que encuentra a su paso.
- Ya es hora- Me digo a mi mismo.
Abandono la caverna esperando encontrar a los hombres preparados y listos para la cacería. El cielo teñido de rojo se alza aciago sobre nuestras humanidades, mientras una brisa fría estremece mi alma. Mis pasos encaminados hacia el lugar donde se reúne la tropa son acompañados por el crujir de las ramas y el sonido característico de las hojas secas que tapizan el suelo – se aproxima el invierno-.
- Capitán, estamos listos.
- Entendido, Cantir. ¿Dónde vistes a los cerdos?- le pregunto al hombre de aguda mirada.
- En el río, a cinco leguas. Se lavaban allí y lo han manchado con su inmundicia. Llevan cautiva a una mujer.
- ¿Una mujer?- Lo último que dijo mi explorador me acababa de inquietar.
- Sí, capitán, ignoro de dónde habrá sido raptada y tampoco sé por qué razón no la habrán asesinado. Seguramente será su banquete esta noche.
- ¡Debemos apurarnos!
Observo a mis hombres ya prestos a la lucha. Llevan poco armadura, la mayoría usa yelmos de hierro y unos cuantos visten cotas de malla y llevan escudos de madera. Nuestro armamento va desde arcos pequeños, pasando por espadas cortas y ligeras, hasta algunas hachas de cortar leña y unos pocos mazos de acero. Es lo poco que hemos traído de la guerra y los botines que hemos capturado de los orcos. Aún se pasean por mi memoria los recuerdos gloriosos de antaño, cuando hacíamos parte del ejército de los Edain, vistiendo cotas de malla resplandecientes, yelmos de plata y oro que fulguraban en el campo de batalla, mientras éramos comandados por nuestro Señores que se alzaban como verdaderos reyes de hombres. – Hora de enfrentar la realidad-.
Mientras avanzamos furtivamente por el bosque de hayas, doy mediante gestos las indicaciones a Arfin de cómo agrupar los hombres para cuento estemos cerca de los enemigos. Será una auténtica emboscada. Este año ya llevamos cuatro incursiones, no sólo contra grupos de orcos sino también contra hombres orientales, aquellos que han causado oprobio y afrenta a nuestro linaje.
Ojalá este sea fulminante y exitoso, así como los otros, pues en los anteriores tan sólo perdimos seis hombres, cifra irrisoria al compararla con las docenas de enemigos abatidos.
Ya estamos a tiro de arco del grupo de orcos. Se encuentran en la orilla oriental. Medio centenar, si mis cuentas no me fallan. Al parecer, están recibiendo órdenes en su maldita lengua de su cabecilla, un orco de brazos largos y piernas un tanto pequeñas. Sin ninguna duda, una criatura aborrecible y repugnante, como todas las que sirven y son obra del Señor Oscuro.
Donde estamos apostados, el bosque termina en una leve inclinación para luego dar paso a la orilla occidental, cubierta totalmente de piedras blancas y lisas. Después de la playa pedregosa, el río de aguas diáfanas y cristalinas se precipita sosegadamente sobre su lecho no muy profundo. Los tupidos arbustos son nuestro escondite perfecto. En muy pco tiempo arribará la noche, y los orcos seguirán con su camino rumbo al norte.
No veo a la mujer que dice haber visto Cantir. Pero llegó la hora. La hora de atacar. Levanto mi mano izquierda. Es la señal para aquellos que portan arcos, disparen hacia el objetivo . . . .
Una lluvia de flechas sorprende a los desconcertados orcos, quienes empiezan a moverse para todas las direcciones, sin saber qué hacer.
Nuestro arqueros tienen buena puntería. Ha caído una docena de orcos, con sus gargantas, pechos y cabezas atravesadas por las flechas.
- ¡Ahora!
Mientras silban las flechas que pasan cerca de mi cuerpo, veinticuatro hombres salen de su escondite dispuestos a arrasar el grupo de orcos. Ellos reaccionan rápidamente, disparando algunas ballestas, pero inútiles s causa de nuestros escudos. Vienen a nuestro encuentro. La batalla se librará en las tranquilas aguas del Ginglith.
- ¡Por la casa de Hador!
Rebano una cabeza de un pequeño orco que me intercepta. Repentinamente, otra de esas malditas criaturas se trepa a mi espalda. Su inmundo y largo brazo velludo se aferra a mi cuello, mientras que con la otra mano sostiene una daga curva y trata de apuñalarme el pecho. - ¡Cerdo!-. Lo lanzo al agua sosteniendo su brazo estrangulador y levantándolo por sobre mi cabeza. Apenas se hunde, atravieso su pecho cubierto por una débil coraza de metal que no se resiste a Angren. Un color negro impregna el agua.
Miro a mi alrededor para contemplar a favor de quién se inclina la batalla. Varios cuerpos de orcos yacen ensobres las pedregosas orillas y otros flotan sobre el río.
En la penumbra del crepúsculo y sobre una piedra recostada en el piso del bosque que lame la orilla oriental, vislumbro al cabecilla, quien con su ballesta hace vomitar numerosos dardos que buscan desesperadamente un blanco. Me apuro por eliminarlo. A pocos metros de mí, una lanza de una esos abominables seres, yace enterrada. Rápidamente, la agarro con mi mano derecha y con fuerza, logro lanzarla hacia mi blanco. El orco emite un horrible grito de dolor, dejando ver su negra lengua viperina.
En las postrimerías de una batalla ya ganada, me vuelve a acechar la pregunta sobre el paradero de la mujer que vio Cantir.
- ¡Capitán!- Es la voz de Arfin que me llama apresuradamente- Debe ver esto-.
Mientras la mayoría del grupo amontona los cadáveres de los orcos en una fila, para luego reducirlos a cenizas, Arfin me lleva hacia el bosque de la orilla oriental. Allí, me guía unos pocos metros adentro, hasta un pequeño claro, donde al hierba ha sido quemada y sobre la que yacen tiradas un par de lanzas.
- Ahí capitán- Dice señalando con su dedo índice unos bultos junto a un árbol de gran envergadura. – Acérquese-.
Camino despacio, para luego observar una escena que me dejaría estupefacto. Los cadáveres de una mujer y tres niños, humanos, eran los bultos que antes creí ver.
- Los asesinaron al huir-.
La vista se me pone borrosa a causa de las lágrimas que empiezan a derramarse de mis ojos. Una rabia, o más bien, una inmensa y terrible cólera se apodera de mí, mezclada con una tristeza y una lástima que no alcanzo a describir, pues en esos seres inermes, que yacen degollados y con los ojos abiertos y grandes, me parece ver a aquellos que desde la guerra no veo, a mis seres queridos, a mis esposa y mis dos hijos . . .