1. Los Sureños
Jandwathe sabía que Alatar escondía algún secreto y estaba deseosa por descubrirlo.
Sin embargo, este secreto se mantenía seguro, pues al parecer solamente lo conocían el Sabio y el Capitán de Rangost en funciones. Sus espías habituales en la ciudad no podían acercarse más a la verdad. Y la Vampira no deseaba de ningún modo enfrentarse a Nakmaring para obtener esa verdad, aún cuando a veces sus orcos y los del dragón se mezclaban y se transmitían mensajes. Si Nakmaring no había dicho nunca nada hasta ahora sobre el Tesoro, no lo diría de buen grado.
Así pues, Jandwathe empezó a observar otras posibilidades.
En los últimos cuatro siglos, pequeños núcleos de población habitados por orientales que procedían del sur, principalmente de Kartaq, se habían extendido por los páramos meridionales del Barnae-qu, en la otra ribera del río Edelkel. Se encontraban a una distancia respetable, pero eran visibles desde las murallas por alguien con vista penetrante. Se trataba de familias de orientales que huían de la represión y del duro sistema de vida que imperaba en sus tierras natales. Estas aldeas constituían pequeños focos de vida que no parecían mantener más relaciones unos con otros que una indiferencia generalizada. Eran gente ruda que quería vivir en paz y aislada, cuidando de sus propios campos y sin ningún tipo de gobernante, salvo la de cabecillas de aldea. Éstos eran generalmente los jefes de las familias más importantes de cuantas configuraban cada localidad.
Varios Capitanes de Rangost habían enviado emisarios a esas tierras en la antigüedad, más para informarse del tipo de vida que llevaban esas gentes que no para establecer ningún tipo de relación con ellos, pues tampoco sus terrenos pertenecían a Rangost. Simplemente se quería saber si podían resultar peligrosos. Pero hacía ya generaciones que ningún ciudadano de Rangost había cruzado el Edelkel hacia el sur, porque se habían convencido que aquellos orientales no constituían ningún peligro real.
Jandwathe decidió usar a esos orientales para sus intenciones.
Una noche del mes de junio del año 2905, los habitantes de las pequeñas aldeas de los páramos observaron asustados como el cielo se llenaba de nubes negras que se movían rápidamente sin ningún viento que las empujara. Hordas de murciélagos gigantes se precipitaron sobre las pequeñas casas y los rudos campesinos que allí vivían huyeron despavoridos. Pronto se llenó la noche de gritos y lamentos, y cuando llegó el día, casi cuarenta personas habían muerto, y sus cadáveres sin sangre se agolpaban en las calles.
A partir de entonces, cada pocas noches, más y más murciélagos atacaban las aldeas, y la gente cogió un pánico visceral.
Jandwathe podía haber capturado y hechizado a aquellas gentes para sus propósitos, pero no lo hizo. Tenía otros planes, aunque no estaban ultimados. Era un espíritu poderoso y astuto, y no quería preparar ninguna estrategia antes de tiempo. Dejaría que el destino actuara y se volviera de su lado.
Pocas semanas después, los cabecillas de las aldeas se reunieron por primera vez después de todos los años que llevaban siendo vecinos, y acordaron entre todos enviar mensajeros a la Gran Ciudad del Norte para llevar una petición desesperada de alojamiento de algún tipo en sus tierras, lejos de los páramos desolados y desprotegidos. Cinco emisarios fueron entonces a Rangost. Cruzaron el Edelkel por el Puente del Sauce, llamado así por el gran sauce llorón que se mecía en la orilla septentrional. Luego siguieron el camino hacia el Barnae-qu, pasando cerca de Los Brezos, y entraron por la Puerta Sur. Dos guardias los acompañaron después hasta las murallas de la ciudad, donde otros guardias hicieron lo propio hasta la Capitanía.
El Capitán Gurunthar los recibió y escuchó sus peticiones.
Gurunthar era prudente en sus decisiones, y quiso consultar esos extraños ataques con Alatar. Éste interrogó a los emisarios al respecto, y en sus palabras no encontró mentira ni intenciones escondidas. Aunque no por eso dejaron de extrañarle también a él los ataques a las aldeas. Pero como ni la misma Jandwathe había previsto nada para un futuro inmediato, no supo encontrar ningún objetivo oculto de la Vampira y pensó simplemente que lo que ella quería era despoblar los páramos, por alguna misteriosa razón. De este modo, Gurunthar accedió a que los habitantes de las aldeas emigraran al norte, pero no quiso aún darles cobijo dentro del Barnae-qu pues quería estar totalmente seguro de sus intenciones. Así que les anunció:
Vuestras gentes podrán vivir al este de las Tierras de los Cazadores, en las praderas que se extienden al norte del Último Puente. Esas regiones no están bajo nuestro gobierno, por lo tanto no debéis ningún tributo a Rangost. Sin embargo, tampoco contaréis con la protección de los Cazadores, a no ser que volváis a ser atacados en vuestras nuevas tierras. Si así ocurriese, se estudiarían las medidas oportunas.
Los cinco mensajeros se despidieron y dijeron que llevarían su propuesta a sus gentes.
Pocas semanas después, pequeños grupos de caravanas, con hombres, mujeres y niños montados en poneys y algún caballo, y con bueyes tirando de carretas cruzaron el Edelkel por el Puente del Sauce y siguieron su cauce hacia el noreste, hasta encontrar el Último Puente. Allí giraron hacia el norte y se instalaron en los campos cerca del Bosque de Galsir. Nadie recordaba en Rangost el origen de ese nombre, pero según Alatar probablemente era un derivado del élfico antiguo Galadâ-etsiri, los Grandes Árboles de la Desembocadura.
Los Sureños, como fueron llamados en Rangost, vivieron al lado del Bosque de Galsir a partir de entonces, con bastante tranquilidad. Alatar, sin embargo, viajaba a menudo hacia los páramos de donde habían sido expulsados. No encontró nunca ningún signo de la vampira, y quedó desconcertado.
Sucedió entonces que en 2911 llegó un invierno tan duro como no se recordaba en casi dos siglos. El hielo descendió hasta pocas millas al norte de Rangost, y la nieve arremetió con fuerza. El viento aullaba y gemía sin parar, y así siguió durante muchos largos meses, y la temperatura bajaba varios grados bajo cero durante todo el día y todos los días, y así por tiempo indefinido.
La Ruta Comercial sufrió importantes pérdidas, aunque pudo mantenerse a base de limpiar los caminos de nieve. Sin embargo, tanto Esgaroth como las Colinas de Hierro quedaron totalmente helados, y esto dificultó mucho la marcha de los carros.
Un día especialmente gélido del mes de enero, un campesino montado en un robusto poney llegó tiritando a las puertas orientales del Barnae-qu. Dijo que se llamaba Quolhad y pidió ser llevado a la Capitanía.
Cuando estuvo delante de Gurunthar, Quolhad le dijo:
Señor, vengo en nombre de todos los pueblos que habitamos en las tierras al otro lado del bosque. Vengo solo, pues nadie quería atravesar las frías millas que nos separan de Rangost. Y es que nuestro pueblo pasa por graves apuros y bastante tienen con sobrevivir. Pero yo he recordado vuestra benevolencia. Señor, vos os encontráis protegido en vuestra gran ciudad, pero nosotros sufrimos todas las penalidades en los campos abiertos. Nos proporcionasteis un lugar para vivir, pero también prometisteis considerar, en caso de absoluta necesidad, la posibilidad de ayudarnos. No nos atacan murciélagos ahora, pero nuestra gente muere de hambre y de frío. Ya hace tres noches que los lobos nos rondan y cada vez son más temerarios. La gente está muy asustada y los niños lloran delante de fuegos que no logran prender. ¿No nos permitiríais resguardarnos dentro de vuestros dominios?
Gurunthar, sin embargo, aún tenía sus dudas, alimentadas por los informes de Alatar, que no encontraba ningún motivo por el cual la Vampira podía haber expulsado aquellas gentes. Así que le dijo al campesino:
Siento no poder escuchar vuestras súplicas, pero nosotros también pasamos penalidades y nuestros campos son tan fríos como los vuestros. Pero no seré ingrato: os mandaré carros con alimentos y un destacamento armado para defenderos de los lobos.
Nuestra gente preferiría que fuera la piedra quien hiciera frente al frío y a los peligros del páramo, y no la comida y los hombres. Pero si ésta es vuestra respuesta, así sea. La comunicaré a los pueblos.
Y yo mandaré los primeros carros ahora mismo. Los soldados llegarán dentro de pocos días. Os deseo toda la suerte del mundo.
Y se despidieron. Quolhad volvió a los campos de Garsil junto con dos carros llenos de comida, y la gente, aunque algo decepcionada, se alegró por la ayuda.
2. Hechos en los Campos de Garsil.
Llegó la última semana de enero de ese Invierno Cruel, y el frío no había menguado. Más bien iba en aumento. Cada cuatro días, una caravana de varios carros con alimentos iba hacia los campos de Garsil, y un destacamento de unos quince soldados de Rangost patrullaba incesantemente por las tierras de los sureños desde hacía semanas. Los lobos se habían alejado, pero por las noches aún se oían sus aullidos lastimeros en los páramos helados del norte. El frío había matado ya a veinte personas, en su mayoría ancianos y niños.
Tanto los soldados como algunos de los carreteros que transportaban la comida ya habían hecho amistad con esas gentes. Su forma de vida sencilla les sorprendía, acostumbrados como estaban a Rangost y a sus comodidades, disfrutadas incluso entre los campesinos de la Gardereda.
En los Campos de Garsil, los sureños se habían distribuido en cuatro aldeas, agrupados según la proximidad entre familias. Estas aldeas dibujaban una cruz, con campos en el centro, y no contaban con más de ciento cincuenta habitantes cada una.
En la Aldea Norte había cinco soldados permanentemente, por ser la más peligrosa, pues estaba cerca de los páramos helados. En la Aldea Oeste, cerca del bosque de Garsil, había cuatro. En las aldeas del Este y el Sur, había tres soldados en cada una de ellas. Todos estaban preparados para luchar codo con codo con los campesinos ante cualquier peligro.
Quolhad, el sureño que había pedido ayuda a Rangost, vivía en la Aldea Norte, con su mujer y su hija Jinyia, una joven excepcionalmente bella. Jinyia había sido tema de conversación entre soldados y carreteros desde que la habían visto por primera vez. Su expresión de jovialidad y la mirada de sus ojos oscuros eran casi legendarias entre ellos, junto con la particular manera que la joven tenía de ladear la cabeza, haciendo que sus negros cabellos revoloteasen graciosamente como un tejido de seda. Solían discutir sobre quien sería el primero en atreverse a hablar con ella, en broma, mientras soportaban el frío que les cubría los miembros.
Pero había dos de ellos para los que este juego era más serio. Se trataba de un soldado cazador llamado Dartöq y uno de los carreteros, un joven granjero llamado Gonöah. Entre ellos había surgido una enemistad profunda a raíz del amor que ambos sentían hacia la hija de Quolhad. Particularmente furioso estaba Gonöah, pues Dartöq era un soldado, y vivía permanentemente con los sureños, mientras que él debía volver a Rangost una vez terminado su trabajo, y esperar tres días más para volver. De esta forma, Dartöq había podido acercarse mucho más a Jinyia. Sin embargo, de esta enemistad no sabían nada los otros soldados.
Ocurrió pues que el viernes de la última semana de enero, Gonöah llegó con su carromato a la Aldea Norte, y encontró a los soldados haciendo un descanso. Estaban muy exaltados, y el granjero les preguntó qué ocurría.
Uno de los soldados replicó:
- ¿No sabes qué ha ocurrido esta mañana? Quolhad ha venido a pedirnos una escolta para su hija, que tenía que ir al bosque a coger leña y raíces. ¡Y ha escogido a Dartöq, nada más y nada menos, que estaba loco por ella!. No te puedes imaginar la cara que ha puesto. Sus ojos tenían el tamaño de dos manzanas. ¡Ja ja ja! Me muero de ganas por saber qué nos cuenta cuando vuelva. Me da una envidia...
- ¡¿Qué... qué?! ¡¿Cómo?! ¡No puede ser! ¿Y... y ha ido solo? ¿Por... por qué nadie le ha acompañado?
- Oye, nosotros hemos hecho guardia esta noche, mientras él dormía. Estamos cansados, y el bosque es muy denso. Además, ya sabe defenderse solo.
Gonöah sudaba de furia y frustración. Se le crispaban los nervios.
- ¡Voy a buscarlos!
Gonöah salió corriendo hacia el camino del bosque, sin escuchar sus respuestas y sus órdenes de que volviera. El granjero estaba furioso, convencido que lo primero que haría Dartöq al verle sería contarle toda la suerte que había tenido, hasta que le dolieran las orejas. No podía permitirlo.
Se adentró entre los árboles desnudos y llenos de nieve. El bosque de Garsil rompía con el paisaje de pinos y abetos que predominaba en los grandes territorios del norte de Rhun. Sus grandes árboles tenían el tronco tan ancho que ni tres personas podían abarcarlo rodeándolo con sus brazos, y a diferencia de los otros bosques, las ramas de sus altas copas perdían las hojas en invierno.
Las ramillas caídas se rompían bajo las botas de Gonöah, y el aliento se tornaba vapor al salir de su boca. El granjero corría siguiendo el sendero que se abría entre los árboles.
Al cabo de un rato, creyó escuchar voces delante. Aminoró la marcha y se acercó cauteloso. En un pequeño claro encontró a Jinyia y a Dartöq.
Jinyia recogía ramas y las daba al soldado, mientras Dartöq mantenía una postura elegante y hablaba con ella. Jinyia se reía alegremente.
Gonöah apretó los puños y se escondió detrás de un árbol, observando.
Dartöq seguía charlando con chanzas a la campesina, y reía también con ella. Pero en cierto momento, intentó cogerla de un brazo, a lo que la joven lo esquivó, divertida. Este acto encendió la sangre del carretero, pero se contuvo.
El soldado hizo como que se enfadara y riendo se acercó más. Pero la muchacha, más seria, le dijo algo que el carretero no captó. Dartöq se acercó un poco más, como disculpándose, pero Jinyia había comprendido que la cosa iba en serio y retrocedió hacia un árbol. Pero Dartöq siguió acercándose.
Gonöah sintió de pronto que se le nublaba la vista y el corazón le estallaba de furia. Notó en lo más profundo de su ser que debía hacer algo y estalló; y sin pensarlo, lanzó un grito y se precipitó en el claro como un vendaval.
Dartöq se volvió rápidamente y su semblante se oscureció. Miró fijamente a Gonöah, y le hirvió la sangre. ¡El carretero acababa de arruinarle una oportunidad increíble!
Con ojos encendidos, el soldado le gritó:
- ¡Lárgate, Gonöah! ¡Éste no es tu sitio!
Pero el carretero no respondió y se abalanzó sobre él, dándole un empujón que lo tiró al suelo.
- ¡Déjala! ¿Me has oído, estúpido?
Dartöq montó en cólera y de un salto se puso en pie. Un grito brotó de la garganta de Jinyia cuando el soldado desenvainó un largo cuchillo.
- ¡Es suficiente! ¡Esta vez no voy a escuchar tus estúpidos discursos!
- ¿Conque esas tenemos? No me asustas, ¡gallito acorazado!
Gonöah cogió una rama gruesa y la blandió amenazadoramente. Jinyia huyó de pronto, gritando, hacia la aldea.
Cuando poco rato después volvió acompañada de su padre, los otros soldados y algunos campesinos, la escena se reveló mucho más dantesca de lo esperado.
Dartöq yacía en el suelo en medio de un charco de sangre que teñía de rojo la nieve. Estaba muerto. Gonöah se hallaba a pocas yardas, tumbado de espaldas. El mango del cuchillo le asomaba por un corte en la ropa, manchada también de rojo.
Todos quedaron en silencio.
Quolhad inspeccionó los cadáveres, y se sorprendió que ambos pudieran haberse matado mutuamente de aquella forma. Sin embargo era posible que Gonöah hubiese matado primero a Dartöq y hubiese andado torpemente unos pasos con el cuchillo clavado antes de desplomarse. Aunque no estaba del todo seguro. Había muchas huellas en la nieve, unas sobre otras. No se podía descartar la existencia de un tercer atacante que hubiera ocultado sus huellas caminando sobre las otras. Todo estaba muy confuso. Demasiado, pensaba Quolhad.
Pero no reveló sus sospechas a los otros. Además, no vio huellas más allá del claro, y era evidente que nadie se ocultaba en lo alto de los árboles desnudos de hojas.
La terrible noticia fue anunciada al Capitán Gurunthar, quien se apenó muchísimo. Pero debido a la situación de Rangost, con pocos alimentos y recursos, tenía muchas cosas que atender, y mandó a su hijo Dresteq en su nombre para solucionar el asunto. Dresteq, el heredero al puesto, era un joven valiente y arrojado, con un carácter decidido, e incluso obstinado a veces. Todo el mundo veía en él un porte muy digno de un Capitán.
Dresteq llegó a caballo a la Aldea Norte el día siguiente. Llegó con cuatro mozos llevando un par de palanquines montados en poneys. Venía con ellos un soldado a sustituir a Dartöq.
Mientras se ultimaban los preparativos para llevarse los cuerpos, hacia el mediodía Dresteq fue a visitar a Quolhad y su familia. Se disculpó por la tragedia en nombre de su padre y dijo que lamentaba todo lo ocurrido. Luego, observó a Jinyia y le preguntó cómo se encontraba. La muchacha estaba un poco pálida, y no contestó.
Dresteq y los mozos se quedaron a comer, debido a la insistencia de Quolhad, quien sin duda intentaba ganarse la confianza del hijo del Capitán.
Aquella misma tarde, el cielo se nubló muy densamente y empezaron a caer grandes copos de nieve. Pronto la ventisca aumentó en intensidad, el viento giró del norte y se levantó en pocas horas una tormenta terrible, que azotó los campos y el bosque. El cielo gris plomo parecía llegar hasta el suelo y al poco tiempo fue imposible poner un pie fuera de las casas.
El viento cortante aullaba entre los árboles del bosque y sacudía los débiles tejados de madera de las casas.
Esta situación obligó a Dresteq y los demás permanecer en casa de Quolhad. Se resguardaron como pudieron, junto al fuego. Con ellos estaban los cinco soldados y también algún que otro lugareño. Empezaron a charlar de cualquier cosa y la tarde fue avanzando.
Pasaron las horas y el tiempo no mejoraba. El frío era muy intenso y todos se encontraban cerca del fuego, tiritando y envueltos en gruesas capas. Fue llegando la noche y cerrándose sobre la aldea. Todas las vigas crujían y las paredes, de madera y pieles aislantes, dejaban oír su sufrimiento ante las embestidas de la nieve. Al final, todos se acurrucaron y se durmieron en el suelo, pues Dresteq no quiso hacer uso de ningún privilegio.