Hacía ya mucho tiempo que sus hermanos habían emprendido el Gran Viaje hacia la Tierra de los Valar cuando, sin previo aviso, apareció ella. Los siglos habían transcurrido y el Señor Oscuro era sólo un recuerdo funesto en las leyendas del pueblo de los hombres. Pocos quedaban ya de las razas que podían recordar a Sauron como una pesadilla hecha realidad. Pocos de aquellos que realmente le habían conocido. Por eso, cuando la muchacha le habló en la lengua de los Altos Elfos, algo se estremeció en su interior.
-¿Dónde aprendiste estas palabras? –le preguntó, olvidando por un momento sus modales, con su voz de árbol seco, con su susurro de polvo y telarañas.
La joven humana bajó los ojos intimidada, presa de una mezcla de vergüenza y temor.
Por un instante, las sombras de su morada le parecieron más lúgubres, su abandono más patente. Una fuerte añoranza del esplendor de los tiempos de Galadriel en Lothlorien angustió su corazón. Entonces recordó que a su reina la llamaban bruja y que los suyos no eran más que sombras siniestras en la espesura para los actuales señores de la Tierra Media. Una sonrisa melancólica se esbozó en sus labios al darse cuenta de que él también se había convertido en una sombra con el paso del tiempo.
-¿Qué importancia pueden tener para los hombres? –completó su cuestión.
Durante un instante observó a la intrusa. Su cabello castaño le recordaba el brillo de las hojas en la madurez del estío. Sus ojos pardos, la sabiduría de los osos. Sin embargo, no dejaba de ser una mortal, y como tal no podía siquiera acercarse a su espíritu, a su dolor. Tal vez por ello seguía obstinada en su silencio.
Exhaló un suspiro y se dio media vuelta. Taciturno, incómodo con aquella presencia extraña, recorrió su refugio deleitándose, una vez más, con los hermosos detalles que afloraban entre las ruinas. La techumbre de la antecámara había cedido bajo la nieve, pero incluso ésta parecía armonizar con las columnas que asomaban cual osamenta del palacio. Ésa era la maravilla de los artesanos elfos. Ése era el arte que se había perdido para siempre. Ése era, en definitiva, su dolor.
-¿Sois El que habita bajo las telarañas? –aventuró, dubitativa, la muchacha, interrumpiendo sus ensoñaciones.
De nuevo volvió a sus labios la sonrisa melancólica. El que habita bajo las telarañas.
Sí, era extraño el reino en el que vivía, insólito que las arañas, privadas de su madre, hubieran buscado abrigo bajo la soberanía de un antiguo enemigo. Ella-la-Araña, como Sauron, no era más que una leyenda para los hombres, pero tanto para él, como para su prole, era parte de su pasado.
Quizá fuera por ello que no las había destruido. Quizá, después de todo, arañas gigantes y elfos ermitaños hubieran devenido la misma cosa: reliquias. Eran seres de otro tiempo, y el inexorable paso de éste les había igualado limando las diferencias. ¿No era, en cierto modo, natural que las acogiese en la que fuera su casa? ¿No era irónicamente justo que su nombre lo hubieran tejido ellas? Después de todo, no eran más que fantasmas vagando por una ruina, y sus recuerdos eran todo lo que tenían. Un enemigo con el que recordar era mejor que el silencio de las criptas.
Asintió en silencio.
Luego hizo un gesto y las arañas gigantes entraron en la estancia y empezaron a tejer una nueva techumbre allí donde la cúpula había cedido. No prestaron ninguna atención a la muchacha que, arrodillada, se estremecía en un rincón. Habían aprendido a no atacar a los hombres.
-Sígueme. Iremos a una estancia más abrigada –resonó aquella voz vieja como el mundo en aquel palacio sepultado por el tiempo.
La muchacha siguió a su guía por varios corredores. Por sus muros, entre hermosas representaciones de batallas, ceremonias y desfiles de grandes reyes, asomaban las raíces blanquecinas del Bosque de los Espinos. No era de extrañar que las visitas fueran raras. Como ya ocurría siglos atrás, se rumoreaba que aquella comarca estaba encantada. Nadie en su sano juicio hubiera osado interrumpir la paz de aquella floresta.
Aquél era un interrogante que se unía a los anteriores. Por eso, aunque su garganta ya había olvidado el arte de la conversación, se forzó a preguntar de nuevo.
-¿Por qué me buscabas, hija de los hombres?
La muchacha, sin dejar de mirar con aprensión a su alrededor, controló el temblor que despuntaba en su voz y contestó:
-Una sombra se ha alzado en el Reino de los Hombres y mi padre, el rey, me ha enviado a pedir consejo. Apela a los viejos pactos con el pueblo de los elfos, pues nuestro linaje se remonta hasta Gondor y sus senescales.
El que habita bajo las telarañas no contestó hasta que, una vez alcanzada una estancia más caldeada, se sentaron en torno al hogar. Sólo cuando ambos hubieron tomado asiento, dio su veredicto.
-La propia Tierra Media es una sombra desde que los Hijos de la Luz la abandonaron para navegar hacia el Oeste. Sin embargo, escucharé tu historia, mi joven princesa, y daré el consejo que se me ha solicitado.
La muchacha hizo una reverencia y, tomando unos hermosos cuencos de plata labrada que encontró junto al hogar, se dispuso a preparar unas infusiones. Su anfitrión la observó con benevolencia mientras limpiaba la vajilla con una tela de seda, y no pudo evitar asentir complacido cuando la vio elegir las hierbas para la tisana: la mezcla tendría un efecto relajante, lo que ayudaría durante su relato, pero no les adormecería, lo cual hubiera sido fatal si en realidad buscaba consejo.
Con una sonrisa entregó uno de los cuencos a El que habita bajo las telarañas y, con delicadeza, bebió un sorbo del suyo. Sólo entonces, cuando ya estuvieron dispuestos, empezó su relato. Sin duda, él apreció su falta de premura.
-Una sombra se abate sobre el reino de mi padre. Una sombra terrible que, como en el pasado legendario, la fuerza de los hombres combatirá. Sin embargo, esta vez no contamos con sangre elfa entre los nuestros. Es por ello que he hecho este peligroso viaje hasta vuestra morada. El que habita entre las sombras es nuestra única salvación, dijeron nuestros adivinos, y ante él he debido presentarme.
El anciano ser se incorporó para contestar a la demanda. Una respuesta se había formado ya en su boca. Sin embargo, su voz de viejo pergamino no volvería a escucharse. Una tenue neblina se había posado sobre sus ojos. Una leve tiniebla que le impedía ver con claridad, pero a través de la cual vislumbraba la tela de seda con la que la muchacha había limpiado los cuencos. Y, con ella, el engaño.
Debilitado por el veneno, se recostó contra el hermoso muro de piedra que, tanto tiempo atrás, los artesanos de su raza habían esculpido. Desde él dedicó una sonrisa cansada a la intrusa. Ésta, con lágrimas cuajándole los ojos, se dirigió hacia él empuñando un cuchillo.
-Una terrible sombra amenaza el reino de mi padre y sólo la poderosa magia antigua, aquélla que impregna la sangre de los elfos, será capaz de detenerla. Lo siento, pero sólo con esta savia vieja podremos salvar el reino de los hombres.
El que habita bajo las telarañas sintió un inmenso alivio. La armonía seguiría en la Tierra Media cuando ya no quedase nadie de su raza. Reconfortado, sintió como el metal abría su carne y su vida se extinguía.
El silencioso trabajo de las arañas gigantes, envolviendo su cuerpo en una delicada mortaja, fue lo último que apercibió. Sin embargo, no se inquietó por la muchacha: sus extrañas compañeras habían aprendido a no asesinar a los hombres.
El que habita bajo las telarañas
Mención especial del Jurado en el Concurso de Relato Corto Elfenomeno 2006, categoría de Relato dramático.