Asamblea de cuervos
Apocalipsis 6,4
el que vuela al acecho, de mucho hablará
cuando el águila cuente que tuvo su fiesta
y al lado del lobo se hartó con los muertos.”
Desde vanguardia, el regimiento caminaba erizado de altas picas sobre el triste fango. En cada respiración el olor resabiado, agrio y salobre, de la pólvora se mezclaba con el de la sangre, el sudor y el cuero viejo. Un viento ábrego traía desde el suroeste humo y hollín que hartaba cada bocanada de aire. El pueblo ardía y el sargento enterró bajo otras muchas las últimas miradas llorosas de súplica. Los oídos cansados habían dejado de escuchar el crepitar de las lumbres y el lamento monótono de las gentes del pueblo vecino.
Los tamboriles de infantería redoblaron un son apagado y cesó la marcha. El heraldo, llegado a galope, ordenó formación cerrada en tres columnas. Un par de voces bramadas despertaron a los mercenarios y las primeras picas descendieron mientras que detrás continuaban erguidas hiriendo el horizonte y espinando cuerpos acorazados.
Embarrado de trinchera, carcomido por pasado, pulgas y tifus, el sargento de infantería se colocó junto al portaestandarte al frente de la formación. Sopesó el arcabuz de mecha y cebó la carga en la cazoleta. Levantó la mirada al cielo frío de nubes blancas alumbradas por un sol de otoño demasiado perezoso para caldear la mañana.
Un cuervo en vuelo agachado remontaba las corrientes frías hacia levante.
Graznachirro hijo de Graznavanto, batió sus alas negras y esperó un aliento del fresco viento de garbino:
–¡Hermano Viento del Sur, dios olvidado! –graznó el gran cuervo– Mis alas baten cansadas, duelen y chirrían mis huesos en esta mañana de otoño. ¡Alborota entre mis plumas cantos de brisa que me levanten en el aire! –como respuesta, los silbidos del Viento bailaron en la hondonada sobre los hombres guerreros; ascendieron y caracolearon. Coreados por graznidos roncos, corrientes en finos zarzillos batieron bajo sus alas.
Hacia oriente, el Cerro de la Asamblea se alzaba como pelados huesos de ogro sobre la llanura escarchada. Un último temblar de alas llevó a Graznachirro a la copa de la única encina, nudosa y retorcida, que se atrevió a prender entre esos peñascales. Pelada por el otoño y medio desnuda de hojas pardas, caía combada por la edad y los vientos inclementes de las cumbres. Entre su ramaje y a los pies del arrugado tronco, el Concejo de los Carroñeros se había empezado a reunir. El padre del padre de su padre, el gran Crascagrazno el Negro, lo fundó con el fin de evitar altercados o desagradables malentendidos, y él, un digno heredero bien emplumado de negro, se había convertido en el encargado de dirigir cada una de las reuniones. En ellas, los devoradores de cadáveres de las regiones cercanas se reunían con motivo de todas y cada una de cuantas matanzas entre Hombres habían acontecido en los alrededores.
Los Cuervos, encaramados en las ramas más altas dieron un saludo de bienvenida al cabecilla recién llegado. Bajo ellos, sus hermanos menores, siervos y bufones: los Grajos y las Cornejas se despiojaban y atusaban el plumaje entre gritos ásperos. Frente a la encina, sobre una roca recortada por el viento, los Buitres intercambiaban miradas siniestras. Entre chasqueo de mandíbulas, los Lobos ya se habían asentado en torno a la encina mientras hacían burla una espantada Rata.
Desde su sitial de ramajes secos, el Cuervo comprobó que todos estaban presentes e inició la tradicional letanía:
Feroz ocurre el juego de la espada,
donde los Hombres dejan caer sus armas
tiradas con ruido y sin fuerza para alzarlas,
tiesos sus cuerpos viendo la nada,
sin vida los ojos y alma desatada.
Cuando cesen los guerreros su algarada
horrorosas las voces callarán descansadas,
la sangre enfangará la tierra manchada
y al Festín ansiosas gorjas vendrán invitadas.
¿No volarán primero los Buitres,
anchas sus alas y cuellos desnudos?
–Sí, lo haremos –vantaron los Buitres y Alimoches–. Y a coro todos cantaron: ¡Y al Festín ansiosas gorjas vendrán invitadas!
¿No les seguirán los Lobos
de fieros colmillos y paso mudo?
–Sí, lo haremos –repitieron con un ladrido los Lobos–… ¡Y al Festín ansiosas gorjas vendrán invitadas!
¿No graznarán los Cuervos en el cielo
de negra plumada el saludo?
–Sí, lo haremos –croaron los Cuervos y él mismo sobre las ramas–… ¡Y al Festín ansiosas gorjas vendrán invitadas!
¿No roerán los huesos las Cornejas
ni los Grajos chascarán su canto rudo?
–Sí, lo haremos –chirriaron Grajas y Cornejas–… ¡Y al Festín ansiosas gorjas vendrán invitadas!
–Da comienzo el Concejo, hoy que es menguante la segunda luna de otoño y el cielo encapotado de alas negras trae promesas de buen botín –Granznachirro tomó aliento y continuó con el ceremonial. A lo lejos sonó el retumbar de los cañones–. Si no hay inconveniente, abro primer punto del orden del día con la reclamación del clan de los Cuervos frente al de las Cornejas. Negrazno, representante de nuestro clan, toma la palabra.
–Muchas gracias maese Graznachirro –el cuervo de brillante plumaje azabache y soberbio pico se atusó la pechera–. Señores, el clan de los Cuervos eleva su protesta al Concejo frente a la desobediencia que muestran las Cornejas en el Turno del Festín. Adelantándose incluso a la llegada de los Lobos, ciertos “individuos” comienzan su banquete. Aún cuando los cuerpos no están despanzurrados, las Cornejas se presentan en el campo de batalla y se dedican a picotear los ojos, manjar desde siempre reservado a los Cuervos –en este punto alzó la croante voz–. ¡Es indignante! Son nuestros despojos, las sobras de los Cuervos, de los que tanto Grajos como Cornejas pueden, no, mejor dicho, deben disfrutar –desde las ramas más bajas, un clamoreo de graznidos desentonados coreó las últimas palabras de Negrazno.
–¡Señores, señores, por favor! –habló Graznachirro, imponiendo su voz por encima de los gritos– ¡Ruego a los miembros del Concejo que calmen sus picos! ¡Nos reunimos en este lugar por respeto a nuestros antepasados y para renovar un pacto de hermandad! –heredado de su madre, Chirraceniza, su graznido ronco y templado marcaba la autoridad que se afirmaba en sus ojos oscuros–. Tiene ahora la palabra Plumendrino, del clan de las Cornejas.
–Quiero que entiendan señores que, desde que el mundo es mundo, tanto Cornejas como Grajas nos hemos visto relegadas a los últimos Turnos. Verán, los huesos muchas veces se nos presentan pelados y no tenemos ni un triste pellejo pelado que echarnos al coleto. Es posible que algunos de nuestros jóvenes, traviesos sin duda, osen adelantarse. En el ardor de la juventud no hay lugar para la sumisión y la única voluntad que se obedece es la propia. Seamos prácticos caballeros, la oportunidad de una buena comida en terreno seguro no es cosa de dejar pasar…
–No es cosa de dejar pasar –repitió lentamente Graznachirro–, no es cosa de dejar pasar –continuó grave el cuervo, dejando morir cada palabra con un acento de sorpresa herida–… Debo recordarle al señor Plumendrino que esa seguridad se mantiene gracias a los pactos mantenidos en este Concejo. Con la fuerza de garras y picos, los Cuervos hicimos meritorio nuestro Turno tiempo atrás. Con la creación de la que me parece que es una asamblea entre señores, se intentó evitar sangre y dolor entre vecinos. Ruego al clan de las Cornejas contengan las alas de sus polluelos si no quieren verse fuera del Concejo y dentro del Festín –aprovechando el silencio de la enramada baja, hizo una pausa–. Nuestra comadre Tiznala –una vieja grajilla, medio ciega de un ojo y desplumada de cogote hizo una reumática reverencia– ha tenido a bien traer a una oyente a nuestra reunión: la señora Husmiona, representante del clan las Ratas, tiene ahora la palabra.
De entre las raíces de la encina una temblorosa rata asomó el peludo hocico, moviendo inquieta la cabeza.
–Vamos querida, ahora es tu turno para hablar –chirró suavemente Vieja Tiznala.
–Muchas gracias amiga Tiznala –comenzó la Rata, erguida sobre sus patas traseras y con un nervioso frotar de zarpas– y muchas gracias también señor Graznachirro. Es señorita Husmiona, en realidad –carraspeo suave–. Verán señores, he quedado gratamente sorprendida ante la extensa tradición que he podido contemplar, además de lo que ya me habían comentado los Grajos –uno de los Lobos gruñó–… Si-sin embargo –continuó confundida–, y aunque no es mi intención inmiscuirme, las guerras entre los Hombres han cambiado: ahora cavan en la tierra blanda y abren nuestras madrigueras mientras se agazapan como liebres a la espera del cazador. Nuestros nidos escondidos entre las raíces quedan al descubierto y nos encontramos entre sus muertos y su grano. Desde lejos traen parientes nuestros de negro pelaje y mirada torva. Numerosas somos en el campo de batalla y en nuestra tarea cumplimos igual que ustedes con esa labor generación tras generación. No obstante, nos hemos visto acosadas por picos, garras y dientes de manera desconsiderada. He sido elegida como representante en esta asamblea para exigir… ejem… perdón, pretender un puesto en el Concejo para las Ratas y un trato de… –Desde el peñasco frente a la encina, un Alimoche de cara gualda y plumas encaladas reclamaba su turno con grandes aspavientos.
–Ya le he visto señor, tranquilícese usted –pronunció Graznachirro–. Señorita Husmiona, puede decir a los suyos que las Ratas tendrán su Turno en el Festín tras los Grajos. Y este Turno deberá ser respetado por el resto de carroñeros a partir de ahora y hasta la siguiente asamblea. Ahora sí, señor mío –dijo el cuervo dirigiéndose al peñasco que tenía frente a sí–, tiene la palabra Ganzituerto, del clan de los Buitres –siempre se había extrañado de la cordial relación que mantenían los grandes Buitres con sus pequeños primos metomentodo, los Alimoches, permitiéndoles formar parte de su camarilla. Recordaba Graznachirro al imponente Testatranco, un formidable buitre leonado que… Pero estaba divagando. Rumores incómodos habían llegado a oídos del cuervo. La inquietud era palpable entre los asistentes; se avecinaba tormenta.
–¡Elevo una queja frente a todos ustedes caballeros –comenzó chillando Ganzituerto–, por el lamentable hecho que con mis propios ojos pude ver en la última matanza del Llano, detrás de las Colinas! Pude ver caballeros, y créanme lo que les digo, que algunos Lobos no sólo descuartizaron los cuerpos, sino que además se llevaron parte a sus inmundos cubiles. Reclamo –ladridos y gruñidos furibundos arroparon en este punto el discurso de un acongojado Ganzituerto–… reclamo, señores, decisión y firmeza en cuanto a estos acontecimientos…
El clan de los Lobos en pleno rebullía colérico. Lomos erizados, orejas aplastadas y colmillos descubiertos rondaban a los pies de la peña de los buitres. Ullalón, una terrible bestia de mirada fría de ámbar se adelantó para hablar:
–¡La fuerza es de los Lobos! –rugió el animal– Señores del Concejo, hasta ahora tanto mi clan como yo hemos mostrado respeto a esta Asamblea… Pero no pienso aguantar las impertinencias de un pajarraco en una peña. Graznachirro, yo admiraba a tu padre. Antes has hablado de la fuerza de garras y picos para encontrar un hueco en el Festín. Nuestros son los aullidos que hacen temblar los corazones, nuestros los dientes que quiebran carne y huesos…
–Carne y huesos que se quiebran seguros por la guardia de alas negras en el cielo –contestó Graznachirro–. Carne y huesos que mondáis con tranquilidad porque cuellos desnudos han atravesado el duro cuero y han escarbado entre las tripas. Carne y huesos…
…En ese momento, Graznachirro vio de nuevo interrumpido su discurso.
Una extraña inquietud se hizo presa de pájaros y bestias. El aire se envileció trayendo aromas de náusea. Los lobos gruñeron y arrugaron sus hocicos, lomo encrespado y rabo entre las piernas. Cornejas, grajos y cuervos se removieron inquietos en sus ramajes, encorajinadas sus plumas. Frente a ellos, los buitres sacudían tensos sus alas y lanzaban voces de desafío. La temerosa rata volvió a su escondrijo en el corazón hueco de la encina.
Los cascos herrados de un caballo acompañados de pasos de hombre se acercaban con chasquidos metálicos por las trochas de pedregal que subían al Cerro. Poco a poco, dos figuras se asomaron en la cima pelada. Una soberbia montura venía de las riendas de un extraño caballero. De cobrizo alazán, el caballo era grande y pesado, cabeza maciza y cara recta; el cuello grueso, breve y engallado; las patas poderosas y de calzado alto y peludo. El Jinete desmontado no llevaba yelmo, acorazado el cuerpo de herrumbre, bufa y gola manchados de óxido; peto y pancera ferruginosos. Su cara estaba cercada de anillos de malla corroídos de polvo grana. Con cada paso, tintineaban encima de una piel seca, lampiña y ceniza que se hundía abismal en una boca sin labios, ancha de sonrisa eterna de cementerio bajo unos ojos enterrados. El artrítico guantelete ornado de medallones de moho y almagre rojizo aferraba negligente la empuñadura de un espadón que hacía las veces de cayado. El doble filo de la larga hoja, rematada de espiga recta, se sostenía con casi cinco pies de acero sobre el gavilán estrecho y falcado. Lentamente, los extraños personajes avanzaron hacia el claro de pedregal, frente a la encina del Concejo.
–Perdonen, señores –pronunció el Jinete. Su habla era áspera y profunda y cada palabra parecía resistirse a salir del cerco de los labios–. Tengo entendido que cerca de estos lares está teniendo lugar una batalla.
–No debéis ser de por aquí señor caballero –osó granzar Garretinto, un corneja jovenzuelo, algo impulsivo pero de trato afable–. L-la batalla es en la hondonada, a apenas una legua de aquí, hacia poniente.
Graznachirro carraspeó dos toses: –Si me permitís el atrevimiento señor caballero, la batalla ya ha comenzado. Los tamboriles sonaron hace unas horas, la pólvora ya rezuma en el aire y las espadas ya se estarán cruzando.
–Oh, por supuesto –consiguió responder el Jinete, con una voz que parecía raspar la garganta–. Yo no soy quien comienza las lides, esos son menesteres de Mi Señora. No, vengo aquí enamorado por su orden graciosa.
–Ha de ser una dama en verdad hermosa, si en verdad la batalla es el motivo de la presencia de su señoría aquí –dijo confuso Grazanchirro.
–Ay, bien podéis decirlo alimaña, pues Mi Señora es con mucho la más hermosa y terrible de cuantas viven. Sus cabellos de rojo sangre enmarcan piel de alabastro, blanca y fría. Sus ojos y sus labios de rubí y carmín cobijan lujuria, deseo y ansia de devorar. Y su risa… su risa engendra llanto y con su voz se levantan el Miedo, el Pánico y con ellos la Discordia y el Pavor, dejando tras de sí las glorias de la devastación. Soy jinete, caballero y siervo de Mi Señora, a Ella me debo y a Ella adoro –el caballero sostuvo las últimas palabras con una mirada perdida–. En mis andanzas, que me han llevado por tierras más allá de cualquier horizonte, me he de ganar Su Favor. No creo andar muy equivocado si este ilustre consejo no está reunido aquí por otro motivo si no es por causa de Ella.
–¿Ella mi señor? –persistió intrigado el cuervo.
–Ella, Guía y Madre de ese latido que clama por persistir desgarrando dolorosamente las barreras que se oponen a su marcha –la voz quebrada del caballero temblaba fanática y un brillo febril se adivinaba en las cuencas oscuras de sus ojos–. Ese latido que dirige los pasos de la llamada vibrante que destroza inocente el mundo y llora de alegría por sus frutos…
–Unos frutos demasiado amargos –dijo el lobo Ullalón.
–Suculentos, sin embargo –contestó el Jinete–. Muchas veces esa amargura es necesaria para resaltar la bondad del manjar que saboreamos. De todas maneras es curioso que seáis vos quien mencione el asunto, cuando sois uno de los beneficiados.
–No querría, por cierto, ser yo quien mordiera la mano que me da de comer –respondió Ullalón, los belfos retraídos mostrando los dientes en lo que pretendía ser una sonrisa. Otro que no fuera el extraño caballero la habría juzgado como la cosa más espantosa que había visto en su vida–. Pero se puede decir que se puede admirar la obra y no al artista, ¿no es así? Así me parece a mí al menos. En cuanto a la suculencia del manjar, no se si os habéis detenido a oler el hedor de la carroña. Es asquerosamente intenso, casi con cuerpo y sabor propio. Esos miasmas se le meten a uno en el hocico y despiertan el hambre y las ganas de desgarrar; me guían con un rastro de podredumbre a través de las trochas del bosque y los senderos de la llanura. Pero al poco tiempo hasta ese insulto a los sentidos desaparece… Simplemente te acostumbras, lo aceptas y vives con él… y a su costa… Pero, por favor, señor caballero, no os detengáis aquí por nosotros, por favor. Temo que a Vuestra Señora no le hará gracia que dejéis desatendidos a Sus Hijos.
–Cierto, mi buen lobo –asintió el Jinete. Su mirada vacía sostenía el ámbar cínico de los ojos de Ullalón–. La semilla de la violencia una vez plantada ha de cuidarse, pues el frágil brote aunque aterrador se marchitaría con el frío… Y por ello he de irme, que ya es hora avanzada y la gloria de la sangre en la espada se apaga en los brazos cansados. Tengan vuesas mercedes un provechoso día… –El caballero suspiró y se aupó sobre el bruto, las riendas de herrumbre sujetas. Sobre la silla de bastes bajos picó espuelas y con un relincho el caballo descendió sobre la ladera guiado por los gritos dementes de su Jinete.
Durante un rato, los reunidos en el cerro siguieron el trote frenético hasta que se perdió hacia la batalla. Fue Graznachirro quien rompió el silencio:
–Señores, como pensaba anunciar antes de esta… interrupción… –tomó una pausa solemne y continuó– me dirijo al clan de los Lobos para recordarles que en esta asamblea todos y repito todos dependemos de los demás. Son buenos tiempos para la cruel Señora, Guerra la llaman los Hombres. Pero en la abundancia no hemos de olvidar que somos plumas y ceniza, como decía mi buen padre: plumas orgullosas que se esparcen con el viento como la ceniza. No nos olvidemos del lugar que ocupamos y lo que nos debemos. El clan de los Lobos es arrogante y fuerte, y tiene motivos para ello. Pero también tiene memoria y recordará los bienes que se les han concedido y los males que han evitado.
–El clan de los Lobos tiene memoria y no olvida –dijo Ullalón–, y espera renovar el pacto en este y en los siguientes festines que nos esperan –agudos aullidos arroparon las palabras del lobo.
–Con esto doy por terminado el presente Concejo –concluyó Graznachirro, hijo de Graznavanto–. Esperaremos a que la batalla termine… no ha de durar demasiado ya.
En la llanura triste y enfangada, la desolación animaba quejidos de heridos y moribundos. El viento desistió de llevarse los lamentos, cargado como venía de aromas de poniente y polen de flores.
«El jodido fuego graneado y las jodidas descargas de artillería no consiguieron distraer a esos perros… el regimiento fue descubierto demasiado pronto» pensó el sargento, «arrasaron nuestro flanco diestro…». Una tos cargada y burbujeante quebró sus pensamientos; en la boca saboreó un reguste salado de óxido. La herida le ardía en el bajo vientre y sus manos ya no eran capaces de soportar la sangre que las empapaba. «Al sol hoy no le apetece salir…».
Tumbado con la ciega vista perdida hacia el cielo, el sargento no pudo ver la llegada de alas negras que volaban invitadas.
FIN