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El fin de Gondor
Desde las seis de la mañana hasta las siete y media del día siguiente – treinta y siete horas en total – ocurrió lo que tanto habían anhelado, y por tanto tiempo, los poderes oscuros del Mundo: Gondor, tal y como se entendía o había permanecido hasta aquel entonces, dejó de existir…
Para tal efecto, no se habían necesitado hordas ingentes de un ejército enemigo que ya sólo campaban por las viejas crónicas, sino simplemente los propios ciudadanos de la capital. Como se solía decir, y se oyó mucho durante los días que siguieron a lo ocurrido, “el enemigo ya estaba en casa”; y si bien al principio tuvo el color de las bandas callejeras, pronto puso de manifiesto como la locura y la violencia eran una plaga que no hacía distinciones de clase, sexo o religión.
Así, mientras los habitantes del corazón del país no se detenían en su frenesí destructivo, las instituciones del gobierno se detuvieron en un parón comparable al nacido de un choque entre dos trenes y que sumió al resto de ciudades en un estado de confusión y perplejidad crecientes al no recibir más noticias (ni directrices) del eje central de la política de una tierra que se enorgullecía de su gobierno centralista.
Y, del mismo modo que había llegado ese caos, se fue tan repentinamente como había aparecido, acompañado por la tormenta que puso un telón de fondo a su discurrir.
Al día siguiente, los interrogantes y el misterio que suscitaba el acontecimiento permanecieron como los restos del naufragio después del paso de la ola destructora, junto a las ruinas humeantes de los ciento veinticinco incendios registrados (el más espectacular de todos el del “Circular Park”), los cadáveres de por lo menos ciento setenta y cinco personas (por no contabilizar a los heridos y desaparecidos) y el desconcierto y amnesia por lo ocurrido que parecía afectar a los supervivientes.
Para inspeccionar todas las piezas tan violentamente dispersadas de ese rompecabezas, las fuerzas y autoridades enviadas con urgencia a la capital de las otras dos grandes ciudades del territorio, Minas Tirith y Minas Ithil, se posicionaron enseguida y sólo por su tesón solitario aguantó Gondor todas y cada una de sus letras, junto a un contingente mandado al fin por los demás países aliados de Gondor, después de la indiferencia general de la que habían hecho gala en un principio, con los vecinos Rohan y el Cercano Harad a la cabeza, seguidos por Dunland y la Confederación de Repúblicas del Viejo Arnor.
El País Eterno, de este modo, resistió, negándose a morir y desaparecer sin más de la dilatada Historia de la Tierra Media y, como desvelándose de un mal sueño corto pero intenso, fue recuperándose con lentitud pero con brío. A pesar de eso, a la hora de encontrar las esquivas respuestas a aquellos interrogantes que habían quedado sembrados por toda la ciudad y – lo que era más importante para los cuerpos y fuerzas de seguridad desplazados a Osgiliath – las responsabilidades por lo ocurrido, éstas brillaban por su ausencia.
Desde un primer momento, se intentó localizar a los posibles máximos dirigentes que pudieran hallarse aún en la ciudad para ver si podían dar algunas explicaciones, por pobres y fragmentadas que fueran éstas. Pero al no hallarse a ninguno en el seno de Osgiliath ni fuera de sus fronteras, se presupuso que todos habían muerto en el desplome de la “Torre de Cristal”… Nadie hubiese imaginado que, no sólo esa hipótesis era la correcta, sino que además, dichos dirigentes se encontraban muertos mucho tiempo antes de la destrucción del edificio.
Y, quizás, de todas esas desapariciones, la que más escoció a las autoridades supervivientes de la nación y a los que investigaban el suceso, fue la del mismísimo Senescal. Si bien su esposa embarazada fue encontrada en las calles de Osgiliath en un estado bastante deplorable, tanto al noveno gobernante de la República como a su hijo mayor, Denethor, pareció que se los hubiera tragado la tierra; hecho que perturbaba en verdad no sólo a los políticos, sino a todos los gondorianos de a pie, por la incertidumbre que planeaba para el futuro de la patria. Solamente algunos días más tarde, algún periodista jocoso se atrevió a proponer que volviera de nuevo la monarquía para llenar el hueco de poder, cuyos escasos descendientes vivían, desde su abdicación forzada hacía años, un cómodo y discreto exilio en el Norte, en lo que antaño había sido conocido como “Rivendel”. Perpetuando la broma, en la calle no se tardó en hablarse de “El retorno del Rey otra vez”, aunque en aquel caso tendría que haberse hablado de una “Reina” (muy joven para unos y demasiado joven todavía para otros). De todas formas, las ideas del gobierno provisional para restaurar un nuevo poder recorrían otros derroteros…
Otro con quien también les hubiera encantado tropezarse a esas improvisadas fuerzas vivas formadas por altos cargos de las ciudades de Minas Tirith, Minas Ithil y Pelargir era con el Primer Consejero de la República , el igualmente volatilizado Ratala Ëarluin. Sobretodo por el hecho de que, en los pocos documentos secretos salvados del desastre de la “Torre de Cristal”, él aparecía como el máximo responsable e ideólogo de la creación del cuerpo de los “Dragones Azules” y, por lo que se desprendía de las investigaciones de campo que se efectuaron sobre dicho cuerpo justo después de la catástrofe, tenía que dar muchas respuestas. Los documentos donde se plasmaron dichos resultados fueron declarados de alto secreto y no salieron más que de un par de despachos para ir a parar a oscuros y olvidados archivos. Lo único que se filtró de ellos fueron los informes sobre la mala actuación del cuerpo a lo largo de los altercados y el hecho de que todos sus miembros habían muerto en las calles o en el derrumbamiento de la “Torre de Cristal”, donde, misteriosamente, estaba concentrado casi la mitad del cuerpo en el momento de la tragedia. Como nadie les echó de menos ni hubo familiares que reclamaran cuerpos, entierros o responsabilidades, tampoco trascendió el dato de que los restos de todos los “Dragones” fallecidos en las calles y los fragmentos recuperados de entre las ruinas de la “Torre” de sus compañeros fueron rápidamente retirados y llevados en convoy nocturno a las más lejanas instalaciones militares ubicadas en Mordor, para su estudio.
La realidad era que la gente, en aquellos momentos tan duros, necesitaba que le hablasen del futuro para escapar de ese presente tan horrible. Y si aquel futuro era esperanzador, la gente olvidaría más deprisa y arrimaría el hombro para llegar hasta él. Ocupado, pues, en trabajar lo más discretamente posible sobre el desastre para encontrar la Verdad y en apaciguar y apoyar al pueblo, el gobierno provisional, rozando la fina línea entre la demagogia y el cumplimiento veraz, prometió que al fin Gondor tendría una democracia digna de ese nombre que la ayudaría a resurgir de sus cenizas en su camino hacia el porvenir. Y, como los vigías de aquella “nueva Gondor”, el gobierno policéfalo de esos días que siguieron al día aseguró también que se alzarían en el solar que antaño ocupase la “Torre de Cristal”, no una, sino hasta tres torres, tan altas y esplendorosas como su antecesora.
Y, al igual que con todos los símbolos, a la construcción de las tres nuevas residencias del poder que hubiera de dirigir Gondor – y, por ende, una buena parte de la Tierra Media – se le dio máxima importancia, creciendo la velocidad de su ejecución cada vez más con el devenir de las semanas; aunque aquí no faltaron ni fueron pocas las voces que acusaron al gobierno de intentar “hacer borrón y cuenta nueva” para demostrar a vecinos y enemigos la rapidez de reacción de Gondor, como quien esconde el polvo bajo la alfombra. Las otras cuchichearon, entre maliciosas risitas a media voz, que lo que se intentaba realmente era esconder o hacer desaparecer lo más rápido posible todo lo que se encontró bajo los restos de la “Torre de Cristal”, cuya naturaleza inquietante habría precipitado tal maniobra; por no hablar de la aureola “como de pesadilla” (sic) que, según como aseguraron varios voluntarios que ayudaron en las tareas para despejar la zona a varios medios de comunicación, se respiraba en el lugar.
Fuese como fuere, la proyección de las Tres Hermanas, como se las fue conociendo, fue despojada de cualquier secreto y pronto se supo que las tres, aun estando separadas, formarían entre todas la silueta de un gigantesco cilindro que recordaría la forma de las añejas torres de vigilancia de los castillos, estando vacío el espacio entre medio de ellas y en cuyo centro, en la base de las tres, se plantaría un jardín, el eje y rey del cual sería uno de los árboles del desaparecido jardín a la entrada de la “Torre de Cristal” que sobrevivió a la hecatombe (por no decir el único). Cada uno de los tres nuevos rascacielos recibió con prontitud, y nada más empezar las obras, un nombre. Así, la que apuntaba al Norte fue llamada “Torre de Ecthelion 2” en honor a la más pequeña y antigua que todavía se conservaba en la ciudadela de Minas Tirith. A la del Sudoeste se le asignó el de “Torre de Imrahil”, en recuerdo del extraviado y último senescal del nuevo milenio; y en cuanto a la última, la que apuntaba al Sudeste, se le otorgó el de “Torre Kadar-lâi” (o “Torre de los Ciudadanos”).
Y, de la misma forma que las nuevas Torres, el ánimo de los osgiliathianos tuvo que partir de cero; o padeció, más bien, una reconstrucción. Esa nueva voluntad osciló todavía por aquel entonces, y quizás por ser los que con más pesar recordaban lo acontecido, entre el desconcierto, la consternación por lo ocurrido y el miedo a que algo parecido pudiera volver a suceder en Osgiliath o en cualquier otra ciudad de Gondor. No faltaron los que intentaron aprovecharse y manipular ese temor, proclamando que el problema y el origen de todo mal había tenido, y tenía, como causa a los inmigrantes, y que si no se seguían sus consejos (siempre eran sus consejos los únicos buenos y los que se tenían que seguir) no tardaría en repetirse una tragedia parecida o incluso peor. Pero tal vez los más ponzoñosos fueron también los charlatanes imbuidos de fiebre mística que aullaban por las calles, levantando sus voces por encima del gentío como si le hablaran al mismo cielo, que aquello era un castigo divino de Eru por los “pecados” (palabra difusa y nunca clarificada) de los habitantes de Osgiliath y que, si los demás gondorianos no hacían nada para frenar aquella “depravación” (otra de sus palabras preferidas e indefinidas en la que cabía de todo… o sólo lo que a ellos no les gustaba) pronto serían sus ciudades las castigadas.
Por fortuna, el sentimiento general de superación, de esperanza, enraizó y creció con más fuerza en los gondorianos bajo el brillante Sol del verano que comenzaba a despuntar que aquellas bravatas apocalípticas que se perdieron llevadas por el viento, el viento del cambio. Así, con la vista clavada en el futuro, pronto fueron recordados los tres meses que siguieron como el “Verano del Resurgimiento”, y aún por muchas generaciones después.
Eso no quiere decir que los gondorianos olvidaran enseguida y que, mucho menos, todas las heridas abiertas aquel seis de Mayo se hubieran cerrado con facilidad…
… Ya que, como para que el laberinto de enigmas siguiera bien vivo para acosarlos, nadie en Osgiliath supo explicarse el origen de la plaga de cuervos que se instaló en la ciudad desde ese día seis de Mayo.
Como nacidos de la tormenta de aquel día, permanecieron en la ciudad durante todo el verano y algún mes más, convirtiéndose en oscuros y nuevos guardianes de la urbe; y a pesar de no causar casi alboroto y haber espantado a las más familiares palomas de plazas y edificios, traían a la mente de la gente la sensación de hallarse ante el pelotón de carroñeros que habría de limpiar de restos a una ciudad condenada.
17.
Un respiro en medio del huracán
Los pies del chico se movían lentos y sin ningún rumbo concreto, deambulando como náufragos en el mar de grandes y pulidas baldosas que tenían como soporte, mientras que su cuello y párpados permanecían paralizados, tenso e inclinado hacia arriba el primero y congelados los segundos, así como a su mandíbula pareciera que le había abandonado toda fuerza o vigor y colgaba inerte dejando la boca abierta en una expresión de asombro y transparente sorpresa.
Las tornas se habían cambiado y, si hacía dos días había sido Tullken quien los había impresionado con su repentina reaparición, ahora eran sus compañeros quienes habían conseguido que el héroe (¡ el salvador de la Tierra Media venido a menos!) pareciera lo que en verdad era: sólo un muchacho estudiante de secundaria, bastante enclenque y de porte serio y soñador a un tiempo que, en esos precisos momentos, se paseaba por las entrañas de la Sala secreta del Tesoro de los antiguos reyes de Gondor como un niño en el castillo de un gigante, incapaz de articular palabra alguna o de encontrar el instante para despertar de aquel sueño.
Pero el dúnadan no estaba solo. Iluminados por el frío y azulado fuego que ardía en las antorchas encendidas con el poder de Pallando, sus amigos permanecían con él en la estancia, silenciosos también pero más relajados, incluso divertidos ante la reacción del joven descendiente de la Casa del Norte. Abdelkarr, cómodamente apoyado en una de las inmensas columnas que aguantaban el lugar y con los brazos cruzados sobre el pecho, sonreía con socarronería y cierta indulgencia ante la apariencia de lelo que tenía el otro muchacho al estar tan embelesado contemplando las estrellas del firmamento de piedra fijado en el techo, tal y como las habían visto en su día los sabios de hacía más de dos mil años atrás. Más circunspecto, Pallando lo observaba sentado sobre el baúl ribeteado con plata como si en verdad no viera el deambular del chico, más viejo y apartado de este mundo desde los hechos acaecidos hacía dos jornadas. Sólo Dwalin permanecía de pie, más pálido que antes tal vez y con el brazo malherido aguantado por un trozo de tela, pero volviendo a ser, una vez atravesada la negra bruma de aquel pasado seis de Mayo, el mismo enano de siempre y, si en la boca del sureño se dibujaba una sonrisa irónica, en la de Dwalin ésta era de sincera alegría, pues solamente de los Tres Caminantes conocía tan bien a Tullken como para saber el aturdimiento y entusiasmo que le producía el espectáculo que estaba contemplando… O por lo menos el viejo Tullken que Dwalin había conocido en el colegio y el instituto, ya que si bien el enano se congratulaba en parte por reconocer en el asombrado dúnadan a su antiguo compañero de fatigas, no era menos verdad que, tanto él como los demás, seguían desconcertados y aún temerosos cada vez que se volvían a reunir con Tullken. Todavía quedaban muchas preguntas en el aire y, por el momento, el joven heredero de los “Hombres del Mar” no parecía querer soltar prenda, intuyendo que la mayoría giraban entorno a él.
- Hay que ver… el Enano se quedó igual que tú de embobado la primera vez que vino aquí, pero por lo menos él se fijó más en el tesoro que en la jodida arquitectura del sitio – exclamó jovial Abdelkarr cuando aquel silencio reverente se le hizo insoportable.
Como despertando de un sueño, Tullken bajó al fin la vista para mirar al sureño y luego a la amplia geografía de montañas y valles que formaban las monedas, los baúles y las vasijas llenas de éstas mismas, junto a esplendorosas armas u obras de orfebrería, que relumbraban como hastiadas de su propio valor, alrededor suyo.
- Ey, no creas que no me he fijado… pero es que, no sé, me ha llamado más la atención lo… grande que es el lugar… y esos frescos que hay pintados por todas partes – contestó como dubitativo y con voz soñadora Tullken después de darle una rápida ojeada a las riquezas para luego volver a alzar los ojos hacia las milenarias paredes y señalarles con un dedo a sus compañeros lo que había atrapado tan a fondo su curiosidad.
Éstos hicieron el esfuerzo y, más allá de las desgastadas constelaciones grabadas, al igual que en el cielo, para toda la eternidad en el abovedado techo, descubrieron también allí y allá las casi invisibles pinturas de delicadas damas y engalanados caballeros repartidos por las paredes y distribuidos en lo que parecía ser un festejo en medio de un verde campo florido. Sus heladas miradas en el tiempo y la belleza de los ropajes que alguna vez debieron resaltar aún más a sus portadores representados en pintura, no consiguieron captar mucho más el interés de Dwalin o de Abdelkarr que si hubieran visto el vídeo de las vacaciones del típico pariente plasta. Y si Pallando las ignoró adrede fue para evitar que la puerta de la Memoria se abriera y fuera contaminada por aquellas imágenes. De los cuatro, Pallando había sido el único que en verdad había contemplado en toda su grandeza y esplendor la antigua corte del rey Elessar en su lugar y tiempo, y ese recuerdo de tal manera había de permanecer.
Pero, como contagiados de la discreción del anciano mago, los tres jóvenes volvieron a sumirse en el mutismo, llevados por el respectivo río de sus pensamientos. Y éstos, casi invariablemente, fluyeron en dirección contraria al presente o al futuro, hacia el pasado, rememorando los hechos de los dos días transcurridos desde el día en que “Gondor se detuvo”, tal y como los periódicos lo bautizaron. Se reencontró así Tullken otra vez con su madre y volvió a sentir el abrazo angustiado de ella y el consuelo de su corazón, que en mucho debería asemejarse al de la madre que recupera a un hijo vuelto de la guerra, mientras sobre los dos sobrevolaba el negro fantasma de la desaparición de Bardo. Abdelkarr también visitó a su familia de la que nunca hablaba y cuyo recuerdo no dejaba que fuera perturbado por lo que acaecía en su (a veces) arriesgada vida.
Tal vez, de entre todas aquellas reunificaciones familiares, había sido la de Dwalin la más brillante y cálida. Asimismo, el enano, a pesar de eso, y tal y como lo recordaba, había sentido dolor en el momento del reencuentro, no sólo por el abrazo que le dieron sus padres nada más verle –y que le recordó que su brazo había ido colgando la mayor parte del día anterior-, sino también por la mezcla de alegría y congoja que lo invadió en aquel momento y por lo consciente que fue en ese preciso instante de lo fácil que hubiera sido que ese abrazo nunca se hubiese producido; por lo amarga que era la fina línea que separaba aquella alegría de la más terrible de las desesperanzas. Tan exaltados estaban sus progenitores al verle sano y salvo después de haber desaparecido todo ese fatídico día que incluso pasaron por alto la gran herida que tenía en un costado de la cabeza o el “pequeño” detalle de su brazo inutilizado y que, indudablemente, hipotecaría su futuro en el taller de su padre o cualquier otra tarea “de Enanos”. Quizás prefirieron entonces dejarse llevar por el mejor y extenso campo que se extendía a la derecha de la fina línea del destino, allí donde moraba esa alegría, debido a que con la angustia bastante habían convivido ya, pues bien vio Dwalin que sus rostros se habían llenado con más arrugas en el caso de su padre, y de saladas y abundantes lágrimas en el de su madre. De igual modo, también entrevió en aquellos ya ancianos y curtidos rostros, a imagen y semejanza del padre Aulë, el alivio liberador que compartían junto a su hermana Dwalina. La pequeña enana se aferró a la cintura de su hermano nada más tenerlo delante y, entre sollozos y lágrimas, le confesó que se sentía culpable por haberle dejado marchar sin más en esa mañana del día antes de que empezara la catástrofe. Tal y como le dijo, había temido que “hubiese caído en el Lado Oscuro… con el mago malo”, mezclando en su disculpa atropellada el relato improvisado que le había contado y dejando a Dwalin con los ojos bien abiertos y media sonrisa incrédula ante el asombro que le produjo descubrir lo intuitiva y perspicaz que podía llegar a ser a veces su hermanita.
Solamente a Pallando, a quien nadie tenía que recibir o esperar ahora que el más semejante a él había partido hacia un destino incógnito, devorado por el cielo, se le abría un vacío en la memoria de aquellos dos días ya transcurridos, transmitiendo aquella misma aura de melancolía que desprendían los nobles dúnedain representados en las castigadas pinturas de las paredes: más triste y distante cuanto más se reflejaba en ellas la lumbre azulada que provenía de las antorchas encendidas. Sentado y quieto, con la vista perdida en la nada, tal pareciera que el anciano fuera uno más de aquellos que compartían ese festejo eterno plasmado sobre fría roca y que celebraban la juventud y fortaleza de otros tiempos, posando sus indiferentes y serenas miradas, como la del “istar”, sobre el gris ambiente de la sala y que, sin duda, considerarían también la tonalidad de esos tiempos que les sucedieron y que los habían enterrado literalmente en el olvido del pasado.
Pero al igual que si hubiera caído en un torbellino, esa sucesión de imágenes e instantes de su pasado más inmediato que pasó por cada una de sus cabezas, fue engullida por lo sucedido el seis de Mayo al retroceder aún más en sus recuerdos de las bibliotecas de sus memorias. El fin de esa jornada, el crepúsculo de aquella fisura aparecida tan bruscamente en la historia de Gondor, les volvió a sacudir con renovadas fuerzas, como si nunca hubieran escapado en verdad de ese día y las vivencias posteriores no fueran más que un sueño.
Y si el ensimismamiento de Tullken contemplando la magnificencia de épocas pasadas, cautivas en esa falsa caverna, se había contagiado a todos, fue la figura del joven dúnadan la que también, y de igual forma que una llave, les abrió el paso hacia la rememoración de las sensaciones, las tumultuosas emociones, los olores, los ruidos y la neblinosa tensión de aquel mar embravecido del que habían escapado y al que volvían…
… a hundirse, rodeados de las calles de Osgiliath, desatado y libre de nuevo casi después de la pausa que había supuesto la caída de la “Torre de Cristal”. Pero era un vaivén más relajado, más consciente de hacia donde se dirigía. Los supervivientes salieron de aquel modo de sus escondrijos como animales que despiertan del sueño invernal y se preparan para recibir a la primavera, siguiendo la llamada de la nueva estación que preconizaba la suave lluvia que dominaba ya toda la ciudad.
Bajo ella, siguiendo el dictado de sus propios intereses, corrían ellos; cinco figuras minúsculas e insignificantes a los pies de la todavía monumental y portentosa arquitectura de la capital, cuya majestuosidad no se veía menoscabada por la penumbra y el silencio que continuaba reinando en las ventanas y esquinas de los edificios.
Corrían azuzados por el aguijón del apremio, en una carrera de la que desconocían el límite de tiempo del que disponían, pues no eran conocedores de cuanto más podría aguantar Elesarn en aquellas condiciones. La elfa, si bien había experimentado una mejoría gracias a las intervenciones conjuntas de Pallando y Tullken, seguía inconsciente, prisionera de su sueño; y su cuerpo, aunque recuperado el color, seguía frío como una muda advertencia de que, si no se daban prisa, la vida de ella acabaría siendo como una de aquellas numerosas gotas de lluvia que les rodeaban: transparente, fría y efímera.
Y, conocedores de que donde no llegaba la magia llegarían las artes y habilidades humanas, Pallando y Tullken corrían en la delantera del grupo en busca de alguno de los puntos de ayuda que habían ido llegando en cuentagotas a la ciudad para que prestaran ayuda médica a la muchacha que, en aquella enésima carrera del grupo, descansaba en brazos del anciano mago, envuelta como un recién nacido con toda la gabardina del “istar” para que la lluvia ni le rozara la piel; mientras que Tullken, más fatigado y tenso para tal acción, miraba en todas direcciones para descubrir lo que intentaban hallar, pero sin perder tampoco de vista al gran cuervo que, a unos treinta metros delante de ellos, volaba entre semáforos y farolas muertas a modo de avanzadilla.
Abdelkarr y Dwalin, detrás de todos y en silencio, veían toda esa escena aún sobrecogidos por la reaparición de Tullken y lo sucedido en el portal que ya habían dejado atrás. El misterio que rodeaba aquel acontecimiento todavía les seguía molestando por rápido que corrieran, y ver a su recién aparecido amigo y compañero corriendo y desesperándose a cada segundo que pasaba como cualquier otro mortal, no hacía más que agudizarles el recuerdo de su lóbrego aspecto nada más aparecer, la falta de humanidad que presentaba su blanco y magullado rostro – y que, al mirarles, les traspasó con la mirada - , así como el hecho de que luego todo aquello había desaparecido sin más bajo la luz que de él mismo procedía. Dwalin y Abdelkarr sólo habían visto brillar antes a alguien de aquel mismo modo en la Cámara de las Arañas, cuando Pallando se había enfrentado a la madre de todas ellas y había encendido el frío metal de su armadura con el fulgor cegador de la exaltación de la batalla. Ambos sabían que algún lío había entre Tullken y sus antepasados, en los que se contaba un mago, pero ¿ acaso esa luz significaba que, tanto Tullken como Pallando, eran del mismo rango? ¿ Qué se habían deshecho de un mago para que enseguida hubiera aparecido otro?
El colmo, de todas formas (o, por lo menos para Dwalin, poseedor de la mentalidad conservadora e invariable de los enanos), fueron la gran águila y los miles, o millones (quien sabe), de cuervos que les esperaban nada más salir del portal, estoicas virutas de carbón aladas que soportaban sobre farolas y señales de tráfico la persistente lluvia. Sin pestañear, Tullken habló con todos ellos en un lenguaje cuya sonoridad e impresión ninguno de los dos chicos hizo esfuerzo de retener, de tan asombrados como habían quedado ante la ominosa y oscura presencia del ave más grande de todas. Después de parlamentar con los pájaros, y de que incluso Pallando intercambiara unas palabras con el águila ( ¿ y por qué no? Pensaron jocosamente los dos jóvenes. En aquella fiesta, a los normales como ellos sólo les quedaba conformarse con permanecer quietos bajo la lluvia, contemplando solamente y a la espera de cualquier otra extravagancia), la multitud de aves se lanzó al cielo, luchando contra las gotas de lluvia que parecían caer sólo para intentar frenar su ascenso.
Todavía se estaban recuperando de la impresión que les había causado el soberbio salto al cielo de la gran águila – y que les peinó con su potente aleteo -, cuando enseguida se vieron obligados a salir corriendo detrás de los otros dos, quienes a su vez seguían al único cuervo que se había quedado con ellos, uno de enorme y portentoso, cuyas negras plumas parecían desprender reflejos casi plateados al golpear el agua que les caía encima.
Y ya parecía que aquella búsqueda a contrarreloj para encontrar un lugar resguardado para Elesarn iba a ser infructuosa cuando aquel mismo cuervo, lanzando un corto chillido, les puso sobre la pista de uno de aquellos puntos de ayuda, en donde los sobrevivientes empezaban a remolinarse, para luego desaparecer él también en el oscurecido cielo. Perfilándose como un pequeño poblado de luces en medio de una avenida de la monstruosa urbe, llegaron al fin a la decena de coches de policía, bomberos y ambulancias venidos de fuera que, formando una especie de islote, ofrecía ayuda a quien la necesitara.
Temblando de emoción, o de frío, o de todo a la vez, Tullken casi se tiró literalmente sobre una enfermera que iba en ayuda de otros damnificados para pedirle auxilio; y más que por la insistencia del chico, fue por ese algo en su mirada y por su voz al decir “¡ Ayúdenla!” por lo que la mujer paró su carrera y accedió a posponer sus deberes urgentes y llevarles a la parte trasera de una ambulancia, atravesando el movido y bullicioso “campamento”, donde todo el mundo parecía ir a alguna parte, fuera un despistado policía novato o un herido con un grueso vendaje en la cabeza, sin ir en realidad a ningún sitio. Ahí, los médicos que atendieron finalmente a Elesarn se quedaron en un silencio glacial. No era por lo raro del grupo que la había traído, ni porque éstos también presentaran un aspecto desastroso, con caras y brazos llenos de magulladuras y cortes (¡ y aún suerte que no vieron la mano derecha del joven que había insistido tanto en que la asistieran y que tan precavidamente tenía encerrada en un puño, aunque no podía evitar rascársela de tanto en tanto en su muslo debido a las ascuas de dolor que todavía ardían en ella!), sino porqué se hallaron delante de lo que sólo habían considerado hasta entonces un simple y cálido recuerdo de los cuentos de su infancia.
Pues todos habían oído de pequeños aquellas historias, ya fueran contadas por padres, profesores o aún más sabios abuelos y que sonaban ya a viejas, como un recuerdo largamente escondido en la memoria, sobre elfos; pero ahora lo que tenían enfrente era una elfa, una auténtica elfa. La profundidad de esa maravilla era tan abrumadora que Tullken y sus amigos casi les tuvieron que recordar que hicieran su trabajo, zarandearlos para que despertaran del sueño en el que se habían perdido. Otra vez centrados, el equipo médico no tardó en llevarse entonces, sobre una camilla y bajo el peso de veinte mantas, a Elesarn dentro de la ambulancia, cuyo indefenso cuerpo pálido parecía desprender aún una leve luminiscencia, a causa del contacto de la luz de Tullken, dentro del estrecho cubículo donde atónitos enfermeros comenzaban a cubrirla de vendajes y tubos con una maquinal profesionalidad casi forzada, ya que todavía se encontraban sorprendidos y, siendo sinceros, inquietos por no saber si su medicina podría funcionar con un miembro del Bello Pueblo del que, a parte de leyendas, nada sabían.
Observándolo todo desde fuera, mientras aguantaban la lluvia, permanecieron ellos, Tullken, Abdelkarr, Dwalin y Pallando; quietos y callados, sin que nadie se percatara de su presencia y pudiera así ofrecerles una manta siquiera. Sus rostros, iluminados sólo por las luces y sombras del interior de la ambulancia como si fueran curiosos husmeando por la ventana de una casa bien alumbrada y acogedora, no translucían de todas formas emoción o queja alguna, tal cual sus vidas hubieran dependido siempre de llevar a la joven a un lugar seguro y, una vez cumplida su misión, éstas carecieran ya de sentido y solamente fueran capaces de quedarse parados ahí, de pie, contemplando el devenir de aquel meandro del río de la existencia, tornado en torbellino…
… Pero, sin lugar a dudas, el grupo de compañeros no era ajeno al avance del destino y su historia, como la de la ciudad de Osgiliath, no se terminaba allí. Dos días habían pasado desde la muerte de la República de los Senescales, dos días desde que se llevaran a Eleseran a un hospital bajo la bandera de la urgencia más acuciante y dos eran también los días en que nada sabían de ella.
Durante esos dos días había seguido lloviendo y durante esos dos días Tullken había acudido infructuosamente al hospital para poder visitarla, recibiendo siempre la misma negativa: “No es usted un familiar”, le decían los recepcionistas; “es aún demasiado pronto”, le respondían las enfermeras que increpaba en medio de los pasillos o “a los pacientes muy graves o inconscientes es mejor dejarlos tranquilos. Ya le avisaremos cuando tengamos alguna novedad”, los pocos médicos que se dignaron a hablar con él. De tal manera se aferró a esperanzas vanas que, al final, pareció que Tullken fuese el enfermo, negándose muchas veces a abandonar el hospital hasta altas horas de la tarde, perdido entre pasillos y quejumbrosos pacientes, y olvidando que, mientras sus amigos volvían a reunirse con sus familias para apagar las hogueras de la preocupación, su madre lo esperaba angustiada en su casa; una casa huérfana de marido y primogénito.
Sólo hasta que a Pallando, ermitaño también, pero a la fuerza y no por voluntad propia, se le ocurrió que, con la excusa de devolver las armaduras de Dwalin y Abdelkarr al lugar que les correspondía, podrían persuadir a Tullken para que se desenganchara de aquella rutina que no llevaba a ninguna parte, el dúnadan abandonó su deambular por el hospital. Y los Tres Caminantes sabían que, a tenor de la mirada de oscurecidos ojos castaños y llenos de admiración del joven, habían triunfado en su propósito de proporcionarle un descanso en la carrera a contracorriente en la que se había envuelto, dándole ese escape el esplendor, las riquezas y el aliento de otros tiempos.
Aunque, naturalmente, ellos tres eran también muy conscientes, incluso el endurecido Abdelkarr, a quien pocas cosas conmovían, de la larva de angustia que les roía un poco más las entrañas a cada día que pasaba sin que las pocas noticias que conocían sobre la durmiente Elesarn cambiaran.
Fuera de la Sala de las Estrellas, de igual modo, la reina de todas ellas, Arien, el Sol, seguía reinando una vez había conseguido espantar a las negras nubes de tormenta e, indiferente aparentemente a la tierra que tenía a sus pies, su inmaculada luz se reflejaba, a modo de espejos, en los miles de charcos de agua repartidos por toda la ciudad, nacidos de la lluvia que había cesado al fin, ufana de su gloria.