El Gemido de la Banshee
Relato de terror, en el cual los viajeros alojados en una posada oyen durante una tormenta el gemido de las banshees, algo que ocurre cuando una muerte está próxima.


A todos aquellos que lo lean,
guardando en sus corazones
la esperanza de que no sea el último.


Era una noche oscura y fría, como todas las de aquel invierno. En una época en la que todavía perduraban las antiguas creencias supersticiosas en Irlanda, tres viajeros deambulaban sin rumbo perdidos por las húmedas tierras del condado de Kerry. El viento agitaba sus ropajes con furia, como si intentara despojarles del precario calor que estos les proporcionaban.
Marchaban en fila india, sin pronunciar una sola palabra de consuelo mutuo entre ellos. El que iba primero se apoyaba en un regio bastón de nudosa madera para poder luchar contra el azote del viento. El segundo portaba un antiguo candil, que protegía con el brazo para evitar que se apagara. El tercero conducía por el ronzal a un burro gris, que se caía de puro viejo.
La tormenta que les había perseguido durante toda la jornada se desató con furia, empapando en cuestión de segundos a los tres caminantes. El pollino se negó a continuar, y los hombres se vieron obligados a empujarle desde atrás moliéndolo a palos para que se pusiera en movimiento otra vez. El animal fue tras él cojeando de una de las patas traseras. Pero aquellos no eran tiempos para lamentaciones o debilidades. Sólo los más fuertes seguían hasta el final.
La lluvia amenazaba con continuar durante horas, así que los viajeros decidieron parar en la primera posada que apareciera a lo largo del camino.
Como respondiendo a sus silenciosos ruegos, una luz brilló en la lejanía. Sin dudar se dirigieron hacia ella. Era una pequeña construcción de piedra oscura y techo de madera recubierto por placas de barro seco. Un par de enredaderas trepaban por el muro, asiéndose a los pocos lugares que el musgo les dejaba libres.
Llamaron con los nudillos en la gruesa puerta y esperaron una contestación. Al cabo de unos segundos una pequeña ventana se abrió en la parte superior, y a ella se asomó el rostro del dueño del lugar.
- ¿Quién va?- Les preguntó, observando sus rostros cubiertos por holgadas capuchas.
- Sólo somos tres pobres hombres cansados, que buscan refugio para esta desapacible noche.- Informó el que protegía el candil con su capa.
- Tendréis que ocupar una habitación. No queremos huéspedes momentáneos. ¿Tenéis dinero para pagarla?- Respondió con desconfianza.
El que se ocupaba del burro rebuscó entre los bultos que éste cargaba, y le enseñó al posadero un buen puñado de monedas. La ventana se cerró y descorrieron el cerrojo, que cedió con un quejido oxidado.
- En ese caso sed bienvenidos.- Dijo permitiéndoles el paso al interior.
El posadero era un hombre entrado en años, de corta estatura y piernas zambas. Poseía una ancha espalda y unas manos fuertes, capaces de trabajar sin descanso durante largas jornadas. Su vientre estaba abultado, seguramente por el exceso de cerveza negra y whisky que había ingerido a lo largo de su vida.
Les hizo una ridícula reverencia, que no casaba de ninguna manera con sus rudimentarias vestimentas. Los hombres le correspondieron respetuosamente tras descubrirse los rostros.
- Mi nombre es Patrick, en honor al santo de nuestra hermosa tierra.- Se presentó.
- Hermosa sin duda.- Concluyó uno de los viajeros.
Una gruesa mujer salió desde una habitación y les saludó con la misma ridícula reverencia con la que les había recibido Patrick.
- Mi esposa, Marie McCarthy.
Ambos cónyuges lucían una frondosa melena pelirroja rizada.
Marie se había quedado embelesada ante el dinero que todavía brillaba en la mano de uno de sus huéspedes. Su esposo le propinó un cachete en las nalgas. Ella reaccionó enseguida.
- Yo llevaré vuestra cabalgadura al establo. Allí estará a resguardo por esta noche.
Dos de los viajeros se dirigieron miradas divertidas. El que iba en primer lugar permaneció serio sin variar un ápice su expresión, que se encontraba entre la cautela y el cansancio acumulado del viaje.
- Le agradecemos su cortesía, buena mujer.
Marie se alejó sin contestar al desconocido. Cuando la puerta se hubo cerrado, el posadero les acompañó hasta una acogedora sala. Una chimenea se encargaba de iluminar la habitación. A su alrededor se congregaban algunas otras personas que frotaban las manos para entrar en calor. Una piel de oveja descansaba en un rincón, sobre la cual dormitaban tres huesudos perros de caza.
Los recién llegados se despojaron de sus capas y las pusieron sobre unas sillas para que se secaran. Patrick se fijó en ellos por primera vez. No eran hombres maduros, como él había pensado en un principio al verles caminar encorvados. Muy al contrario.
El que había entrado el primero no debía superar los 26 años. Tenía el pelo rubio y los ojos azules. Patrick no pudo evitar pensar que le había visto en alguna otra parte. Estaba seguro de que aquel par de llamas de color azul y él ya se habían encontrado en un tiempo y lugar que no lograba recordar.
Los otros dos viajeros tenían un par de años más, y ambos tenían el pelo negro como el ala de cuervo y los ojos castaños.
- ¿Desean tomar algo los señores?- Les ofreció el grueso hombre.
El muchacho rubio se giró.
- ¿Qué tal la cerveza de su posada?
- ¡Magnífica! Pueden preguntárselo a cualquiera de los que están aquí.
Se escucharon algunos murmullos aprobadores.
- Nos fiaremos de su palabra. Pónganos una jarra a cada uno.
- Enseguida, señores.
Los dos morenos se miraron otra vez con humor. Patrick vio que el tercer viajero se mantenía al margen. Ocuparon una mesa y comenzaron a charlar sobre diversos temas. A los pocos minutos una joven les trajo las bebidas.
- ¿Algo de cenar?- Les ofreció.
- Lo dejaremos a su elección.
Ella sonrió coquetamente.
- Nuestros filetes de buey son realmente sabrosos. Estoy segura de que vuestras mercedes sabrán apreciar su calidad.
- Entonces saciaremos nuestra hambre con ellos.
La muchacha se alejó con una serie de gráciles pasos. Un hombre junto al que pasó le palmeó el trasero. Ella le abofeteó la cara y se dirigió a la cocina apresuradamente. Todos rieron en la habitación.
Los jóvenes morenos tocaron en el hombro a su rubio acompañante, que se encontraba perdido entre sus propias reflexiones.
- ¿Qué os sucede, buen amigo?
Él despertó de su estado de distracción.
- ¿No lo oís? Las banshees están gimiendo. Alguien va a morir esta noche en la posada.
- ¿Perdón?- Le contestaron educadamente.
- Veo que conocéis bien las tradiciones de la tierra irlandesa.- Interrumpió Patrick la conversación.
- Yo mismo soy irlandés. Sé de las viejas leyendas.
- ¿Quiénes son esas tales banshees? ¿Y en qué se basa usted para tan funesta predicción?- Objetó otro de los viajeros.
- Debo suponer que vos sí sois extranjero.- Se aventuró el posadero.
- Lo somos. Este joven acompañante nuestro es el guía que nos lleva hasta nuestro destino. Somos de las lejanas tierras del continente. ¿Podéis contarnos el significado de vuestros temores?
- Tal y como vuestro guía ha señalado, los gemidos de las banshees señalan la proximidad de una muerte en la casa.- Explicó el hombre.
El joven rubio asintió desde su asiento. Tenía los pies apoyados sobre otra silla, como si estuviera intentando conciliar el sueño.
Los dos extranjeros se sintieron intrigados. El posadero se dispuso a marcharse a la cocina para continuar con sus labores.
- ¿Adónde vais?- Le detuvieron.- ¿Pensáis dejarnos sin dormir por la intriga?
- El conocimiento de esta tenebrosa leyenda sería la causante de vuestros desvelos.- Les contestó.
Este comentario sólo consiguió aumentar su deseo.
- Aún así, no os detengáis. Ya no somos unos críos asustadizos que correrán a esconderse bajo las faldas de sus madres ante los cuentos de viejas.
- Esto no es un cuento. ¿Acaso no las escucháis?
- ¿Os haría cambiar de opinión una jarra de cerveza?- Insistió el más maduro de ambos.
Patrick aceptó de buena gana. Se sentó al lado del joven rubio, que permanecía hipnotizado observando las llamas. Los congregados en la habitación se habían ido retirando a sus habitaciones, y para cuando el posadero se hubo bebido su cerveza, ya estaban los cuatro solos.
Debido a la falta del ruido provocado por las charlas de los demás, los gemidos que el aire traía eran mucho más apreciables. Cualquier oído distraído los habría confundido con el aullido del viento o el golpeteo de la lluvia, pero el guía irlandés estaba acostumbrado a separar los ruidos y reconocerlos.
Aquellos gemidos eran palabras susurradas a la noche por labios invisibles. Aunque no lograba comprender exactamente qué era lo que decían, el sonido le ponía los pelos de punta, pero a la vez le producía una excitación creciente. Se obligó a permanecer imperturbable.
McCarthy clavó sus ojos en él.
¿De qué te conozco, muchacho? Le inquirieron. ¿A qué se debe esa actitud arrogante?
- ¿Y bien?- Le instigaron los jóvenes.
El tabernero miró silenciosamente la expresión del rostro de su compatriota irlandés. Lo cierto era que le fascinaba la madurez que irradiaba. A pesar de no llegar a la treintena, poseía el aplomo de un experimentado adulto. Aquello dejaba en evidencia, más aún si era posible, el infantilismo de sus acompañantes. Trató de encuadrar las facciones de su rostro, pero no lo logró.
¿De dónde eres? Le preguntó en silencio a la crudeza de sus ojos azules. No obtuvo ninguna respuesta, salvo un carraspeo apremiante por parte de sus otros dos huéspedes.
Suspiró, ordenando sus pensamientos para comenzar con la narración.
- Por todos es conocido que en nuestra tierra se dan cita toda una larga lista de seres de las más fantásticas procedencias.- Contempló a sus interesados espectadores. El joven rubio continuaba escrutando el fuego, como si leyera mensajes fantasmales en él.- En este caso hablamos de una banshee, la profetisa de la muerte.
- Eso ya lo habéis contado.- Replicó uno de los jóvenes.
Patrick ignoró el comentario.
- Una banshee es la personificación del espíritu de alguna bella doncella de la familia, que murió antes de que le correspondiese.
- ¿Cómo sabéis que no es el viento?- Desconfiaron los viajeros.- ¿Alguien vio alguna vez a tal espectro?
- Sí.- Terció el muchacho rubio.- Son criaturas pálidas, con brillantes cabelleras y enrojecidos ojos tras el llanto. Quien me lo refirió aseguraba que usan un vestido verde, que cubren con una larga capa gris.
McCarthy se santiguó.
- Y ahora anuncia a muerte del marido de mi hermana, que lleva tres días sin probar bocado. El médico dice no poder hacer más por él.
- Lo sentimos.- Se disculpó uno de sus interlocutores.- Pero, perdonad mi curiosidad. Acabáis de contar que una banshee es el espectro de un familiar. Y, ¿a quién corresponde en este caso?
Los cristales crujían, amenazando con romperse. Patrick se levantó para protegerlos con las contraventanas de madera.
- Se trataba de una sobrina mía, asesinada brutalmente por un par de vándalos hace poco más de tres años.
- ¿Qué le hicieron?
- No creo que éste sea el momento más adecuado para referiros los escabrosos detalles. Podría hacer enfadar al espectro.- Contestó el tabernero molesto por la morbosidad que demostraban.
- Estoy de acuerdo.- Opinó el guía irlandés.- Ningún espíritu disfruta con ello.- Paseó la mirada por los rostros de los tres hombres con los que compartía mesa. McCarthy sintió escalofríos. Hubiera deseado saber qué era lo que estaba pensando.- Puede que vuestra curiosidad ya le haya ofendido.- Sonrió de medio lado, enseñando un par de dientes.
El que lo había preguntado bufó una réplica y se calló.
Patrick le miró sin comprender. O el muchacho era tremendamente supersticioso, lo cual tampoco resultaba demasiado extraño por aquellas tierras, o estaba tratando de asustar a sus compañeros.
Un anciano de espalda encorvada hizo aparición en medio de la sala. Los allí concurridos se pusieron en pie en señal de respeto.
- ¿Qué hacéis levantado a estas horas, padre?- Le exigió Patrick.
- Mis viejos huesos clamaban por un poco de calor.- Respondió acercándose al fuego.- Y he venido por un madero ardiente con el que prender la chimenea de mi habitación.
Sin añadir nada más, el anciano recogió lo que buscaba y regresó con paso lento y renqueante a sus aposentos.
Los cuatro hombres permanecieron en silencio. Sobre ellos resonaban los lejanos gritos de angustia. Patrick aguzó su fino oído. ¿No le parecía escucharlo más cerca? El ruido de la tormenta le impidió comprobarlo.
- Debo rogar a vuestras mercedes que se retiren ya a sus habitaciones.- Suplicó el tabernero.- Temo que haya sido el ruido de nuestras voces lo que haya despertado a mi padre.
Los tres huéspedes obedecieron sin oponer resistencia.
El guía irlandés se tumbó en la cama y cayó dormido como una piedra.
Por el contrario, sus compañeros no lograron conciliar el sueño. Se quedaron en sus lechos, con las sábanas tapándoles hasta la frente y los dientes castañeteándoles a causa del frío. Ambos repasaban la historia que el tabernero les había contado, añadiéndole todos los detalles que su imaginación deseaba.
Las horas fueron pasando lenta e inexorablemente. La tormenta, en lugar de amainar, parecía crecer en fuerza y furia.
El joven, que tan deseosamente había insistido en conocer los detalles del crimen, se incorporó. Desde que no era más que un niño, había sentido una irremediable atracción por el resplandor de los rayos sobre el paño negro del cielo.
Se acercó a la ventana lentamente, igual que lo haría si se encontrara frente a un altar en la catedral de San Patricio. Podía distinguir retazos de luz, tras los cuales el mundo retumbaba como si fuese a partirse por la mitad. Como si el final de los tiempos amenazara con acaecer de un momento a otro.
Apartó la contraventana y dejó que la lluvia le mojase la cara, pegándole el negro flequillo a la frente. El joven no notó cómo las frías gotas se le colaban por el cuello de sus gruesas ropas. Ya estaba hipnotizado por la brillante silueta de los rayos que lamían los verdes prados de tréboles de Kerry.
Suspiró, deseando controlar, aunque sólo fuese un instante, el poder que aquellas letales flechas irradiaban.
Un nuevo rayo cayó sobre un árbol a menos de una milla de la posada. El estruendo resonó como si las puertas del infierno se hubiesen abierto, y los condenados tratasen de hacer que sus gritos desesperados removiesen las conciencias de los que todavía no se habían reunido con ellos en el Averno.
El árbol ardía en medio de la noche, y en sus llamas el extranjero creyó ver las danzas infernales de los espectros. Tal vez era eso lo que su guía había descubierto en el fuego del hogar.
El frío viento apagó las pobres luces que tenía en su habitación, sumiéndole en una oscuridad que no hacía más que resaltar la agonía de los demonios que se retorcían en el árbol.
De repente el aullido del viento cobró sentido y voz. El joven se estremeció, recordando la historia que Patrick les había relatado. Imaginó a la muchacha sollozando sobre un charco de su propia sangre, sintiendo que la vida se escapaba por cada poro de su piel. Pudo ver sus pulmones pugnando por retrasar algunos segundos más su inevitable final.
El extranjero apartó de su mente todo aquel sufrimiento y volvió a concentrarse en la tormenta, mientras que los gemidos de la banshee cobraban fuerza e insistencia.
Entonces, un ruido dentro de su habitación llamó su atención. Escrutó la oscuridad con ojos cansados por el largo día, y distinguió una silueta situada a los pies de su cama.
- ¿Quién ha osado entrar en mi cuarto?- Preguntó intentando aparentar solidez.
El ligero temblor de su voz le delató.
Como el intruso no contestaba, palpó por el suelo hasta dar con el candil que había estado portando durante su extenuante recorrido. Lo encendió con una mano temblorosa y alumbró los rincones de la sala.
Allí no había nadie.
El joven parpadeó confuso, escuchando los golpeteos de la robusta contraventana. Dio un paso hacia atrás con los dientes castañeteándole sin control, y resbaló debido al agua que había entrado.
Su cabeza se estrelló contra el duro suelo, y vio cómo se apagaba el candil sin que pudiese evitarlo. La mecha se empapó y quedó inutilizada. De nuevo la oscuridad extendió sus largos y huesudos dedos alrededor del viajero, que volvió a distinguir una silueta en el mismo lugar de antes.
Su respiración se transformó en una serie de rápidos jadeos mientras que su miedo se convertía en pánico, oprimiéndole la garganta.
Empujó con los pies para alejarse de la sombra, pero las piedras, resbaladizas por la lluvia, parecían burlarse de él al sabotear sus intentos de escapatoria.
Un nuevo rayo paseó sobre el revuelto aire, iluminando cruelmente la estancia para desvelar el secreto que aquellas paredes escondían.
Un gritó se ahogó en su pecho. El corazón se le heló.
Junto a su cama se encontraba un hombre sin cabeza. Mejor dicho, la cabeza la sujetaba entre sus manos con morbosidad, como si de una cesta de recolecta se tratase. Sus ropas, recubiertas de sangre y pequeñas astillas de hueso, habían sido rasgadas hasta dejar ver su cuerpo enmohecido y comido por los gusanos. Le sonrió, dejando al descubierto unas encías sin dientes. Sus ojos, azules como el océano, estaban velados por una catarata blanquecina que les confería el aspecto de un cielo nublado.
A su alrededor, a modo de aura infernal, se extendía una especie de ventana a otro mundo. Un mundo en el que grises seres gelatinosos se arrastraban bajo las cunas de bebes para llevarles al mismísimo infierno. Un mundo en el que la paz sólo era una mera idea ilusoria. El sueño cruel forjado durante una ligera racha de optimismo.
La sola visión de aquel lugar hizo que el joven extranjero olvidara la necesidad de llenar de aire sus pulmones. Cuando una punzada se instaló en su pecho, el muchacho abrió la boca, dejando que un poco de aire le mantuviera con vida. Sentía que sus ojos intentaban salirse de sus órbitas para evitar contemplar al espectro.
La terrorífica aparición extendió una mano hinchada y deformada con el propósito de tocar con ella al huésped, el cual no fue capaz de poner en movimiento sus músculos para poder escapar. El sonido del viento, la lluvia y los gruesos muros de piedra taparon sus desesperados aullidos.
El golpeteo en los cristales aterraba al otro joven, que se había cubierto la cabeza con la manta del lecho que ocupaba. A cada nuevo crujido temblaba cada vez más violentamente.
De acuerdo, se dijo para tranquilizarse. Sólo ha sido un cuento. ¿Acaso no le habíais asegurado a vuestro barrigudo amigo que ya no erais niños pequeños? Comportaos, por tanto.
Normalizó el ritmo de su respiración, y poco a poco sus manos recuperaron la firmeza. Cuando al final parecía que podría conciliar el sueño, un grito inhumano le taladró los oídos. Rodó hasta un lado de la cama, sobresaltado y con sus cinco sentidos alerta.
Reconoció la voz al instante.
La primera idea que le cruzó la mente fue que su acompañante estaba intentando robarle. Después de todo se había mostrado hostil desde el primer momento en que se había ofrecido para el trabajo. Los dos europeos dudaron acerca de si le contratarían, pero, honestamente, el muchacho rubio era el mejor de todos los guías del pequeño pueblo en el que se encontraban, Green Forest. Y ellos dos querían llegar a su destino cuanto antes.
Pero si aquel rufián quería herir a su amigo, él debía prestarle su ayuda. Corrió en dirección a la habitación y penetró en ella como una tromba.
La escena que encontró en ella fue lo suficientemente impactante como para hacerle morir de horror en el acto.
Su compañero tenía medio cuerpo introducido en la puerta que el espectro había abierto a la apoteosis de todas las pesadillas humanas. Gruñidos indefinibles procedían de aquel paraje demencial, y bajo ellos, cada objeto de la habitación parecía retroceder asustado.
En las sombras que los rayos del exterior proyectaban momentáneamente en las paredes, se retorcían demonios inconcebibles, que agitaban sus zarpas en el aire en una especie de baile maldito. Dedos invisibles le rozaban desde todos los ángulos, y cada contacto con la piel del joven era helado e hirviente a la vez.
Otro trueno ahogó el estruendo de la puerta de la habitación al cerrase brutalmente.
En el piso superior, Patrick McCarthy se removió inquieto entre las sábanas. Marie gimió entre sueños a su lado. Nadie se despertó.

La mañana llegó a Irlanda como otra cualquiera. Uno a uno, los huéspedes de la pequeña posada fueron bajando para tomar sus desayunos. El rubio guía se sentó en la misma mesa de la noche anterior. Patrick no tardó en ir a servirle.
- Parece que sus acompañantes han decidido salir más tarde.
El irlandés se limitó a asentir levemente con la cabeza. Todavía conservaba aquella expresión ausente, pero a la vez temiblemente calculadora.
McCarthy escrutó de nuevo su rostro. Ninguna pista de su procedencia se filtró a través de su gruesa máscara de mutismo. El posadero sintió pánico cuando sus ojos se clavaron en él como estacas afiladas.
- ¿Pensáis quedaros ahí parado toda la mañana?
Patrick corrió a ocuparse de sus propios asuntos.
Al cabo de unas horas el joven rubio abandonó su lugar, y subió las escaleras hasta el piso en el que descansaban los viajeros. McCarthy vio que le hacía un gesto con la mano.
- Venga, ahora se saldarán las cuentas.
Patrick advirtió que la frase iba cargada de doble sentido, pero no la comprendió. En realidad no quería saber qué secretos se ocultaban tras su compatriota.
El guía golpeó con los nudillos, y la puerta se abrió con un chirrido.
El posadero se llevó las manos hasta la boca y la cubrió con ellas.
Sobre la cama se encontraba el cuerpo de uno de los extranjeros degollado. Su cabeza descansaba en el alféizar de la ventana, con la lengua asomando burlonamente. Se trataba del joven que tan solícitamente había volado a socorrer a su compañero. Habría sido mejor que permaneciera en su cuarto.
El otro viajero se acurrucaba en un rincón, lo más alejado posible del lecho. Su pelo se había vuelto blanco, y temblaba sin control. Cuando Patrick intentó calmarle el joven le rehuyó con un chillido.
McCarthy advirtió quemaduras profundas en toda la mitad superior de su cuerpo. En ellas se alimentaban pequeñas larvas hambrientas. El posadero contuvo una arcada.
El guía irlandés esbozó una sonrisa que se convirtió en carcajada.
- ¿Pero estáis loco?- Le gritó el corpulento hombretón.
- No, al contrario. Nunca me he sentido mejor.
Patrick le dirigió una mirada interrogante. Si el muchacho no le hubiera inspirado tanto miedo en aquellos momentos, le hubiera derribado de un puñetazo. El joven comenzó a salir de la habitación sin demostrar ninguna preocupación por el herido.
- He cumplido con mi promesa de venganza. Ya podéis contarle a vuestros huéspedes que Jeremy O´Connor trajo a los descendientes de los asesinos de su padre para que éste pudiera descansar en paz.
Y sin volver la cabeza, sacó al burro del establo y se marchó.

- O´Connor.- Susurró el anciano- Claro que conozco ese apellido.
Patrick se inclinó sobre él.
- Cuénteme, padre.
- Hace 20 o 25 años, cuando tú no eras más que un muchacho, llegó a esta posada un viajero.- Tosió secamente.
McCarthy le acercó un vaso de agua y esperó pacientemente a que terminara de beberlo.
- Se trataba de un comerciante bastante próspero. Sus ropas eran de ricas telas; y su caballo, un magnífico rocín. Pidió la más lujosa de nuestras habitaciones. Y yo mismo se la preparé sin tardanza. Unos ladrones no dejaron pasar por alto la presencia de tan ilustre personaje, en cuyos aposentos se adentraron para robar.- El anciano le dio otro sorbo al vaso que sostenía precariamente.- O´Connor debió de sorprenderles, puesto que ellos le asesinaron a sangre fría. Esa misma noche enterraron su cuerpo en el campo y huyeron sin recibir su merecido.
- ¿Por qué me habéis ocultado esta historia durante tantos años?
- Nunca lo hice. Haz memoria.
McCarthy negó con la cabeza.
- Recuerda que no eras más que un muchacho.- Continuó su padre.- Pero precisamente fuiste tú quien atendió a O´Connor en la puerta.
Patrick escondió el rostro entre sus manos. La imagen de un caballero de brillantes ojos azules apareció sin ninguna dificultad en su mente.
- Ni tu madre ni yo divulgamos la historia para no manchar el buen nombre de la posada. Y así ha de seguir siendo. Ese alma atormentada ya puede descansar en paz. No volverá a aparecerse.

Al cabo de unos años un pastor llegó a la posada gritando haber visto el fantasma de un joven de pelo negro que lloraba, implorando perdón por un crimen del que aseguraba no ser culpable. Al parecer el espectro quiso acercársele, pero el pastor fue lo suficientemente inteligente como para poner pies en polvorosa a tiempo.
Los huéspedes que descansaban en la posada se giraron hacia Patrick McCarthy, que se limitó a cerrar puertas y ventanas y aconsejarles que aquella noche durmieran de un tirón, sin abrir los ojos bajo ninguna circunstancia.
Durante noches enteras le persiguió el recuerdo del reflejo de los ojos azules de Jeremy. Aún así, Patrick se sentía relativamente afortunado.
Diez años antes de su muerte, McCarthy abandonó su prolífica posada y trasladó a su, por aquel entonces, numerosa familia a Inglaterra. Nunca quiso admitir que estaba huyendo de aquel joven, pero en el fondo de su ser sabía que era la verdadera razón.


Sevilla
Marzo-2000
Marzo-2001