La muerte de Denethor
¿Cómo pudieron ser los últimos momentos de la vida de Denethor, el elfo? Nuestro amigo, Quentin Tarantino nos da su visión en este relato.

La batalla recrudecía en el ala oriental. Los orcos llevaban calzas de hierro; tenían cotas de malla, corazas de metal, petos de cuero y armaduras de escamas; escudos también de hierro, espadas de hoja ancha y bacinetes con visera del mismo material. Y aunque estaban  atrapados entre los elfos  de Región y los elfos de Ossiriand, los orcos estaban mejor equipados que éstos últimos.

Los Orcos arremetieron contra las gentes de los siete ríos, éstos llevaban armas livianas y poco podían hacer contra esos demonios. Y los Sindar no pudieron socorrer a tiempo  a sus hermanos de Ossiriand.

Denethor, hijo de Lenwe, se había separado de la Gran Marcha hacia la Tierra Bendecida hacía tiempo. Pertenecía  a la casa de Elwe Singollo que  gobernaba a los Teleri; mas su padre y un grupo de elfos de su clan, se amedrentaron cuando vieron las imponentes montañas Nubladas y decidieron abandonar la travesía y vivir libres bajo el cobijo de las estrellas. Se convirtieron en elfos silvanos y a su pueblo se le  llamó Nandor.

Al cabo, acabaron cruzando la Gran Cordillera y llegaron a Eriador. Allí fueron acosados por las bestias que había creado Melkor en tiempos inmemoriales. El hijo de Lenwe había escuchado que tras las montañas azules reinaba un Señor poderoso que mantenía a los lobos fuera de su reino; éste Señor  era Elwe, que también había abandonado la marcha junto con un resto de su pueblo y se dieron el nombre así mismos de Eglath, los abandonados; después fueron conocidos como los Sindar o Elfos Grises, también se los llamó Elfos del Crepúsculo.

Ahora Denethor, Señor de los Nandor a ese lado de las montañas, instaba a sus guerreros a aguantar.:
-¡Tenemos que reagruparnos y aguantar hasta que lleguen las gentes de Thingol!-
 
El pueblo de Denethor estaba armado con arcos, puñales, jabalinas y algunas lanzas. Los orcos rodearon a Denethor y a su gente mientras éste reculaba hacia una gran colina que se alzaba a sus espaldas; Amon Ereb se llamaba.

Los arcos  chasqueaban una y otra vez sembrando  el campo de espigas y cadáveres. Una nube de flechas atravesó el  cuello y la mano de más de un enemigo, e incluso penetraron los pectorales de algunas armaduras. El gran arco de Denethor estaba echo con madera de tejo y en ese instante disparaba a un gran orco que subía por la colina introduciendo la flecha por  la boca, horadando  y saliendo la punta por la cogotera.
A otro le atravesó el casco  y la visera, clavándose en el ojo y destrozando  a su paso membrana, seso y hueso.

Las  cimitarras de los orcos se mojaron con la sangre de los Nandor. Hendieron  cráneos con sus hachas y mazas. Destriparon y acuchillaron,  afanándose  en descuartizar los cuerpos con ahínco. Desgarraban la carne con sus dientes. Una lluvia de sangre humeante  empapó sus feos y achaparrados rostros. Jirones de carne colgaban de sus  uñas.


Los nandor tiraban jabalinas, flechas y piedras con hondas. Denethor había abandonado el arco y ahora mecía un hacha leñera con gran precisión sobre las cabezas orcas, decapitando allí donde se ponían a su alcance.

Finalmente se vio solo y rodeado por infinidad de enemigos. Allí, en  lo alto de la colina, encima de cuerpos amigos y enemigos, cubierto de sangre, a la luz de las estrellas, clamó a los cielos:

-¿¡Por qué!?- se preguntaba mentalmente -¡Siervos del Mal!- espetó- Volved  a vuestros cubiles, engendros demoniacos.  ¡¡Yrch!!

Un grupo de orcos negros, de las razas que creó Morgoth la más pura y poderosa, todos tan grandes como Denethor, y en la cuál se inspiraría más tarde Sauron  para hacer sus temibles guerreros Uruk-hai; secundados por decenas de trasgos rodearon a Denethor con las cimitarras prestas.

Dos poderosos orcos se abalanzaron sobre él desde distintos lados con las lanzas enhiestas. El del flanco derecho se aproximó a él con mucha rapidez y justo en el momento de hincar, Denethor se giró sobre sus talones y dio una vuelta completa a la vez que hacheaba  la cabeza del orco destrozándole el almete y desparramando sus sesos por el aire; éste a su vez,  con la inercia, clavó la punta en la garganta  del compañero que atacaba por la izquierda; al momento su cráneo fue hendido por el hacha de Denethor, que estuvo presto,  hasta  llegarle a los dientes, que saltaron en todas las direcciones.

Ahora  estrecharon el cerco y cerraron filas en torno a él. Un trasgo se le aproximó mucho y recibió un hachazo que  le partió el pecho, cortando malla, hierro y salpicándolo todo de carne y sangre, de fluidos y órganos.

Era una escena caótica, salida del infierno; ni en las peores estancias de Utumno se pintaría un cuadro así. Denethor sangraba a borbotones por una docena de heridas, pero seguía gritando y luchando -¡Morid, perros del Infierno! ¡AAHHHH!-  gritó al sentir el hierro frío de la punta de una lanza en el costado. -¡AHHHH!- otra lanzada le atravesó  de lado a lado. La boca se le llenó de espumarajos y comenzó a vomitar sangre. Infinidad de lanzas se clavaron en cuestión de segundos.

-¡¡¡Uaaggggghhhhhhhhhh!!!- todos los orcos querían su parte, y clavaban sus cimitarras y sus lanzas y sus hachas y lo despedazaron ahí mismo.

Mas en ese momento, sonaron las trompetas que anunciaban la llegada de los hombres del Rey Thingol. Y lucían cotas de anillos eslabonados que habían conseguido comerciando con los enanos.  Y espadas largas empuñaban, y yelmos de acero les cubría la cabeza, y escudos redondos  acolchados sostenían en los brazos.

Y Thingol empezó a masacrar, no dejando títere con cabeza. A su paso todo era sangre y enemigos muertos. Ningún orco podía sostener su mirada, pues aunque era un moriqueindi se podía contar entre los eldar que vieron la luz, ya que había viajado a Aman y conservaba en su mirada buena parte de ésta. Y la luz que reflejaban sus ojos traspasaba la carne y quemaba, y orcos y trasgos se retorcían a su paso dejándose matar como corderillos.
Así llegó hasta lo que quedaba de Denethor. Y lloró por su amigo. Y  reuniendo los pedazos sueltos lo enterraron allí mismo. Lo cubrieron con piedras y entonaron una balada de despedida por él y por todos los elfos que perdieron la vida en esa batalla, la primera de todas las batallas de Beleriand.

De los orcos que huyeron, algunos murieron  a manos de  los  Naugrim que salieron del Monte Dolmed, y otros fueron destrozados por los Ents; en verdad pocos regresaron a Angband.

El  pueblo de Denethor le lloró siempre y no volvió a tener rey. Después de la batalla, algunos regresaron a Ossiriand, y las nuevas que allí llevaron llenaron de temor al resto del pueblo, de modo que ya no guerrearon abiertamente, sino que se atuvieron a la cautela  y el secreto; y fueron llamados los Laiquendi, los Elfos Verdes, pues llevaban vestiduras del color de las hojas. Pero muchos se encaminaron al norte y entraron en el reino guardado de Thingol, donde se mezclaron con el pueblo.