De cómo se hizo realidad EL LIBRO ROJO
por Juan M. "Gwaihir"
(para Merche, mi Dama del Oeste, y para todos los que creyeron que esto era algo más que el proyecto de alguien un poco loco)
El inicio del principio de los orígenes.
Descubrí El Señor de los Anillos en el lejano verano de 1979, y desde el primer momento supe que aquel libro era especial... nunca había leído antes nada como aquello. Lo que yo no podía suponer por aquel entonces era que llegaría a convertirse en algo tan importante en mi vida: en un amigo inseparable, en un apoyo en momentos difíciles, en inspiración y guía de conducta.
Definitivamente, amo a este libro.
Pero, ¿cómo se demuestra el amor por un libro?, ¿cómo se le agradecen años de compañía desinteresada?, ¿cómo se le pide perdón por haber doblado las esquinas de sus páginas?...
Es indiscutible que el principal acto de amor para con un libro, y el mejor homenaje que se le puede hacer a su autor, es leerlo, deleitándose en cada página, en cada palabra. Desde luego, si por lecturas fuese, mi deuda de gratitud estaría saldada hace mucho tiempo. Pero yo quería algo más, algo realmente comprometido. Lo que yo quería era sellar mi relación de amor con El Señor de los Anillos.
Desde pequeño me han apasionado los libros; pero no sólo por su contenido, sino porque me fascinan por lo que son: objetos mágicos y maravillosos. Tener un libro en las manos es un cúmulo de sensaciones casi eróticas: acariciar sus pastas, oler la tinta y el papel, escuchar el suave sonido de sus páginas, sentir su peso.
Con el paso del tiempo me empezaron a interesar las ediciones especiales y de coleccionista, las buenas encuadernaciones, los libros ilustrados y los facsímiles de libros antiguos. Debió de ser poco antes de 1990 cuando descubrí una colección de libros que me sirvieron de inspiración; esos libros eran los de la colección "Los signos del hombre", de Franco Maria Ricci: papel hecho a mano, encuadernación en seda, edición numerada, ilustraciones pegadas una a una... Ahí estaba la solución, eso era lo que yo quería para El Señor de los Anillos, esa mezcla de códice medieval y libro actual. Pero por aquel entonces todo quedó en un sueño; yo no era un editor de fama mundial, ni un monje amanuense de la Edad Media. Pero nunca llegué a despertar del todo de ese sueño.
Pasaron más de diez años, y fue entonces cuando supe que mi madre también tenía su propio sueño: hacerse un libro con una selección de poemas escritos desde que era una adolescente hasta la actualidad. Lo tenía casi todo pensado, y muy bien pensado; pero quedaba encontrar un papel con el que trabajar. No podía ser un típico papel blanco, sino algo realmente especial, y claro, que pudiera utilizarse sin problema con una impresora de inyección de tinta. Pero ese papel, por suerte, existía, aunque la primera vez que lo tuve en la mano dudé muy mucho que lo que quedase impreso en aquel papel considerablemente rugoso y de bordes irregulares, no fuese más que unos borrones de tinta dispersos. Por suerte no fue así, y mis temores desaparecieron al mismo tiempo que la primera página de prueba salió de la impresora.
El resto sólo fue cuestión de diseño, paciencia y trabajo (sobre todo el de un maravilloso artesano de la encuadernación. Gracias, José Luis). Antes de las Navidades del año 2000 el libro de poemas estaba terminado, y el resultado fue realmente extraordinario.
Un día, de esos que no sabes muy bien que hacer, empecé a juguetear con una hoja de aquel papel que había sobrado. Elegí la primera página de El Hobbit; experimenté con diferentes tipos de letra, colores, letras capitulares, filigranas de fondo, pequeños detalles gráficos... Cuando aquella página salió de la impresora fue como si alguien me sacudiese para despertarme de mi sueño: eso era lo que estaba buscando, la espera de años había terminado. Esa página está desde entonces colgada en el salón de mi casa, porque si realmente hubo un momento en que supe que mi proyecto podía salir adelante, fue ése.
El problema es que El Señor de los Anillos no es el pequeño librito de poemas de mi madre: son más de mil páginas, y eso representa mucho papel.
Lo primero que pensé fue en dividir la obra en los seis libros que la componen, y hacerlos en un formato relativamente pequeño, equivalente aproximadamente al de las últimas ediciones de El Señor de los Anillos, El Hobbit y El Silmarillion (y también las ilustradas); pero al ser el papel de más gramaje que el normal, los libros quedarían excesivamente gruesos, incluso desproporcionados.
La solución pasaba por encontrar un papel más grande, y que fuera tan bueno como el que ya tenía. Y lo encontré, claro que lo encontré... tan grande que no me cabía en la impresora. Problema sobre problema.
El papel en cuestión era de la marca "Arches", color crema claro, con un tacto sensacional... y nada barato: unas 400 pesetas de entonces cada pliego. Tenía unas medidas de 65x50 centímetros cada pliego (el tamaño típico de una cartulina), y cada uno había que cortarlo a la mitad, y luego doblar estas mitades una vez impresas para hacer los cuadernillos del libro... resumiendo, que en la impresora tenía que meter hojas de 32’5x50 centímetros y además imprimir en apaisado. La solución fue comprar una impresora nueva que admitiese papeles algo mayores que un A3; un gasto más, pero que por suerte todavía sigue funcionando perfectamente.
Por fin, una vez que el tema logístico estaba resuelto (papel, impresora, etc.) llegó el turno del diseño. Empezaba la diversión.
Un escriba del siglo XXI.
Cualquiera al que le gusten los libros –los libros como objeto, más allá de su contenido– ha de sentir un escalofrío de emoción mal contenida cuando tiene delante un códice medieval, un bestiario, un libro de horas o uno de esos maravillosos "comentarios del Apocalipsis" como el Beato de Liébana. Emoción, y también admiración por la labor de unos hombres que tenían a su disposición unas herramientas mínimas, pero un talento enorme.
Yo no iba a hacer mi libro con pluma de ave; lo primero porque, aunque tengo mucha paciencia, no era cuestión de estar trabajando durante años; y lo segundo porque mi caligrafía, deformada a base de tomar apuntes y escribir rápido... bueno, mejor no hablar de mi caligrafía.
Pero ¿qué quería hacer yo exactamente? Sabía que podía hacerlo, y tenía los medios; pero una vez que empezase no había marcha atrás: tenía que tener controlado cada aspecto del trabajo... o al menos tenía que intentarlo.
Tenía una cosa muy clara: los libros tenían que tener aspecto antiguo, con algunos detalles decorativos... y además lo quería ilustrado.
Lo primero era la letra a utilizar: tenía que tener un aspecto "antiguo", pero al mismo tiempo que se pudiera leer fácilmente. Al final la elegida fue la BlackChancery con un tamaño de 12 puntos; y eso sí, en color granate... ¿quién quiere letras negras en semejante libro? Para los títulos de los capítulos y las portadas elegí la letra Tolkien en varios tamaños... un pequeño homenaje.
Y claro, ¿qué libro de aspecto "medieval" no tiene letras capitulares?; pues el mío no iba a ser uno de ellos. El problema de las capitulares es que son casi más dibujos que letras y, una vez más, ni tenía tiempo ni me sentía capaz de "dibujar" mis propias letras. La solución pasó por utilizar un tipo de letra ya existente, la Celticmd Decorative, que tiene unas mayúsculas preciosas, pero que tuve que transformar a gráficos vectoriales, letra a letra, para poder hacerlas multicolores.Las últimas fuentes necesarias fueron las utilizadas para las inscripciones con runas enanas (Angerthas) y letras élficas (Tengwar): para las primeras usé la fuente Erebor, y para las segundas la Tengwar Sindarin. Y hubo una fuente más, una un tanto especial, la DS_Celtic Border, con la que están hechos todos los marcos de las ilustraciones y de las inscripciones.
Para juntar todos estos elementos (texto, ilustraciones, inscripciones, etc.) iba a necesitar varias herramientas: como procesador de textos utilicé mi Word Perfect de toda la vida... ¡ay, qué felices tiempos aquellos en los que todavía no había caído en las garras del Word!, todavía hoy añoro la potencia y facilidad para controlar el formato del texto que ofrecía el Word Perfect, tan lejos de los caprichos del Word. Pero bueno, ésa es otra historia.
En el apartado de diseño gráfico dos programas que se dan la mano (y que además se llevaban de maravilla con Word Perfect): CorelDRAW para el diseño y Corel PHOTO-PAINT para el retoque.
Y entonces empezó el trabajo de verdad.
Había conseguido La Comunidad del Anillo y Las Dos Torres en formato .TXT (texto plano, sin ningún tipo de formato), pero de El Retorno del Rey no había ni rastro... un grave problema. Por suerte a mi hermana le encanta escribir y pasar apuntes a limpio, y no tuve ni que convencerla de que me transcribiese el último volumen: si no recuerdo mal, en poco más de un mes lo tuvo listo. Luego a mí me tocó hacer lo mismo con los "Apéndices" (con sus calendarios, árboles genealógicos y alfabetos), y con el "Epílogo", publicado en El fin de la Tercera Edad, y que desde el mismo momento que lo leí por primera vez supe que tenía que estar ahí.
Luego vino el diseño de las páginas, importantísimo, pues sería lo que iba a dar "carácter" al libro. Había muchas cosas que ajustar: márgenes, espaciado entre líneas (a 1’15, para "aligerar" un poco el texto), separación entre letras (kerning)... En el aspecto gráfico no quise que el libro quedase saturado, pues el simple hecho de usar la letra BlackChancery, y además en color granate, ya daba el toque distintivo que buscaba. Lo único que hice, por lo tanto, fue incluir en la parte superior de las páginas el título del libro (El Señor de los Anillos) y el de el capítulo correspondiente, ambos dentro de marcos decorativos realizados con la fuente DS_Celtic Border; y en la parte inferior, y también enmarcados, puse las dos primeras estrofas del Poema del Anillo (Ash nazg durbatulûk, ash nazg gimbatul, ash nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul) escritas con la fuente Tengwar Sindarin, y en medio de ambas el número de página.
Como capricho personal, quise utilizar también los títulos de cada uno de los seis libros que Tolkien sugirió a Rayner Unwin, y que aparecen en una carta de 1953 (J.R.R. Tolkien: Cartas, carta nº 136): El Anillo se pone en camino, El Anillo va al Sur, La traición de Isengard, El Anillo va al Este, La Guerra del Anillo y El final de la Tercera Edad.
A partir de ese momento comenzó el verdadero trabajo de impresión, que habría de durar cuatro meses y medio. La rutina era la siguiente:
– Repasar, con el libro en la mano, las páginas que iba a imprimir en grupos de ocho, pues cada cuadernillo está formado por dos pliegos doblados. En ese repaso buscaba sobre todo erratas, pero también errores de traducción... lástima que por aquel entonces no conociese todos los que conozco hoy. Como curiosidad, en mis libros no aparece el famoso "No es oro todo lo que reluce..."
– Imprimir las ocho páginas, lo que suponía ocho pasadas por la impresora, pues aunque se imprimían de dos en dos, primero imprimía el texto y la marca de agua de cada página, y en una segunda pasada los elementos gráficos: inscripciones y marcos con el título de los capítulos en la parte superior de la página, número de página e inscripciones del Anillo en la inferior, letras capitulares donde correspondiese, marcos de las ilustraciones y texto de acompañamiento, etc. Podría haber insertado los elementos gráficos en el texto, y haberme ahorrado la mitad de tiempo de impresión, pero la incrustación de objetos siempre conlleva una ligera pérdida de calidad; no es muy importante, pero la verdad es que se nota.
Todo el texto y los gráficos están impresos a 720 puntos por pulgada.
– Comprobar, una vez impresas, que no había ningún error. Los más comunes eran ligeros emborronamientos de tinta causados por alguna pequeña fibra de papel que había rozado los inyectores y, por capilaridad, había llevado la tinta hacia la página. No hice ningún estadística, pero puedo calcular, visto el coste final, que esto supuso un gasto añadido de cerca del 20% en papel (y lo que es casi peor, en tinta).
– Imprimir las ilustraciones en papel fotográfico (a 1.440 puntos por pulgada), recortarlas y pegarlas en la página que le correspondía a cada una. En total son 63 ilustraciones de Alan Lee, Ted Nasmith y John Howe bajadas de Internet. Me llevé una gratísima sorpresa al ver la extraordinaria calidad de los dibujos una vez impresos: algunos (y no es una exageración) están incluso mejor que en los libros y calendarios en los que fueron editados. De la misma forma hice con los 5 mapas de la Tierra Media y la Comarca, que retoqué añadiéndoles un poco de color.
Las únicas excepciones a esta forma de trabajar son las ilustraciones que usé de Tolkien. El dibujo de la Puerta de Moria, así como la inscripción de la Tumba de Balin o la Inscripción del Anillo, los imprimí directamente en el lugar que le correspondía; pero las páginas del Libro de Mazarbul y la carta del Rey Elessar del "Epílogo" llevaron más trabajo: todas fueron impresas en el mismo papel que el utilizado en las páginas del libro, y luego pegadas en él como el resto de las ilustraciones; pero las primeras las recorté siguiendo su forma original y luego les quemé ligeramente los bordes para darles mayor realismo, y a la carta, una vez escaneada, le tuve que invertir los colores, ponerla en negativo, para dar la impresión de que se trataba del mismo pergamino que saca Sam de un cajón, y que estaba impreso "...con hermosas letras de plata sobre un fondo negro".
Y una vez hecho todo esto, ya se podían doblar los cuadernillos. Y así una vez, y otra, y otra... 126 cuadernillos, 1.008 páginas, y no sé cuantas horas de trabajo. Lo que sí sé es que la primera página salió de la impresora el día 5 de noviembre de 2001, y la última el 15 de abril de 2002.
Allí estaban, tres montones de papel color crema impresos en letra de color granate, el final de mi trabajo... pero todavía quedaba mucho por hacer.
El envoltorio de un sueño.
Para conseguir el auténtico Libro Rojo tenía que dejarlo en otras manos: en las de José Luis y Marta, su hija, los mejores encuadernadores que podía desear. Las charlas que tuve con ellos (buscando soluciones, eligiendo diseños, etc.) fueron enormemente enriquecedoras; siempre es un placer cambiar opiniones con gente que ama tanto su trabajo, y si además ese trabajo tiene que ver con los libros...
Además (y creo que esto es más que una apreciación personal) les gustó el proyecto desde el principio, y eso hizo que se involucrasen en él más allá de la simple "relación comercial": encuadernar esos libros se convirtió en algo más que un encargo.
Yo tenía muy claro lo que quería, pero más claro todavía que en cuestiones de diseño de una encuadernación, de "inventarse" esos detalles que realmente hacen especial a un libro, ellos eran los especialistas. Lo único que tuve que hacer fue darles los modelos de los textos que quería para la portada y el lomo del libro, y también el logotipo de Tolkien a dos tamaños (para portada y contraportada). Esos modelos son sobre los que luego, un taller especializado, hizo las planchas para grabar sobre el cuero. Y claro, también tuve que decir que la encuadernación tenía que ser roja... pero acerca de eso nadie tenía dudas.
Y luego a esperar... algo más de cuatro meses. Y por fin un día de principios de septiembre me llamó mi hermana para decirme que ya estaban acabados, y que habían quedado tan bien que pensaban dejarlos expuestos en el escaparate hasta que fuese a buscarlos. Me dio un vuelco el corazón. Y lo malo es que me quedaban tres días de espera para poder hacer un viaje relámpago Madrid-León.
Pero todo llega.
Incluso los sueños tienen un final.
7 de septiembre de 2002, sábado, a carreras desde el tren al taller de encuadernación; en parte porque ya era tarde y sabía que me estaban esperando, pero sobre todo para calmar mi estado de ansiedad. Y cuando llegué...
...allí estaban: rojos, enormes, hermosísimos con sus letras doradas, El Señor de los Anillos como nunca antes lo había visto, dominando el escaparate. Recuerdo que acaricié el cuero rojo como sólo se acaricia la piel de la persona que amas, y que los abrí casi con miedo, con reverencia, se diría que con pudor, como pidiéndoles permiso. Pero, ¡ay!, algo pasaba, algo en parte previsto, pero que no por ello dejó de pillarme por sorpresa: me quedé vacío de emociones. Medio en broma medio en serio, hubo quien me dijo que tuviese cuidado, que las lágrimas podrían emborronar las páginas... pero no hubo lágrimas. José Luis no dejaba de alabar mi trabajo, y yo el suyo, evidentemente; y no hacía más que mirar los libros, tocarlos, sopesarlos... pero el momento mágico que esperaba no había tenido lugar. Y luego llamé a mi Dama para decirle que ya los tenía, que eran preciosos; pero tampoco a ella logré comunicarle la emoción que me habría gustado.
Pero bueno, el caso es que tampoco debería de sorprenderme, porque no es la primera vez que me ocurre. Cuando me embarco en un proyecto disfruto sobre todo mientras estoy embarcado en él, casi se podría decir que no busco el resultado, sino el placer de estar haciendo algo que me gusta. Es ahora cuando me doy cuenta de que un sueño de años se ha cumplido, y que por esto (y otras muchas cosas, cierto) me he de considerar afortunado. Cada vez que termino algo sufro un pequeño "bajón", pero que rápidamente desaparece en cuanto empiezan a surgir nuevas ideas.
Pasó un tiempo de relativa calma en el que me fui acostumbrado a ver los libros en casa, como si se fuesen haciendo "reales" poco a poco... hasta que de repente un día fueron "secuestrados". Aunque bueno, fue un secuestro amigable: entre mis padres y José Luis (el encuadernador) organizaron una historia acerca de una reportaje que quería hacer una revista especializada en libros, y los libros tenían que volver a León... y yo me lo creí, claro. Pero no había ni revista ni reportaje. Todo lo organizaron para darme una sorpresa esas Navidades, un regalo realmente especial: un estuche hecho a medida y en la misma piel que la encuadernación, el sitio perfecto para guardar mi tesoro.
Ahí reposan desde entonces, en un lugar de honor, esperando a que un día decida, o mejor, me atreva a leerlos. Porque sí, es cierto, todavía no los he leído... yo sigo con mi vieja edición desgastada, de esquinas de páginas dobladas y bordes manchados por muchas lecturas. Y es que los primeros amores nunca se olvidan.
El final de todas las cosas
Ahora, casi dos años después, me pregunto: ¿volvería a hacerlo? Sé que la ilusión no sería la misma de esa primera vez, pero sí, sí que lo haría... e intentaría mejorarlo, sabiendo lo que ahora sé.
En primer lugar repasaría todo el texto (¡ay, esas malditas erratas que me pasaron desapercibidas!), y corregiría todavía más errores de traducción. Retocaría también algunos aspectos del formato del texto –pocas cosas, ciertamente– y, sobre todo, incluiría más ilustraciones. A lo mejor hasta buscaba un papel todavía mejor (aunque me encanta el que he usado).
No sé... quizá algún día experimente todo lo que quiero mejorar con una edición de lujo de El Hobbit. El tiempo lo dirá.
¿Y el coste de toda esta locura?... bueno, me lo han preguntado muchas veces, y la mayoría de los que lo han hecho ha puesto cara de incredulidad cuando se lo he dicho. Desconozco la cifra exacta, porque, por ejemplo, nunca llevé la cuenta de los cartuchos de tinta que gasté (muchos, eso sí); y claro, tampoco sé cómo valorar los cientos de horas invertidas. Pero bueno, si alguien se anima a embarcarse en una aventura como ésta, me atrevería a decirle que invirtiendo mucho tiempo y unos 1.800 € (300.000 de las antiguas pesetas) podría hacerlo.
¡Ojalá fuese tan barato hacer realidad todos los sueños!
Mi Dama, aquí están "nuestros" libros.
Gwaihir