Su autor es Joan-Andreu Rocha, y la traducción del catalán al castellano ha sido realizada por Eldaron de Eldamar.
Cuando en la primavera de 1954 el escritor inglés i profesor de Oxford John Ronald Reuel Tolkien vio finalmente publicada la primera parte de su obra El Señor de los Anillos seguramente no imaginaba que se convertiría en la obra más vendida en el siglo XX después de la Biblia. Pocos meses después aparecía la versión pirata del volumen en Estados Unidos con un éxito inesperado que llenó los campus universitarios del país con la moda de los personajes fantásticos tolkenianos, como una nueva religión que pronto derivaría hacia los juegos de rol y que marcaría la obra de Tolkien casi exclusivamente dentro del género de la literatura fantasy popular.
Ideado inicialmente como una continuación de su obra El Hobbit (escrito de aspecto aparentemente infantil) El Señor de los Anillos ciertamente consolida todo un mundo fantástico lleno de magos, hobbits, trolls, elfos y criaturas fantásticas que parecen distraer la mente de la realidad y de cualquier sentido trascendente. Pero las apariencias engañan porque la obra tolkeniana, y en concreto la saga del Anillo, está inundada de un profundo sentido transcendente que llega a ser evidente a la luz de un tipo de reflexión teológica llamada teología narrativa.
La literatura fue objeto de la reflexión teológica desde los orígenes de la teología misma: la reflexión humana sobre Dios y su forma de obrar en la historia se desarrolló en primer lugar en la historia mediante la narración, como se ve con el libro del Génesis y la creación del mundo, o en los evangelios para narrar la vida y obras de Jesús de Nazaret, como también gran parte de las religiones se han apoyado en los géneros literarios para transmitir los contenidos de su fe y sus cosmovisiones.
En la tradición cristiana, y en concreto en el catolicismo, la narración ha adquirido un sentido aún más fuerte: la teología católica, exceptuando el valor teológico de la analogia, abre la via para poder reconocer en las realidades creadas por el hombre una cata de las verdades divinas, no tanto un reflejo absoluto de estas realidades sino un regusto fugaz de la realidad trascendente, en un ejercicio que compromete no solamente la razón, sino también los sentidos y la imaginación. Un ejemplo notable es la obra de Dante Alighieri.
Desafortunadamente con el Renacentismo la separación entre literatura y reflexión teológica se rompe, hecho que llevará la limitación del saber teológico, a la reflexión puramente académica, y a la comprensión del arte narrativo como simple reflejo de la capacidad creadora de la humanidad.
Tanto la exclusión de la narrativa como forma teológica como la desaparición del sentido trascendente de la creación literaria o artística, constituirán para la teología y para la literatura una gran pérdida que solamente hasta la segunda mitad del siglo XX volverá a renacer tímidamente como el que hoy se llama "teología narrativa".
La teología narrativa, para decepción de muchos, no es la formulación de las verdades proclamadas por la teología académica en forma de narración. Esto no nos llevaría más allá de la fábula moralista. La teología narrativa, en sus diversas tendencias, reconoce en la narración literaria elementos teofánicos, es decir, la presencia de indicios que manifiestan aspectos de la revelación divina que no se reducen a la confirmación o ilustración didáctica de los dogmas, sino que individualiza elementos teológicos en las formas imaginativas con las cuales trabaja un autor, muy a menudo ni siquiera creyente, sin una referencia clara de Dios o de la religión. De aquí nacen intuiciones que ilustran la comprensión de la realidad a partir del Dios cristiano no como formulación positiva de sus verdades, sino a partir de la ambigüedad misma de su hacer en la historia, de su misterio, y la forma sorprendente de cómo puede actuar en y mediante la persona humana.
Es en este sentido que podemos hablar de teología en El Señor de los Anillos de Tolkien. La trama de la obra es, en términos generales, simple: la Tierra Media se convierte en el escenario de guerras y transformaciones terribles porque Sauron, el oscuro señor del reino sudeste de Mordor, para satisfacer sus ansias de poder absoluto sobre el resto del mundo, está en busca del Anillo único, un talismán en el que siglos atrás había concentrado toda su potencia maléfica. En este contexto sucede algo imprevisible: el anillo cae en las manos de los pequeños y pacíficos hobbits que- tal y como explica la historia narrada por Tolkien en El Hobbit- fue encontrado por el hobbit Bilbo Baggins cuando lo perdió la tétrica criatura de la oscuridad Gollum (un hobbit deformado por el poder del Anillo, que le va alargando la vida). De Bilbo el anillo pasa a otro hobbit, Frodo, uno de los héroes de El Señor de los Anillos, el cual pasa a ser el punto central de la historia de la forma más sorprendente: con la ayuda del mago Gandalf, con representantes de los pueblos que habitan la Tierra Media (hobbits, elfos, enanos y hombres) y con la ayuda de otros amigos, en particular con la del extremadamente fiel hobbit Sam, constituyen lo que se denomina la "Compañía del Anillo" (que da el nombre a la primera parte de la trilogía), los cuales encontraran el camino para llegar al centro del volcán de la Montaña del Orodruin, único lugar donde el terrible talismán puede ser destruido. Después de variadas aventuras que conllevan ataques de las despiadadas fuerzas del mal y la lucha contra la tentación de la fuerza del Anillo, al llegar el momento de lanzar el Anillo a la lava, Frodo duda y rehuye desprenderse de él: la fuerza del mal lo ha convertido en su esclavo. Afortunadamente, la lucha física con el ambiguo Gollum, viejo propietario del Anillo, causará la caída de este último y del Anillo al fuego del volcán, causando así el final del reino tenebroso de Sauron. De esta manera, la Tierra Media se ve librada del poder del mal y los distintos pueblos celebran la intervención definitiva de los que aparentemente son los más pequeños e insignificantes de todos sus habitantes: los hobbits.
Es en el contexto de este hilo narrativo donde J.R.R. Tolkien se revela como un auténtico maestro de la teología narrativa. Y esto no es por ninguna vocación teológica específica, ni por el hecho de ser un católico convertido y convencido. Tolkien es un teólogo porque en su obra se transparenta, muchas veces a su pesar, los elementos de una cosmovisión que representa el punto de partida para una reflexión teológica cristiana, fundamentada sobre una teología natural. Él mismo describe su trilogía como "obra religiosa" donde "el elemento religioso está en la historia y el simbolismo" (referencia a la carta al jesuita Robert Murray). Los elementos "teológicos" en el Señor de los Anillos, se manifiestan fundamentalmente a tres niveles que son el de gracia, el de la concepción de la historia y el de la antropología trascendente.
Con el término "gracia" nos referimos a uno de los campos más importantes y a la vez complicados de la teología, donde se intenta entender la manera como el alma humana puede superar el mal con el bien. Ciertamente que Tolkien no plantea la cuestión en términos tan escolásticos, pero la afronta de forma narrativa. La aventura de Frodo y sus compañeros se verá llena de terrores, aciertos y fracasos donde ninguno de los personajes -ni siquiera la profética imagen del brujo Gandalf- pueden considerarse como totalmente buenos. Todos son hijos de una misma raza, y en la aventura se manifiestan sus límites. Con todo, es en esta limitación donde luce su grandeza, básicamente porque el autor hace descubrir en ellos su ambigüedad que se va purificando a medida que la odisea sigue su curso, ya sea a través de las opciones que los personajes toman delante de las situaciones que afrontan, ya sea por la forma como reaccionan ante los sucesos y personajes que se van encontrando en su camino. Frodo Baggins emprende la marcha con el deseo de salvar la tierra de los hobbits alejando de ella a sí mismo y al codiciado Anillo; pero la fuga se convierte en una "misión" que pide su generoso ofrecimiento para llevar el Anillo a la temida tierra de Mordor, superando así las diferencias insolubles entre los distintos pueblos de la Tierra Media consumidos por la desconfianza.
Frodo, como aquellos que lo acompañan constituyendo la "compañía del Anillo", responden al mal con la respuesta más inesperada: la locura de querer destruir las fuerzas del mal yendo hacia su centro, sorprendiendo así al mal que estaba convencido de su omnipotencia precisamente porque se fundaba en la certeza que sus adversarios no resistirían a la tentación del poder del Anillo. Sauron solamente puede ver el Anillo desde su perspectiva del deseo de poder. La compañía del Anillo, aún con sus diferencias, lo ven desde la perspectiva de la fidelidad a su libertad, que se traduce en la mediación para que el anillo sea destruido. La fuerza del poder es destruida por la simplicidad de la generosidad, donde la pobreza de medios se vuelve bienaventuranza, y la fidelidad se hace profética.
En un sentido más amplio la obra de Tolkien reflexiona también sobre la historia entendida como una búsqueda de una meta que une los esfuerzos y las esperanzas de conseguir una sociedad mejor. Esta visión tolkeniana de la historia juzga los quehaceres humanos en la modernidad industrializada de una forma no ideológica, sino realista; la crítica no surge de una idea de un mundo o de un proyecto más o menos utópico, sino que nace de la constatación de la naturaleza de la condición humana, marcada inevitablemente por la caída, de tal forma que el enemigo a combatir no es tanto el adversario malvado (Sauron) sino, sobretodo, el mal que aguarda en las profundidades de cada uno de nosotros.
Al mismo tiempo la visión tolkeniana de la historia se fundamente indefectiblemente en la memoria que alienta y al mismo tiempo tortura los personajes, sea en su historia personal como en la de sus pueblos. Es la memoria la que hace descubrir el misterio del Anillo, los sucesos nefastos de la guerra y la virtud de los elfos, pero al mismo tiempo es la memoria la que alienta a recuperar la idílica tierra de los hobbits, a constatar la degradación de Gollum, o a redescubrir el propio sitio en una historia que se teje entre los hilos de la objetividad y subjetividad, entre grandeza y miseria, realizando así un plano de plenitud que se balancea entre el destino y la libertad de acogerlo. Para Tolkien la memoria pasa a ser casi una virtud "teologal", en el sentido que es el método a través del cual sus personajes encuentran su sitio, reencuentran su esperanza y reconocen la bondad y miseria de los personajes que han protagonizado su historia. La memoria llega a ser así un escenario para el futuro.
De la noción de la gracia y de la noción de la historia emerge en la trilogía tolkeniana una especie de antropología trascendente natural que define el hombre (o el hobbit, el enano o el elfo) como a homo viator que en este mundo es tan solamente un peregrino en camino, un extranjero que tiene su patria en otro lugar, pero que lucha por conseguirla, haciendo del camino un medio de vida que al mismo tiempo lo acerca a la meta, e igualmente también lo acerca al origen.
Ciertamente que los teólogos académicos (como algunos cristianos fundamentalistas) se encuentran incómodos delante del universo tolkeniano porque no formula respuestas moralistas o univalentes. Pero a la luz de la teología narrativa la obra de Tolkien resplandece con la fuerza del saber teológico más auténtico, enraizado en el relato, donde los hechos son transmisores del sentido, la fantasía se hace relectura crítica de la realidad, y los personajes se configuran como agentes de revelación, aquella revelación que no se deja enmarcar en formulaciones condensadas, sino que se supera a sí misma con una pluralidad de interpretaciones siempre nuevas y sorprendentes.
Joan-Andreu Rocha,
Historiador de la Teología