Año 469 de la Primera Edad: regreso de Beren y Lúthien y fin del invierno de Thingol
Menegroth, primavera clara — Crónica tomada al alba
Desde la caída de Beren, el reino había languidecido: Thingol caminaba encorvado, y sus cabellos, antes oscuros, se habían vuelto tan blancos como la escarcha tardía que cubría las hayas de Neldoreth. Los sirvientes murmuraban que el rey “había envejecido como uno de los Edain”, y nadie se atrevía a entonar música en los salones: se había impuesto el “invierno de Thingol”.
Dos figuras, vestidas con sencillez y coronadas por la misma luz tenue que precede al alba, cruzaron sin escolta los puentes del Esgalduin. Nadie necesitó anuncio: Beren, con la cicatriz aún en el pecho, caminaba de la mano de Lúthien, cuyo rostro parecía velado por un sosiego nuevo, como si un velo de mortalidad difuminara el antiguo fulgor. Apenas llegaron ante el trono, Lúthien extendió la palma y tocó el brazo huesudo de su padre. Fue un instante: los hombros del monarca se alzaron, el brillo regresó a sus ojos y las hebras blancas se oscurecieron como si la primavera corriera entre ellas. Un suspiro colectivo recorrió la sala cuando el rey recobró la voz, y con ella una leve sonrisa que no se veía desde hacía mucho.
Sólo Melian apartó la mirada: al fondo de los ojos de su hija leyó un destino que ni los Valar detendrían, la certidumbre de una muerte definitiva al cabo de la cual madre e hija quedarían separadas más allá del mundo. Las piedras mismas de las Mil Cavernas parecieron guardar aquel presagio entre vetas de sombra.
Tres amaneceres duró la estancia. Al cuarto, sin guardia ni cortejo, Beren y Lúthien abandonaron Doriath, inclinándose ante un padre recién devuelto a la vida y una madre cuyo dolor se hacía silencio. Bordearon el Gelion, y los Elfos Verdes los guiaron hasta Tol Galen, la isla reclinada en el Adurant. Allí —cuentan los pescadores de Ossiriand— el atardecer se llena de un canto en que la risa humana se entreteje con la voz de un ruiseñor. El lugar recibe ya el nombre de Dor Firn-i-Guinar, la Tierra de los Muertos que Viven, porque quienes lo visitan sienten a la vez gozo y un temblor de reverencia, como si asistieran a una dicha concedida por encima de la ley de las razas.
De sus años en la isla se sabe poco: la paz fue larga, el amor constante, y ningún mortal volvió a hablar con Beren hijo de Barahir. Mas los bardos aseguran que, desde entonces, cada vez que las estrellas brillan sobre un río en calma, la Tierra Media recuerda el momento en que una mano curó el invierno de un rey y enlazó para siempre los destinos de Elfos y Hombres.