Año 465 de la Primera Edad: La caída de Finrod Felagund
Relato de Beren, recogido junto al Sirion — Año 465 de la Primera Edad.
Salimos al caer las hojas. Finrod dejó a Orodreth su corona de plata y marchó conmigo —yo, un hombre casi sin esperanza— por las riberas del Narog hasta las Fuentes de Ivrin. Éramos doce en total. Una noche abatimos a un destacamento orco y, con la hechicería del rey, vestimos sus pieles y tomamos su lengua áspera; él mismo transformó nuestras caras hasta que ni yo reconocía la de mi amigo.
Cruzamos el paso entre Ered Wethrin y Taur-nu-Fuin, rumbo al norte, cuando la mirada de Sauron se posó en nosotros desde la torre que antaño Finrod había levantado. Sus sirvientes nos detuvieron: no ofrecimos informes ni contraseña, y pronto estuvimos ante aquel trono de sombras. Entonces comenzó el duelo de canciones. Finrod entonó poderosas estrofas de resistencia y libertad; Sauron respondió con visiones de hielo, de sangre en el puerto de los Cisnes y de truenos sobre los Túmulos de Lamentación. La música se alzó y retrocedió como olas oscuras, hasta que al fin nos despojó del disfraz y quedamos desnudos.
Nos arrojaron a un foso húmedo. De cuando en cuando se abría la puerta y un lobo bajaba: cada aullido terminaba en el silencio que dejan los huesos rotos. Uno a uno cayeron nuestros compañeros, y Sauron mantenía a Finrod para el final, buscando en él la clave de nuestra empresa. Cuando el lobo vino a por mí, el rey rompió sus ataduras con un grito que reverberó en la roca. Se abalanzó sobre la bestia; lucharon en la oscuridad, sin acero ni luz. Cuando el aullido cesó, el lobo yacía muerto y Finrod, mortalmente herido, se desplomó a mi lado.
Me tomó la mano con fuerzas que ya se le escapaban:
— Me voy ahora a mi largo descanso en los recintos intemporales de más allá de las aguas y las Montañas de Aman - me dijo, su voz apenas audible -. Transcurrirá mucho antes de que vuelva a ser visto entre los Noldor; y puede que no nos encontremos una segunda vez en la vida o en la muerte, porque los destinos de nuestras gentes se apartan. ¡Adiós!
Intenté hablarle. Intenté sujetarlo con mis débiles brazos a la vida. No hallé respuesta: sólo pude sostenerlo mientras su espíritu se alejaba hacia las Estancias de Más Allá del Mar. Allí quedó, el más noble de los hijos de Finwë, tendido en la oscuridad que él mismo había alzado siglos atrás.
Y entonces creí oír, allá arriba por encima de mi llanto, un canto que no pertenecía a los lobos ni a los siervos de Sauron: una voz clara, como de ruiseñor bajo las estrellas. Pensé que era un sueño de la mente que desfallece, pues nada en aquel lugar de piedra debía conocer aún el nombre de Tinúviel. Intenté responder. Canté con una voz que no creí tener ya. Canté en alabanza de las Siete Estrellas, con mi último aliento en desafío de Morgoth. Canté hasta que las fuerzas me abandonaron, y la luz de mis ojos se apagó mientras me desmayaba junto al cuerpo de mi amigo, el Amigo de los Hombres, el rey de Nargothrond.