Conformidad con lo previsible
Para quien interese dejo aquí unas reflexiones, rápidamente escritas, sobre mis primeras impresiones después del visualizado de El Hobbit. Si alguien no ha visto la película y tiene intención de verla, mejor que no siga leyendo.
Recojo lo mejor y lo peor desde mi punto de vista. Porque al fin y al cabo esta es mi interpretación personal. Leeré más estos días para complementarla, matizarla o repensarla. En realidad apenas he tenido de echar un vistazo a ninguna de calidad.
Lo mejor: en líneas generales creo que se mantiene el espíritu del libro así como la fidelidad a la conocida escenografía de la Tierra Media, sello de New Line Cinema (mérito, por cierto de Jackson, que difícilmente se habría podido conservar con Guillermo del Toro, director inicialmente encargado del proyecto). Bilbo sigue siendo ese hobbit entrañable, amante de la vida sencilla y de lo cotidiano, que se embarca en un mundo desconocido repleto de aventuras. Es Bolsón, de Bolsón Cerrado, que vive en ese agujero en el suelo acogedor, pero también es Tuk, deseoso de salir y ver las montañas enormes, de oír los pinos y las cascadas, de explorar las cavernas, y de llevar una espada en vez de un bastón. Creo que Jackson respeta la personalidad del Bilbo de la edición de Tolkien de 1937, que para mí es el mejor de todos. Son graciosas, como lo son en el libro, las secuencias del grupo de trece enanos –a veces más socarronas que divertidas-, con sus comilonas y canciones en Bolsón Cerrado (¿no habría estado de más que salieran tocando los instrumentos musicales con que les ilustró John Howe?). Resulta simpática la escena de los tres trolls, Berto Guille y Tom, a pesar de algunas alteraciones con respecto al original. Se ha mejorado el paisaje, ya muy logrado de Rivendel, con su aire místico y de hermosura celestial, y con una contemplación angular muy completa. La narración del Concilio Blanco parece muy apropiada, con la salvedad de ciertas telepatías Gandalf/Galadriel, que no recuerdo en el original. Y la secuencia de los “acertijos en las tinieblas”, parafraseando el capítulo del libro, es sin duda de una gran fidelidad, y una de las mejores (con un Gollum casi hiperrealista).
Del reparto me quedo con Thórin Escudo de Roble (Richard Armitage), la gran revelación. El enano se muestra como un digno heredero de la corona de su padre. Un rey sin corona determinado a adentrarse en la entraña de la montaña para acabar con ese hasta ahora enigmático Smaug (gran acierto el no presentarle en su forma final: seguro que estos años experimentará modificaciones, como ya pasase con el Gollum). Thorin personifica a la figura nostálgica de los años de gloria bajo la montaña, con una carga de gran dramatismo pero con una dignidad soberbia (¡bravo por la testarudez enana!). Gandalf (Ian Mckellen) en su línea, aportando al mago afectuoso que apareció en la primera parte de El Señor de los Anillos la continuidad emocional de todo el proyecto. Saruman (Christopher Lee) altanero, ya en proceso de pase al lado oscuro. Los elfos en su papel, mirándose el ombligo, en su espléndido aislamiento de Imladris. Elrond (Hugo Weaving) correcto (no se le mueve ni un pelo después de asaetear unos trasgos de nada). Galadriel (Cate Blanchet) con su belleza otoñal. Thranduil distante, en vísperas de su papel determinante en la última entrega. De los enanos, además de Thorin, el segundo papel en importancia le corresponde a Balin, hijo de Fundin, un guerrero bregado, sabio y valeroso, labrando la leyenda que le llevará a los fríos sepulcros de Moria.
Personalmente me han seducido mucho las partes introductorias del principio. Tal y como ocurriera con La Comunidad del Anillo, con la reproducción parcial de la forja del Anillo (narración de Galadriel, batalla de la Última Alianza, Isildur) antes del arranque argumental, en El Hobbit se ha incluido un valioso prólogo de la historia de los Enanos. Y lo hace, a mi entender, de un modo magistral. Lo que representa sin duda uno de los grandes aciertos. La recreación de las galerías de Erebor, de fondos insondables y luminosos, con enanos horadando sin cesar el corazón de la montaña, tal y como cantasen las gestas del mundo antiguo, son verdaderamente impresionantes. No me habría importado visualizar otros cinco minutos de ese atormentado rey Trháin, con su guardia acorazada de yelmos refulgentes y hachas cortantes (espero que lo incluyan en la versión extendida). Erebor, con sus ciclópeas estatuas a lo Ramses II, se me antoja como la antítesis del pueblo de Durin, una nación industriosa y trabajadora, capaz de llenar de luz las cavernas antes húmedas y lóbregas de una montaña, pero al mismo tiempo avara y envilecida por la búsqueda desaforada del oro, la plata y el mithril.
En la misma línea, y con variaciones de fidelidad al libro, El Hobbit acierta al incluir la cruenta batalla de Azanulbizar -sin nombrarla así- entre orcos y enanos por el dominio de Moria. Y, para mi gusto, aquí Jackson peca más por defecto que por exceso. La escena de la carga de los enanos al ser repelidos en la ladera de la Arroyo Sombrío es fascinante. Cuando todo parecía perdido, Thórin empuñando un imposible escudo de roble, consigue a la desesperada frenar la retirada y enfrentarse al brutal Azog. Junto a él, los restos de la hueste enana ascienden la ladera como un rodillo imparable, con sus hachas partiendo orcos y sus armaduras reflejando el frío de aquel día que Tolkien refiriese como “de invierno, sin sol”. Una lástima que Jackson no haya reproducido el grito de guerra de los enanos en esa carga épica –“¡Azog, Azog!”-, que imagino atronador, o a Náin, ensangrentado, instantes antes de morir, exigiendo al orco que saliese de la montaña, donde se había escondido, para luchar. Y, por fin a Dáin Pie de Hierro -no Thorin, como en la película- dando muerte a Azog rebanándole el cuello. Aquí Jackson se toma la libertad de dejar a Azog vivo, pero malherido, para presentarle en ulteriores secuencias. Y si mi intuición no me falla, sospecho que lo está reservando para la batalla de los Cinco Ejércitos que veremos en julio de 2014 (a falta de un enemigo plástico tipo “Sauron” supongo que habrá querido conservar con vida a Azog, pero ¿por qué no haber dejado a Azog muerto y enterrado en Azanulbizar para ceder el futuro protagonismo a quien realmente lo tuvo: su hijo Bolgo, general en la citada batalla).
Lo peor. Sin duda, el abuso de la tecnología massive (Multiple Agent Simulation System in Virtual Environment), que, por cierto, después de Jackson se ha utilizado con excesiva ligereza en otras películas. El Hobbit padece la dudosa herencia visual del mundo del videojuego y del videoclip. Ciertas secuencias acusan demasiada rapidez, quizá un efecto colateral de ese innovador de 48 fotogramas, utilizado ahora por primera vez. También eliminaría las exageraciones, muy al gusto de este director, vistas en las montañas nubladas (esa absurda caída de cientos de metros abajo, sin el más mínimo rasguño), o esa desatinada carrera de los orcos a lomos de sus wargos, a plena luz del día, con un Radagast deslizándose como si estuviese esquiando a las riendas de unos supuestos ¿conejos? Y, ya que ha salido, tampoco termino de ubicar a este Radagast el Pardo (¿habría sido mejor quitarlo, como se hizo con aquel Tom Bombadil?), que más parece un viejo con el síndrome de Diógenes, viviendo en una cabaña mugrienta en el bosque, que un poderoso Istari. Tampoco parece oportuna la inclusión de la leyenda de los gigantes de la montaña ni la caída de los pinos como fichas de dominó antes de la llegada de las águilas.
En definitiva una adaptación previsible, en líneas generales correcta, con las habituales variaciones esperadas que vimos en la trilogía cinematográfica. Quizá echemos de menos un acercamiento al heroísmo desde otra perspectiva, diferente al dictado tecnológico. Pero No obstante, habrá que hacer una valoración global dentro de un par de años en que ya tengamos los suficientes elementos de juicio.
Recojo lo mejor y lo peor desde mi punto de vista. Porque al fin y al cabo esta es mi interpretación personal. Leeré más estos días para complementarla, matizarla o repensarla. En realidad apenas he tenido de echar un vistazo a ninguna de calidad.
Lo mejor: en líneas generales creo que se mantiene el espíritu del libro así como la fidelidad a la conocida escenografía de la Tierra Media, sello de New Line Cinema (mérito, por cierto de Jackson, que difícilmente se habría podido conservar con Guillermo del Toro, director inicialmente encargado del proyecto). Bilbo sigue siendo ese hobbit entrañable, amante de la vida sencilla y de lo cotidiano, que se embarca en un mundo desconocido repleto de aventuras. Es Bolsón, de Bolsón Cerrado, que vive en ese agujero en el suelo acogedor, pero también es Tuk, deseoso de salir y ver las montañas enormes, de oír los pinos y las cascadas, de explorar las cavernas, y de llevar una espada en vez de un bastón. Creo que Jackson respeta la personalidad del Bilbo de la edición de Tolkien de 1937, que para mí es el mejor de todos. Son graciosas, como lo son en el libro, las secuencias del grupo de trece enanos –a veces más socarronas que divertidas-, con sus comilonas y canciones en Bolsón Cerrado (¿no habría estado de más que salieran tocando los instrumentos musicales con que les ilustró John Howe?). Resulta simpática la escena de los tres trolls, Berto Guille y Tom, a pesar de algunas alteraciones con respecto al original. Se ha mejorado el paisaje, ya muy logrado de Rivendel, con su aire místico y de hermosura celestial, y con una contemplación angular muy completa. La narración del Concilio Blanco parece muy apropiada, con la salvedad de ciertas telepatías Gandalf/Galadriel, que no recuerdo en el original. Y la secuencia de los “acertijos en las tinieblas”, parafraseando el capítulo del libro, es sin duda de una gran fidelidad, y una de las mejores (con un Gollum casi hiperrealista).
Del reparto me quedo con Thórin Escudo de Roble (Richard Armitage), la gran revelación. El enano se muestra como un digno heredero de la corona de su padre. Un rey sin corona determinado a adentrarse en la entraña de la montaña para acabar con ese hasta ahora enigmático Smaug (gran acierto el no presentarle en su forma final: seguro que estos años experimentará modificaciones, como ya pasase con el Gollum). Thorin personifica a la figura nostálgica de los años de gloria bajo la montaña, con una carga de gran dramatismo pero con una dignidad soberbia (¡bravo por la testarudez enana!). Gandalf (Ian Mckellen) en su línea, aportando al mago afectuoso que apareció en la primera parte de El Señor de los Anillos la continuidad emocional de todo el proyecto. Saruman (Christopher Lee) altanero, ya en proceso de pase al lado oscuro. Los elfos en su papel, mirándose el ombligo, en su espléndido aislamiento de Imladris. Elrond (Hugo Weaving) correcto (no se le mueve ni un pelo después de asaetear unos trasgos de nada). Galadriel (Cate Blanchet) con su belleza otoñal. Thranduil distante, en vísperas de su papel determinante en la última entrega. De los enanos, además de Thorin, el segundo papel en importancia le corresponde a Balin, hijo de Fundin, un guerrero bregado, sabio y valeroso, labrando la leyenda que le llevará a los fríos sepulcros de Moria.
Personalmente me han seducido mucho las partes introductorias del principio. Tal y como ocurriera con La Comunidad del Anillo, con la reproducción parcial de la forja del Anillo (narración de Galadriel, batalla de la Última Alianza, Isildur) antes del arranque argumental, en El Hobbit se ha incluido un valioso prólogo de la historia de los Enanos. Y lo hace, a mi entender, de un modo magistral. Lo que representa sin duda uno de los grandes aciertos. La recreación de las galerías de Erebor, de fondos insondables y luminosos, con enanos horadando sin cesar el corazón de la montaña, tal y como cantasen las gestas del mundo antiguo, son verdaderamente impresionantes. No me habría importado visualizar otros cinco minutos de ese atormentado rey Trháin, con su guardia acorazada de yelmos refulgentes y hachas cortantes (espero que lo incluyan en la versión extendida). Erebor, con sus ciclópeas estatuas a lo Ramses II, se me antoja como la antítesis del pueblo de Durin, una nación industriosa y trabajadora, capaz de llenar de luz las cavernas antes húmedas y lóbregas de una montaña, pero al mismo tiempo avara y envilecida por la búsqueda desaforada del oro, la plata y el mithril.
En la misma línea, y con variaciones de fidelidad al libro, El Hobbit acierta al incluir la cruenta batalla de Azanulbizar -sin nombrarla así- entre orcos y enanos por el dominio de Moria. Y, para mi gusto, aquí Jackson peca más por defecto que por exceso. La escena de la carga de los enanos al ser repelidos en la ladera de la Arroyo Sombrío es fascinante. Cuando todo parecía perdido, Thórin empuñando un imposible escudo de roble, consigue a la desesperada frenar la retirada y enfrentarse al brutal Azog. Junto a él, los restos de la hueste enana ascienden la ladera como un rodillo imparable, con sus hachas partiendo orcos y sus armaduras reflejando el frío de aquel día que Tolkien refiriese como “de invierno, sin sol”. Una lástima que Jackson no haya reproducido el grito de guerra de los enanos en esa carga épica –“¡Azog, Azog!”-, que imagino atronador, o a Náin, ensangrentado, instantes antes de morir, exigiendo al orco que saliese de la montaña, donde se había escondido, para luchar. Y, por fin a Dáin Pie de Hierro -no Thorin, como en la película- dando muerte a Azog rebanándole el cuello. Aquí Jackson se toma la libertad de dejar a Azog vivo, pero malherido, para presentarle en ulteriores secuencias. Y si mi intuición no me falla, sospecho que lo está reservando para la batalla de los Cinco Ejércitos que veremos en julio de 2014 (a falta de un enemigo plástico tipo “Sauron” supongo que habrá querido conservar con vida a Azog, pero ¿por qué no haber dejado a Azog muerto y enterrado en Azanulbizar para ceder el futuro protagonismo a quien realmente lo tuvo: su hijo Bolgo, general en la citada batalla).
Lo peor. Sin duda, el abuso de la tecnología massive (Multiple Agent Simulation System in Virtual Environment), que, por cierto, después de Jackson se ha utilizado con excesiva ligereza en otras películas. El Hobbit padece la dudosa herencia visual del mundo del videojuego y del videoclip. Ciertas secuencias acusan demasiada rapidez, quizá un efecto colateral de ese innovador de 48 fotogramas, utilizado ahora por primera vez. También eliminaría las exageraciones, muy al gusto de este director, vistas en las montañas nubladas (esa absurda caída de cientos de metros abajo, sin el más mínimo rasguño), o esa desatinada carrera de los orcos a lomos de sus wargos, a plena luz del día, con un Radagast deslizándose como si estuviese esquiando a las riendas de unos supuestos ¿conejos? Y, ya que ha salido, tampoco termino de ubicar a este Radagast el Pardo (¿habría sido mejor quitarlo, como se hizo con aquel Tom Bombadil?), que más parece un viejo con el síndrome de Diógenes, viviendo en una cabaña mugrienta en el bosque, que un poderoso Istari. Tampoco parece oportuna la inclusión de la leyenda de los gigantes de la montaña ni la caída de los pinos como fichas de dominó antes de la llegada de las águilas.
En definitiva una adaptación previsible, en líneas generales correcta, con las habituales variaciones esperadas que vimos en la trilogía cinematográfica. Quizá echemos de menos un acercamiento al heroísmo desde otra perspectiva, diferente al dictado tecnológico. Pero No obstante, habrá que hacer una valoración global dentro de un par de años en que ya tengamos los suficientes elementos de juicio.